Por Francisco Revelles
La obsesión por el crecimiento no sólo se ha convertido en una trampa de consecuencias devastadoras para el equilibrio social, sino en algo tal vez peor; o, cuando menos, mucho más peligroso: una amenaza a corto plazo para nuestras posibilidades de supervivencia. Para ver esto con claridad hay que terminar de contar esa “breve historia del disparate” con la que hemos intentado dar cuenta del desvarío en el que ha ido cayendo la economía a lo largo de las tres últimas décadas.
Como es bien sabido, la doctrina monetarista pone el énfasis en el dinero como actor central de la organización económica (despreciando o minimizando factores tales como el trabajo o las condiciones de producción); aboga por una fórmula única para su puesta en escena (jugar con los tipos de interés) y consagra lo privado como principio inviolable para que todo funcione correctamente. No obstante, su entrada triunfal en escena durante la década de los ochenta del siglo XX tuvo como coartada principal y misión perentoria el enfriamiento de la economía para contener la inflación, por lo que en un primer momento se limitó a encarecer el precio del dinero hasta donde hizo falta con objeto de desmotivar la demanda y forzar una bajada de precios. Puesto que cuando el dinero está demasiado caro se paralizan el consumo y la inversión, la crisis no hizo más que agudizarse, pero ahora el manual neoliberal prohibía acudir al Estado para que se hiciera cargo de reactivar la economía con inversiones públicas, por lo que se optó por reducir drásticamente las cargas impositivas de los ricos para que el dinero volviera a sus legítimos dueños y fueran éstos quienes lo reactivaran todo con su «buen hacer» inversor y sus «dotes naturales» para emprender. Complementariamente, se desreguló a ultranza para que las inversiones se hicieran en condiciones de fluidez, eficacia y competitividad (¡qué hermosa retórica!). Tras largos años de espera para todos y de penurias para la mayoría, debido a que los precios del petróleo se terminaron por estabilizar a la baja y, sobre todo, merced al «factor pillaje», la economía volvió a retomar la senda alcista[1].
Y en breve se produciría, para alborozo de los profetas de la nueva abundancia, uno de esos milagros inesperados en los que tanto confían, que rescató temporalmente del más que previsible colapso un modelo ya desbocado y cada vez más incierto: el boom de las punto.com de la segunda mitad de los noventa. Aunque al final, como no podía ser de otra manera, la llamada burbuja tecnológica pinchó, ya nadie se atrevía a hablar de desmesura o insensatez, y mucho menos a desenterrar las difuntas recetas del keynesianismo; sino que rápidamente se puso la vista en otro objetivo al que poder extraerle todo el jugo posible a corto plazo, mientras se desempolvaban viejos odios civilizatorios para desviar la atención (y para asegurar la provisión energética, cada vez más precaria ... ¡Bendito 11-S!).
Lo importante era haber desechado del discurso oficial y de los anales socioeconómicos todo índice de progreso que no fuera el crecimiento económico puro y duro: el sacrosanto PIB. Pero claro, había que hacerlo crecer o todo el andamiaje construido con mentiras y promesas ficticias pronto podía venirse abajo. Y hete aquí que el tan versátil y multifacético monetarismo del Sr. Friedman encuentra raudo la solución: se pone mucho dinero en circulación mediante (adivínenlo) el recorte de los tipos de interés, y la magia se encargará del resto. Se crea así un ambiente de dinero fácil que pronto se alía con la inmediatez, el hedonismo y el desapego ético del momento para que entre triunfante en escena el hiperconsumo, de cuyo ritmo uniformemente acelerado se hace inmediatamente deudor el crecimiento económico.
Los instrumentos para activar y mantener la vertiginosa circulación monetaria que requiere el hiperconsumo han sido la concesión rápida y poco exigente de préstamos, la desactivación de las señales sociales y económicas que impulsan al ahorro, la estimulación de la compra-venta de bienes raíces (sobre todo vivienda), la multiplicación de la oferta de ocio y entretenimiento, la sustitución de bienes durables por bienes fungibles, etcétera. Ahora bien, si como venimos diciendo, las clases trabajadoras no han dejado de perder poder adquisitivo en los últimos tiempos y el sistema no para de producir nuevos pobres, ¿quiénes son los actores del hiperconsumo? Los ricos del mundo, por suntuaria y ostentosa que sea su forma de vida, no dan para absorber ni el 25% de la producción[2]. Por otro lado, basta con mirar a nuestro alrededor (en el mundo rico, por supuesto, pero también entre los sectores privilegiados del mundo pobre) para comprobar cómo casi todo el mundo consume de forma desbocada[3]. ¿Un nuevo «milagro» del mercado? ¡Por supuesto que no! Más bien simple aritmética. No hay más que meter en los cálculos el endeudamiento privado y cuadra hasta el último céntimo.
Efectivamente, si se tienen en cuenta las enormes cifras del endeudamiento privado y los plazos de amortización de los créditos, que en el caso de los hipotecarios (hasta 50 años) son de facto deudas intergeneracionales, se acabó el misterio. Estamos consumiendo con el dinero de nuestros hijos y de nuestros nietos; a costa de ellos y de sus posibilidades. Del mismo modo que el exceso de producción necesario para mantener el hiperconsumo sale de la sobreexplotación de recursos naturales, de un extra de recursos que también se los estamos arrebatando a ellos. Es por tanto, a costa del futuro, como se está creciendo.
Cabe argumentar aquí el símil de los vasos comunicantes[4], sólo que ahora esa red de acceso a los recursos está interconectada en el tiempo en lugar de estarlo en el espacio. Lo que se extraiga de más en el momento actual será en detrimento de lo que esos vasos puedan dar de sí en el futuro. Los perjudicados en este caso no son nuestros contemporáneos, sino quienes vendrán detrás de nosotros. Si ya se condena a muerte a millones de personas que están ahí, con rostro, nombre y apellidos, ¿cómo esperar solidaridad o mera compasión por los que aún no han nacido?
Para concluir, me gustaría hacer algunas aclaraciones finales en relación con el keynesianismo, del que, a juzgar por lo expuesto en estos artículos, podría esperarse que fuera el camino más razonable para evitar o, en última instancia, superar la más que previsible crisis que se nos viene encima.
Lo que se necesita para afrontar los retos más exigentes de la economía en el momento actual es una buena dosis de sensatez en la fase de producción y otra no menos buena de justicia en la fase de reparto. Los principios de la economía keynesiana estaban inspirados en la sensatez y la justicia, pero no hay duda de que fueron aplicados en un momento histórico y cultural muy diferente del actual, y que su principal cometido fue sacar al capitalismo del callejón sin salida en el que se hallaba metido. Pero el capitalismo se basa en principios totalmente antagónicos a esos: la producción la deja en manos de la irracionalidad del mercado (insensatez) y el reparto consiste en maximizar los beneficios del capital en detrimento de los del trabajo (injusticia). Desde este punto de vista, la obra de Keynes adquiere un mérito mucho mayor, puesto que hizo entrar al capitalismo por donde no cabía en un encomiable ejercicio de creatividad y flexibilidad que sólo es posible encontrar en las soluciones dadas por las mentes más geniales a los problemas más abstrusos.
Sin embargo, el keynesianismo adolecía de un problema que terminaría derribándolo: su exceso de modernidad, su carga de utilitarismo y técnica; o sea, un sobrepeso metodológico en ausencia de auténticos fines. Superar las torpezas capitalistas o reactivar la industria no eran objetivos acordes con sus posibilidades; ni siquiera incrementar las rentas de las clases más desfavorecidas o crear millones de puestos de trabajo. Es indudable que tuvo consecuencias humanas, pero no partía de fundamentos humanos. Al no insertarse en una corriente ideológica (como lo estaban la economía marxista o el propio capitalismo) que fuera más allá de la pura técnica para resolver problemas económicos concretos, estaba obligado a tener todas las soluciones previstas para todos los problemas posibles, y eso es completamente imposible. Estaba claro que antes o después tenía que fallar, y como ya vimos, la simple aparición de la inflación lo dejó sin respuesta. Posiblemente si las ideas de Keynes se hubieran entretejido en un marco más amplio de concepción del mundo y del hombre, en una dinámica de progreso moral consustancial con sus resultados y no meramente circunstancial a los mismos, hubiera dispuesto de muchos más argumentos para resistir al oportunismo de sus detractores ante la aparición de un problema meramente técnico. En todo caso no fue así y ya no cabe lamentarse.
Lo que esto nos enseña es que una economía que favorezca al conjunto de la humanidad no puede sostenerse si no se enmarca en un contexto cultural y social que tenga lo humano como centro. Las recetas keynesianas, si bien indirectamente, estaban humanizando el mundo. Un mundo todavía cargado de injusticias y sinsabores, pero con un horizonte de esperanza para los que iban rezagados y una posibilidad real para todos de rescatar el futuro de un destino que se volvía cada vez más incierto. Y aunque pueda considerarse insuficiente su alcance para lo que ahora necesitamos, si esas recetas se insertan en un contexto moral adecuado, podrían ser el punto de partida para una economía hecha por y para el hombre.
Cualesquiera medidas que favorezcan la redistribución (impuestos progresivos, tasas al movimiento de capitales, inversiones en servicios públicos, expropiación de bienes privados abandonados o en desuso, impuestos al lujo, convenios laborales justos, etc.), no sólo podrían –en contra de todo lo que se viene diciendo– establecer las condiciones para un mejor funcionamiento de la economía, sino que tejerían las redes de solidaridad necesarias para que, sin traumas excesivos, se ralentizara o incluso se detuviera el crecimiento y poder así afrontar el reto global de la sostenibilidad. Sin duda, este tipo de medidas harían que más de uno perdiera el sueño, castañeara los dientes e incluso enloqueciera de ira ¡Allá ellos! La inmensa mayoría (incluidos casi todos los que ahora se benefician del modelo) antes que después empezarían a sacarle partido al nuevo orden económico y social. Muchos porque recuperarían esa seguridad que ha sido secuestrada por el «desorden global» o, sencillamente, porque empezarían a vivir dignamente (o a dejar de morirse indignamente), y todos porque se iría restableciendo el tejido social amable y acogedor que posibilita un goce auténtico de la vida.
[1] El factor pillaje es un fenómeno que, debido a los dictados de la naturaleza humana, se produce necesariamente como consecuencia de toda desregulación (y no sólo en el campo de la economía). Cuando en el juego económico se dan las condiciones propicias –ausencia de reglas de contrapeso y equidad–, pronto se perderá el sentido de la decencia (competitividad obliga) y atacarán con toda su virulencia la especulación, la corrupción, el oligopolio y la explotación despiadada del medio natural y de seres humanos. Por supuesto que se incrementa el producto, faltaría más, pero de una manera harto ficticia, puesto que en el debe contable no se tienen en cuenta las pérdidas sociales y medioambientales que se van acumulando en el proceso. Si se quiere alcanzar un buen índice de crecimiento líbrese una buena guerra o déjese actuar sin cortapisas a los cárteles de la droga (conste que esto último llegó a ser propuesto en su día por uno de los padres del neoliberalismo, el mismísimo Von Mises).
[2] Aunque la reorientación de volúmenes cada vez mayores de producción y servicios a los deseos y caprichos de los millonarios puede darnos una idea de lo que se espera del consumo de masas en un futuro nada lejano. Si se ha dado por muerto el consumo de masas, que nadie lo dude, también se han dado por muertas las masas.
[3] Este texto fue escrito con anterioridad al desencadenamiento de la crisis financiera internacional, la cual ha supuesto una ralentización del consumo, pero no (al menos, por ahora) una modificación del paradigma consumista de los últimos tiempos, por lo que considero que, en esencia, mantiene toda su vigencia.
[4] Si contemplamos la globalización como lo que realmente es, como una red intrincada de recursos limitados a los que se accede a través de innumerables vasos comunicantes conectados todos entre sí, es fácil comprender que lo que se extrae en exceso de alguno de ellos repercute en la escasez de otro u otros, sea donde sea que estos se encuentren. Siempre hay una relación directa entre la acumulación de bienes por tal o cual persona o país y las carencias que se padecen en algún otro lugar, próximo o remoto. Lo que unos obtienen de más, otros lo obtienen de menos, siendo tan directa la relación que podrían hacerse números acerca de los niños que tienen que morir de hambre en cualquier parte del mundo para que una señora acaudalada se desplace en Jet privado desde Nueva York hasta París, esté un par de días de compras y vuelva a su casa cargada de artículos que, a buen seguro, ni necesitará en absoluto ni en el fondo le dirán nada. ¿Cuánto cuesta comprar un modelo de la última colección de Dior? ¿Tres niños, cinco, tal vez ocho?
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