Por Christain Marazzi
Quienes siguen lo que está sucediendo en el Norte de África y en Oriente Medio con un ojo en los mercados financieros no pueden dejar de resultar chocados con algunas similitudes, si bien también por diferencias fundamentales. Así, por ejemplo, se destaca la lógica del contagio, esto es, la imitación que supera toda expectativa racional. En los mercados financieros, el déficit de información conduce a los agentes económicos a imitar a los demás para definir –seleccionar o elegir– al representante de la riqueza universal históricamente determinada: la moneda como “equivalente general”, o las acciones tecnológicas, o los títulos de alto riesgo, o las materias primas, etc.; en pocas palabras, los convenios colectivos de la memoria keynesiana. Este déficit de información provoca un movimiento contagioso dentro de la comunidad de inversores que, a su vez, produce las burbujas financieras, que explotan cuando el proceso se vuelve tan autorreferencial que pierde toda relación con la realidad. Ésta es la “racionalidad de la irracionalidad”, o la “racionalidad colectiva” del mercado.
Túnez, Egipto, Jordania, Yemen, Bahrein, Libia… ¿Quién iba a pensar que las multitudes del mundo árabe iban a ser las iniciadoras de unas revueltas globales que empiezan a impugnar el ‘nuevo’ orden mundial? Sometidas desde hace décadas a brutales regímenes vasallos de Occidente y del neoliberalismo, pensadas en los discursos y narrativas hegemónicas como ‘atrasadas’ y con tendencias ‘islamistas’, son muchas las lecciones para los movimientos transformadores de base. Abrimos el debate. |
Quienes siguen lo que está sucediendo en el Norte de África y en Oriente Medio con un ojo en los mercados financieros no pueden dejar de resultar chocados con algunas similitudes, si bien también por diferencias fundamentales. Así, por ejemplo, se destaca la lógica del contagio, esto es, la imitación que supera toda expectativa racional. En los mercados financieros, el déficit de información conduce a los agentes económicos a imitar a los demás para definir –seleccionar o elegir– al representante de la riqueza universal históricamente determinada: la moneda como “equivalente general”, o las acciones tecnológicas, o los títulos de alto riesgo, o las materias primas, etc.; en pocas palabras, los convenios colectivos de la memoria keynesiana. Este déficit de información provoca un movimiento contagioso dentro de la comunidad de inversores que, a su vez, produce las burbujas financieras, que explotan cuando el proceso se vuelve tan autorreferencial que pierde toda relación con la realidad. Ésta es la “racionalidad de la irracionalidad”, o la “racionalidad colectiva” del mercado.
Los procesos revolucionarios en la era del capitalismo financiero mundial parecen funcionar según la misma lógica, aunque sólo sea superficialmente. De hecho, la infección, la práctica mimética que caracteriza a los levantamientos de las masas del Norte de África y Oriente Medio, no procede de un déficit de información, sino de su contrario, un exceso de información. Lo que da paso a manifestaciones en otras regiones, contiguas o no, aunque éstas difieran en la composición social, el PIB per cápita, la tasa de inflación y la tasa de desempleo de los jóvenes, como resalta la empresa de intermediación financiera UBS (Wealth Management Research, “Los mercados financieros globales”, 24 de febrero). En este caso, los vehículos de la infección son a menudo, o con frecuencia, las tecnologías de la comunicación, pero la dirección es opuesta: si en los mercados financieros la autorreferencialidad no tiene materialidad, en los movimientos insurgentes el referente material es el cuerpo social. La misma información, su concepto y su modo de difusión no se prestan a una interpretación fácil. Si se leen las crónicas de Maurizio Matteuzzi, el periodista de Il Manifesto empotrado en la región, parece que prevaleciera ya la desinformación, ya la opacidad de los hechos y de las noticias. La información y su ‘exceso’ no afectan aquí a la imitación del otro, como en los mercados financieros, pero sí a la imitación de sí mismo, la de su propia singularidad. Una singularidad plena de deseos de libertad y de autodeterminación. De deseos de vivir.
Por su parte, en lo que se refiere al futuro del mercado petrolero, la confusión es mayor. De un lado, todos los analistas coinciden en que Libia no es el problema. Si bien es cierto que el 60% de su producción se ha paralizado ya, lo que equivale a la pérdida de un 1,1% del suministro mundial de petróleo, también lo es que Arabia Saudí puede fácilmente cubrir una pérdida de esta magnitud. Por otra parte, tal y como señala The Economist (“Acerca del aumento de presión del petroleo”, 26 de febrero), desde los ‘70 hasta ahora, el petróleo se ha globalizado significativamente. Por ejemplo, Rusia ha superado a Arabia Saudí como el mayor productor de petróleo crudo. La cuota de la OPEP en la producción mundial ha caído del 51% a mediados de los ‘70 a poco más de un 40% en la actualidad.
El problema es político debido a que, en lo que se refiere a la capacidad adicional, las reservas son esencialmente sauditas, esto es, están determinadas por Arabia Saudita. De forma similar, Bahréin, limítrofe de Arabia Saudí, donde la producción petrolera es mínima, ve pasar por sus costas el 18% del crudo mundial. No es casual que la semana pasada el rey saudita se apresurara a anunciar el lanzamiento de 36.000 millones de dólares para distribuir entre sus ciudadanos. Es por eso que aquí las previsiones son muy arriesgadas. Se puede pasar de 120 dólares a 220 dólares por barril de crudo Brent, aunque se espera que a medio plazo retorne a cien dólares. Hay que tener en cuenta que, de acuerdo con una estimación ‘ajustada’ que circula entre los economistas, una elevación sostenida –para los próximos dos años– del 10% del precio del petróleo significaría, de media, una reducción de medio punto porcentual del PIB mundial.
En EE UU, donde el avance de la tercerización en la economía, es decir de la subcontratación, ha conducido a una sensible disminución del consumo de petróleo por unidad de producto, en comparación con los años del fordismo, el mismo 10% del aumento de precios provocaría en la práctica una reducción de 0,2% del PIB y un 0,1% de aumento en el desempleo (Financial Times, “El aumento del precio del petróleo pone en riesgo la frágil recuperación de EE UU”, 25 de febrero).
Shock
En cualquier caso, parece claro que los modelos de predicción económica son de poca utilidad: no funcionan en tiempos de crisis política. Es muy probable que un shock en los mercados petroleros tenga el mismo efecto que la crisis de la deuda soberana europea del año pasado, esto es: una pérdida de confianza en los mercados financieros, caída de precios de las acciones y el regreso de la recesión. Y como sucedió el año pasado, la tentación de relanzar la quantative easing, es decir la creación de dinero por parte de la Fed, la Reserva Federal norteamericana.
Sólo que ahora se corre riesgo de inflación. O mejor dicho: un aumento en los precios del petróleo. Aumento que detrae el consumo de otros bienes, crea una situación esquizofrénica: por un lado, el aumento del precio de la gasolina –y nadie sabe por cuánto tiempo–. Por otro, la cesta de productos con respecto a la que se mide la inflación –la inflación subyacente– permanece inmóvil, al menos hasta que las expectativas de inflación desencadenen el proceso de profecía autocumplida, obligando a la Fed a intervenir con un aumento de las tasas de interés. La gestión de la inflación es, en definitiva, un verdadero dilema para las autoridades monetarias, también debido a que las demandas salariales serán difíciles de contener a pesar de las altas tasas de desempleo.
La situación es aún peor en Europa. Aunque no es mejor en los países emergentes, donde se consume más energía por unidad de producto. Es de esperar que se genere una dinámica como la que sigue: luchas salariales y luchas por los ingresos sociales contra la renta petrolera. Será el momento de recordar y reclamar la virtud de los bienes comunes, ¡los commons!
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