Por Joseph Stiglitz
Las consecuencias del terremoto japonés –especialmente la continua crisis en la planta de energía nuclear en Fukushima– tienen resonancias sombrías para observadores del crash financiero estadounidense que precipitó la Gran Recesión. Ambos eventos proveen duras lecciones sobre riesgos, y sobre las dificultades que enfrentan mercados y sociedades para controlarlos.
Por supuesto en cierto sentido no hay comparación entre la tragedia del terremoto –que ha dejado más de 25.000 personas muertas o desaparecidas– y la crisis financiera, a la cual no se puede atribuir un sufrimiento físico tan agudo. Pero cuando se trata de la fusión nuclear accidental en Fukushima, hay un tema común en los dos sucesos.
Expertos tanto en la industria nuclear como en la financiera nos aseguraron que la nueva tecnología prácticamente había eliminado el riesgo de una catástrofe. Los sucesos han demostrado que se equivocaban: no sólo existen los riesgos, sino que sus consecuencias son tan catastróficas que borran fácilmente todos los supuestos beneficios de los sistemas promovidos por los dirigentes de la industria.
Antes de la Gran Recesión, los gurús económicos de EE.UU. –desde el jefe de la Reserva Federal a los titanes de las finanzas– alardearon que habían aprendido a controlar el riesgo. Instrumentos financieros “innovadores” como los derivados y los seguros de riesgo de la deuda posibilitaban la distribución del riesgo a través de la economía. Ahora sabemos que no sólo engañaron al resto de la sociedad, sino también a sí mismos.
Resulta que esos magos de las finanzas no comprendían las complejidades del riesgo, y menos aún los peligros planteados por “fat-tail distributions” [distribución con grandes variaciones por valores altos en extremos] -un término estadístico para eventos raros con inmensas consecuencias-, también llamados a veces “cisnes negros”. Eventos que supuestamente ocurren sólo una vez en un siglo –o incluso una vez en la vida del universo– parecían ocurrir cada diez años. Peor aún, no sólo se subestimó ampliamente la frecuencia de esos eventos; lo mismo sucedió con el daño astronómico que causarían, como las fusiones nucleares accidentales que acosan continuamente a la industria nuclear.
La investigación en la economía y la psicología nos ayuda a comprender por qué nuestro trabajo en el control de esos riesgos es tan deficiente. Tenemos poca base empírica para juzgar eventos raros, de modo que cuesta hacer buenos cálculos. En tales circunstancias, pueden entrar más en juego ilusiones vanas: podríamos tener pocos incentivos para pensar intensamente. Al contrario, cuando otros soportan los costes de los errores, los incentivos favorecen el autoengaño. Un sistema que socializa las pérdidas y privatiza los beneficios está condenado a administrar mal el riesgo.
Por cierto, todo el sector financiero abundaba en problemas institucionales y externalidades. Las agencias de calificación crediticia tenían incentivos para dar buenas calificaciones a los valores de alto riesgo producidos por los bancos de inversión que les pagaban. Los originadores de hipotecas no soportaban consecuencias por su irresponsabilidad, e incluso los que estaban involucrados en préstamos depredadores o creaban y mercadeaban valores que estaban hechos para perder lo hacían de maneras que los aislaban del procesamiento civil y criminal.
Esto nos lleva a la pregunta siguiente: ¿podemos esperar otros “cisnes negros” que estén al acecho? Desgraciadamente, es muy probable que algunos de los riesgos verdaderamente grandes que enfrentamos actualmente ni siquiera sean eventos raros. La buena noticia es que tales riesgos pueden controlarse a poco o ningún coste. La mala noticia es que hacerlo se enfrenta a una fuert eoposición política, porque existe gente que se beneficia con el statu quo.
Hemos visto dos de los grandes riesgos en los últimos años, pero hemos hecho poco por controlarlos. Según algunos puntos de vista, la forma en que se manejó la última crisis puede haber aumentado el riesgo de una futura catástrofe financiera.
Bancos demasiado grandes para quebrar, y los mercados en los que participan, saben ahora que pueden esperar un rescate si enfrentan problemas. Como resultado de este “peligro moral”, esos bancos pueden pedir prestado en condiciones favorables, recibiendo una ventaja competitiva basada no en mayor rendimiento sino en fuerza política. Mientras algunos de los excesos en la toma de riesgos se han limitado, continúan los préstamos depredadores y el comercio no regulado en derivados tenebrosos no controlados. Las estructuras de incentivos que alientan la toma exagerada de riesgos siguen virtualmente sin cambios.
Por lo tanto, mientras Alemania cierra sus reactores nucleares más antiguos, en EE.UU. y otros sitios,incluso siguen operando plantas que tienen el mismo diseño defectuoso que Fukushima. La existencia misma de la industria nuclear depende de subsidios públicos ocultos –costes con los que corre la sociedad en el evento de desastre nuclear, así como los costes de la eliminación todavía sin solucionar de los desechos nucleares. ¡Basta de capitalismo irrestricto!
Para el planeta, existe otro riesgo más, que, como los otros dos es casi una certeza: el calentamiento global y el cambio climático. Si hubiera otros planetas a los cuales pudiéramos partir a poco coste en caso del resultado casi seguro predicho por los científicos, se podría argumentar que vale la pena tomar ese riesgo. Pero no existen, por lo tanto no existe esa posibilidad.
Los costes de reducir emisiones palidecen en comparación con los posibles riesgos que enfrenta el mundo. Y eso vale incluso si excluimos la opción nuclear (cuyos costes siempre se han subestimado). Sin duda, las compañías carboneras y petroleras sufrirían, y los grandes contaminadores –como EE.UU.– obviamente pagarían un precio mayor que los que tienen un estilo de vida menos derrochador.
A fin de cuentas, los que juegan en Las Vegas pierden más de lo que ganan. Como sociedad estamos jugando –con nuestros grandes bancos, con nuestras instalaciones de energía nuclear– con nuestro planeta. Como en Las Vegas, los pocos afortunados –los banqueros– ponen en peligro nuestra economía y los propietarios de las compañías energéticas que ponen en peligro nuestro planeta podrán terminar con una fortuna en sus manos. Pero es casi seguro que como término medio perderemos, como sociedad, como todos los jugadores.
Es, desgraciadamente, una lección del desastre en Japón que seguimos ignorando por nuestra propia cuenta y riesgo
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