Por Robert Kuttner*
La historia económica está llena de borracheras de euforia financiera seguidas luego de penosas resacas mañaneras. Cuando las naciones se despiertan achacosas por deudas contraídas en guerras financieras, fallidos episodios de especulación o faraónicos proyectos que revelados inútiles, tienen dos opciones. O bien prevalece la clase de los acreedores, a expensas de todos los demás; o bien los Estados encuentran la manera de reducir la carga de la deuda, de manera que la capacidad productiva de la economía consiga recobrarse.
Los acreedores –la clase rentista, en el léxico clásico— son normalmente los ricos y los poderosos. Los deudores, casi por definición, disponen de pocos recursos y de escaso poder. La “cuestión monetaria” en los EEUU del siglo XIX –la cuestión de si el crédito debía ser caro o barato— fue también una batalla entre el crecimiento y la austeridad.
La clase acreedora ve las cosas así: cualquier cosa que no pase por la plena reintegración de lo debido lleva inexorablemente al colapso de la civilización económica. Lo cierto, sin embargo, es que, a menudo, las deudas no son plenamente satisfechas. En el siglo XX, los especuladores perdieron fortunas a causa de que decenas de naciones dejaron de honrar sus deudas. En el siglo XIX, muchos estados federados y muchos municipios norteamericanos quebraron. Los perdedores de guerras y de revoluciones raramente pagan sus deudas. (Los viejos bonos zaristas carecen de valor, salvo en las subastas de antigüedades.) El Plan Brady de fines de los 80 del siglo pasado pagó a los tenedores de bonos de los deudores quebrados del Tercer Mundo 70 centavos por dólar, a fin de que el crecimiento económico pudiera reemprender su curso.
A veces, simplemente, las deudas no pueden ser pagadas. Por eso era ruinosa la idea de la cárcel por deuda (salvo disuasoriamente). La cuestión real es cómo reestructurar la deuda cuando es imposible devolverla. No se trata sólo de una pugna entre quienes tienen y quienes no tienen, sino entre los derechos del pasado y el potencial del futuro.
La deuda puede reducirse o aun anularse de maneras constructivas. O puede sumarse al caos. La inflación, por ejemplo, es una forma de erosionar la deuda, una forma arriesgada. Puede haber una quiebra calamitosamente súbita (Lehman Brothers), o una reestructuración cuidadosa y benéfica (General Motors).
La bancarrota suministra de modo ingenioso un alivio ordenado de la deuda pasada, de modo que la empresa productiva no necesariamente resulta destruida. Un juez valora los activos, los pasivos y la viabilidad de un negocio insolvente. Si se considera viable, no se permite a los acreedores vender la maquinaria, pero se les paga varios centavos por dólar, y la empresa termina siendo recuperada para usos constructivos.
El mundo de los negocios valora en EEUU el sistema de bancarrota conforme a sus propios objetivos, aunque los inversores sufran con él, de vez en cuando, más de un revolcón. Pero esa misma elite empresarial ve con recelo el que otros –propietarios de viviendas, pequeñas naciones, el entero sistema económico— busquen alivio al castigo económico que representa una deuda perversa. No por casualidad, uno de los más sagaces críticos del modo en que el colapso financiero ha terminado por privilegiar a los acreedores a expensas de todos los demás es también uno de los mayores expertos en procesos concursales y de bancarrota: la profesora Elisabeth Warren.
Los dos mayores ejemplos históricos sobre el modo de lidiar con deudas insostenibles se dieron tras las dos guerras mundiales: uno, extremadamente negativo; muy positivo, el otro. En la Conferencia de Versalles celebrada en 1919, prevaleció la mentalidad acreedora, y la recuperación europea de postguerra se abortó. Gran Bretaña y Francia imaginaron que podían sangrar a la derrotada Alemania, a fin de pagar sus propias deudas de guerras, inmensas (contraídas, sobre todo, con los EEUU). Gran Bretaña practicó también una política de rigor monetario para mantener el valor de su propia moneda en niveles de preguerra, a fin de proteger a su propia clase acreedora. Esa política destruyó a la economía alemana y mantuvo el desempleo británico en tasas del 10% durante dos décadas. El gran crítico de la locura británica fue John Maynard Keynes, entonces consejero del Tesoro británico. El libro publicado por Keynes en 1919, Las consecuencias económicas de la paz, alertó proféticamente de que la política de estrujar a Alemania hasta que “crujan las pepitas” causaría la depresión y una segunda guerra mundial.
Tras la II Guerra Mundial, la historia ofreció a Keynes la ocasión para hacer las cosas correctamente. Su sistema de Bretton Woods puso el énfasis en la recuperación interna, tanto de las potencias perdedoras como de las vencedoras, y creó un sistema monetario global en el que se negaba a los especuladores financieros privados toda capacidad para forzar a las naciones a emprender cursos deflacionarios. Nuestra propia Reserva Federal combinaba entonces políticas monetarias laxas con una regulación estricta, de modo que los bajos tipos de interés pudieran financiar la colosal deuda bélica sin invitar a una especulación destructiva. Dinero barato e inversión expansiva previnieron la recaída de Norteamérica en la depresión.
Hoy, esa lógica expansiva ha sido vuelta del revés, y los acreedores vuelven a ser hegemónicos de nuevo. Los bancos quieren dinero barato para sí mismos, y términos draconianos para los demás. Una Unión Europea afligida por los banqueros está castigando a Grecia, en vez de buscar un camino para que el país heleno crezca. En los EEUU, se niega todo alivio a los propietarios de vivienda con el agua al cuello, porque los contratos de deuda son sagrados, aunque esa política prolongue la agonía. Por doquiera se publicita la austeridad presupuestaria como la vía al crecimiento, siendo, en cambio, de toda evidencia que esa política niega a la economía su potencial productivo.
Y se habla de esas cuestiones como si fueran o inaccesiblemente técnicas o simplemente indiscutibles. Ni una cosa ni otra. Necesitamos democratizar, una vez más, la cuestión del dinero.
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