Por Joseph Stiglitz *
La crisis económica comenzada en 2007 continúa; mientras tanto, una pregunta obvia ronda las cabezas de todos: ¿por qué? Si no logramos una mejor comprensión de las causas de la crisis, no podremos implementar una estrategia eficaz de recuperación. Y por el momento, no tenemos ni lo uno ni lo otro.
Se nos dijo que fue una crisis financiera y que por eso los gobiernos de ambos lados del Atlántico se concentraron en los bancos. Se nos aseguró además que los programas de estímulo eran un paliativo temporal necesario para pasar el mal momento, hasta que el sector financiero se recuperara y resurgiera el crédito privado. Pero mientras el sector bancario tiene otra vez su rentabilidad y sus bonificaciones, el crédito no se ha recuperado, a pesar de que los tipos de interés a corto y largo plazo están en mínimos históricos.
Los bancos aseguran que lo que restringe el crédito es la falta de prestatarios confiables, producto del mal estado de la economía. Y algunos datos clave indican que tienen razón, al menos en parte. Después de todo, las empresas grandes atesoran unos cuantos billones de dólares en reservas de efectivo, o sea que no es la falta de dinero lo que les impide invertir y tomar trabajadores. Pero para algunas empresas pequeñas, quizá para muchas, la situación es muy diferente: están tan necesitadas de fondos que no pueden crecer, y muchas se ven obligadas a achicarse.
Como sea, la inversión empresarial en términos generales (sin contar la construcción) está otra vez en un 10% del PIB (antes de la crisis era del 10,6%). Con la capacidad excedente que hay en el sector inmobiliario, no es de esperar que la confianza vuelva pronto a los niveles de antes de la crisis (independientemente de las medidas que se tomen en relación con el sector bancario).
El factor evidente que precipitó la crisis fue la imprudencia imperdonable del sector financiero, sumada a la insensatez de una desregulación que le dio rienda suelta. La herencia que nos dejó (capacidad excedente en el sector inmobiliario y hogares demasiado endeudados) dificulta todavía más la recuperación.
Pero la economía se encontraba muy mal ya antes de la crisis, y la burbuja inmobiliaria no hizo más que ocultar sus debilidades. Si no hubiera estado la burbuja para estimular el consumo, se habría producido una enorme escasez de demanda agregada. Lo que ocurrió en cambio fue que la tasa de ahorro personal se redujo a apenas el 1%, mientras el 80% de los estadounidenses menos pudientes gastaban cada año aproximadamente el 110% de sus ingresos. Incluso si el sector financiero se recuperara completamente y estos estadounidenses pródigos no hubieran aprendido nada sobre la importancia del ahorro, su consumo no superaría el 100% de sus ingresos. Así que todos los que hablan de un “regreso” del consumo (incluso después del desendeudamiento) viven en un mundo de fantasía.
Es cierto que para una recuperación económica era necesario poner en orden el sector financiero, pero esto no alcanza. Para comprender las medidas que hay que tomar, debemos entender los problemas que afectaban a la economía antes de la crisis.
En primer lugar, los Estados Unidos y el mundo fueron víctimas de su propio éxito. El acelerado aumento de la productividad en el sector industrial superó el crecimiento de la demanda, lo que supuso una reducción del nivel de empleo en ese sector. Esto implicaba un desplazamiento de mano de obra al sector de servicios.
El problema es similar al que se presentó a principios del siglo XX, cuando un rápido crecimiento de la productividad en el sector agrícola obligó a la mano de obra a mudarse de las áreas rurales a los centros fabriles urbanos. Con una caída de los ingresos agrícolas superior al 50% entre 1929 y 1932, era de esperar que se produjera una migración a gran escala. Pero los trabajadores quedaron “atrapados” en el sector rural, porque no tenían recursos para trasladarse; y la caída de sus ingresos debilitó de tal modo la demanda agregada que el desempleo industrial y urbano se disparó.
La necesidad que tienen los Estados Unidos y Europa de retirar mano de obra del sector industrial se agrava por el cambio de las ventajas comparativas: además de que hay un límite global para la cantidad de empleos fabriles, una proporción mayor de esos puestos de trabajo se irá a otros países.
Mientras tanto, la globalización fue uno de los factores (aunque no el único) que contribuyeron a que surgiera el segundo problema clave: el aumento de la desigualdad. Como una parte de los ingresos se trasladó de personas que los gastan a personas que no los gastan, la demanda agregada se redujo. Asimismo, el enorme encarecimiento de la energía derivó poder adquisitivo de los Estados Unidos y Europa a los países productores de petróleo, que al darse cuenta de la volatilidad de sus precios, eligieron acertadamente ahorrar gran parte de esta renta.
El tercer y último problema que contribuye a la debilidad de la demanda agregada global es la masiva acumulación de reservas en divisa extranjera por parte de los mercados emergentes (que en parte es una reacción a los errores cometidos por el Fondo Monetario Internacional y el Tesoro de los Estados Unidos en el manejo de la crisis asiática de 1997 y 1998). Al darse cuenta de que la falta de reservas los ponía en riesgo de perder la soberanía económica, muchos países se dijeron: “Nunca más”. Pero si bien la acumulación de reservas los protegió (acumulación que en las economías emergentes y en vías de desarrollo actualmente anda por los 7,6 billones de dólares), el dinero que se destina a reservas es dinero que no se gasta.
En cuanto a la solución de estos problemas subyacentes ¿dónde nos encontramos? En relación con el primero, como los países que acumularon grandes reservas pudieron capear mejor la crisis económica, el incentivo a seguir acumulando aumenta todavía más.
Paralelamente, los banqueros tienen otra vez sus bonificaciones, pero los trabajadores ven cómo sus salarios pierden valor y sus horas de trabajo se reducen, lo que amplía todavía más la brecha de ingresos. Encima, los Estados Unidos no se han librado de su dependencia del petróleo. Este verano [del hemisferio norte] el precio del petróleo volvió a subir por encima de los 100 dólares por barril (y todavía se mantiene alto), lo que significa una nueva transferencia de divisas a los países exportadores de petróleo. Mientras tanto, la transformación estructural de las economías avanzadas, necesaria para poder retirar mano de obra de los sectores industriales tradicionales, avanza muy lentamente.
El Estado es un actor protagónico en la financiación de los servicios que necesita la gente, por ejemplo la educación y la atención de la salud. Y para restaurar la competitividad en Europa y los Estados Unidos, los programas de educación y formación con fondos estatales serán fundamentales. Pero a ambos lados del Atlántico se optó por la austeridad fiscal, con lo que prácticamente está garantizado que la transición de esas economías será lenta.
La receta para el mal que aqueja a la economía global se deduce inmediatamente a partir del diagnóstico: hacen falta sólidos programas de gasto público que apunten a facilitar la reestructuración, promover el ahorro energético y reducir la desigualdad; y junto con esto, una reforma del sistema financiero internacional que cree alternativas a la acumulación de reservas.
Tarde o temprano, los líderes mundiales (y los votantes que los eligen) se darán cuenta de que es así, ya que conforme las perspectivas de crecimiento sigan empeorando, no les quedará otra alternativa. ¿Pero cuánto sufrimiento deberemos soportar hasta que eso ocurra?
Profesor de la Universidad de Columbia, premio Nobel de Economía y autor del libro Caída libre: Estados Unidos, el libre mercado y el hundimiento de la economía mundial. *
La crisis económica comenzada en 2007 continúa; mientras tanto, una pregunta obvia ronda las cabezas de todos: ¿por qué? Si no logramos una mejor comprensión de las causas de la crisis, no podremos implementar una estrategia eficaz de recuperación. Y por el momento, no tenemos ni lo uno ni lo otro.
Se nos dijo que fue una crisis financiera y que por eso los gobiernos de ambos lados del Atlántico se concentraron en los bancos. Se nos aseguró además que los programas de estímulo eran un paliativo temporal necesario para pasar el mal momento, hasta que el sector financiero se recuperara y resurgiera el crédito privado. Pero mientras el sector bancario tiene otra vez su rentabilidad y sus bonificaciones, el crédito no se ha recuperado, a pesar de que los tipos de interés a corto y largo plazo están en mínimos históricos.
Los bancos aseguran que lo que restringe el crédito es la falta de prestatarios confiables, producto del mal estado de la economía. Y algunos datos clave indican que tienen razón, al menos en parte. Después de todo, las empresas grandes atesoran unos cuantos billones de dólares en reservas de efectivo, o sea que no es la falta de dinero lo que les impide invertir y tomar trabajadores. Pero para algunas empresas pequeñas, quizá para muchas, la situación es muy diferente: están tan necesitadas de fondos que no pueden crecer, y muchas se ven obligadas a achicarse.
Como sea, la inversión empresarial en términos generales (sin contar la construcción) está otra vez en un 10% del PIB (antes de la crisis era del 10,6%). Con la capacidad excedente que hay en el sector inmobiliario, no es de esperar que la confianza vuelva pronto a los niveles de antes de la crisis (independientemente de las medidas que se tomen en relación con el sector bancario).
El factor evidente que precipitó la crisis fue la imprudencia imperdonable del sector financiero, sumada a la insensatez de una desregulación que le dio rienda suelta. La herencia que nos dejó (capacidad excedente en el sector inmobiliario y hogares demasiado endeudados) dificulta todavía más la recuperación.
Pero la economía se encontraba muy mal ya antes de la crisis, y la burbuja inmobiliaria no hizo más que ocultar sus debilidades. Si no hubiera estado la burbuja para estimular el consumo, se habría producido una enorme escasez de demanda agregada. Lo que ocurrió en cambio fue que la tasa de ahorro personal se redujo a apenas el 1%, mientras el 80% de los estadounidenses menos pudientes gastaban cada año aproximadamente el 110% de sus ingresos. Incluso si el sector financiero se recuperara completamente y estos estadounidenses pródigos no hubieran aprendido nada sobre la importancia del ahorro, su consumo no superaría el 100% de sus ingresos. Así que todos los que hablan de un “regreso” del consumo (incluso después del desendeudamiento) viven en un mundo de fantasía.
Es cierto que para una recuperación económica era necesario poner en orden el sector financiero, pero esto no alcanza. Para comprender las medidas que hay que tomar, debemos entender los problemas que afectaban a la economía antes de la crisis.
En primer lugar, los Estados Unidos y el mundo fueron víctimas de su propio éxito. El acelerado aumento de la productividad en el sector industrial superó el crecimiento de la demanda, lo que supuso una reducción del nivel de empleo en ese sector. Esto implicaba un desplazamiento de mano de obra al sector de servicios.
El problema es similar al que se presentó a principios del siglo XX, cuando un rápido crecimiento de la productividad en el sector agrícola obligó a la mano de obra a mudarse de las áreas rurales a los centros fabriles urbanos. Con una caída de los ingresos agrícolas superior al 50% entre 1929 y 1932, era de esperar que se produjera una migración a gran escala. Pero los trabajadores quedaron “atrapados” en el sector rural, porque no tenían recursos para trasladarse; y la caída de sus ingresos debilitó de tal modo la demanda agregada que el desempleo industrial y urbano se disparó.
La necesidad que tienen los Estados Unidos y Europa de retirar mano de obra del sector industrial se agrava por el cambio de las ventajas comparativas: además de que hay un límite global para la cantidad de empleos fabriles, una proporción mayor de esos puestos de trabajo se irá a otros países.
Mientras tanto, la globalización fue uno de los factores (aunque no el único) que contribuyeron a que surgiera el segundo problema clave: el aumento de la desigualdad. Como una parte de los ingresos se trasladó de personas que los gastan a personas que no los gastan, la demanda agregada se redujo. Asimismo, el enorme encarecimiento de la energía derivó poder adquisitivo de los Estados Unidos y Europa a los países productores de petróleo, que al darse cuenta de la volatilidad de sus precios, eligieron acertadamente ahorrar gran parte de esta renta.
El tercer y último problema que contribuye a la debilidad de la demanda agregada global es la masiva acumulación de reservas en divisa extranjera por parte de los mercados emergentes (que en parte es una reacción a los errores cometidos por el Fondo Monetario Internacional y el Tesoro de los Estados Unidos en el manejo de la crisis asiática de 1997 y 1998). Al darse cuenta de que la falta de reservas los ponía en riesgo de perder la soberanía económica, muchos países se dijeron: “Nunca más”. Pero si bien la acumulación de reservas los protegió (acumulación que en las economías emergentes y en vías de desarrollo actualmente anda por los 7,6 billones de dólares), el dinero que se destina a reservas es dinero que no se gasta.
En cuanto a la solución de estos problemas subyacentes ¿dónde nos encontramos? En relación con el primero, como los países que acumularon grandes reservas pudieron capear mejor la crisis económica, el incentivo a seguir acumulando aumenta todavía más.
Paralelamente, los banqueros tienen otra vez sus bonificaciones, pero los trabajadores ven cómo sus salarios pierden valor y sus horas de trabajo se reducen, lo que amplía todavía más la brecha de ingresos. Encima, los Estados Unidos no se han librado de su dependencia del petróleo. Este verano [del hemisferio norte] el precio del petróleo volvió a subir por encima de los 100 dólares por barril (y todavía se mantiene alto), lo que significa una nueva transferencia de divisas a los países exportadores de petróleo. Mientras tanto, la transformación estructural de las economías avanzadas, necesaria para poder retirar mano de obra de los sectores industriales tradicionales, avanza muy lentamente.
El Estado es un actor protagónico en la financiación de los servicios que necesita la gente, por ejemplo la educación y la atención de la salud. Y para restaurar la competitividad en Europa y los Estados Unidos, los programas de educación y formación con fondos estatales serán fundamentales. Pero a ambos lados del Atlántico se optó por la austeridad fiscal, con lo que prácticamente está garantizado que la transición de esas economías será lenta.
La receta para el mal que aqueja a la economía global se deduce inmediatamente a partir del diagnóstico: hacen falta sólidos programas de gasto público que apunten a facilitar la reestructuración, promover el ahorro energético y reducir la desigualdad; y junto con esto, una reforma del sistema financiero internacional que cree alternativas a la acumulación de reservas.
Tarde o temprano, los líderes mundiales (y los votantes que los eligen) se darán cuenta de que es así, ya que conforme las perspectivas de crecimiento sigan empeorando, no les quedará otra alternativa. ¿Pero cuánto sufrimiento deberemos soportar hasta que eso ocurra?
Profesor de la Universidad de Columbia, premio Nobel de Economía y autor del libro Caída libre: Estados Unidos, el libre mercado y el hundimiento de la economía mundial. *
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