Llámenme raro, pero de verdad que estoy disfrutando con el espectáculo de Mitt Romney interpretando la danza de los siete velos, en parte, claro está, por voyeurismo, pero también porque ya era hora de que tuviéramos esta conversación.
El tema de esta danza, para aquellos que no han estado prestando atención, son los impuestos, sus propios impuestos. Aunque divulgar la declaración de la renta es una práctica habitual entre los candidatos políticos, Romney nunca lo ha hecho y, al principio, puso trabas al asunto, a pesar de que se presenta para presidente. Más tarde dijo que seguramente paga solo el 15% de sus ingresos en impuestos, y dio a entender que a lo mejor divulga su declaración de 2011.
Sin embargo, con todo y eso, se verá presionado para que dé a conocer también las declaraciones anteriores, como hizo su padre, que divulgó 12 años de declaraciones cuando fue candidato a la presidencia. (Romney padre, por cierto, pagaba el 37% de sus ingresos en impuestos).
Y la opinión pública tiene derecho a ver los años anteriores: es posible que en 2011, con la campaña en el horizonte, Romney haya reorganizado su cartera para restar importancia a temas incómodos como sus cuentas en las islas Caimán o su uso de la justamente vilipendiada exención fiscal de la "participación en beneficios".
Pero la gran pregunta no es lo que las declaraciones de la renta de Mitt Romney nos dicen sobre Mitt Romney; es lo que nos dicen sobre la política fiscal estadounidense. ¿Hay una buena razón por la que la carga fiscal de los ricos deba ser tan increíblemente ligera?
Porque lo es. Si Romney está diciendo la verdad sobre sus impuestos, es más o menos típico de los muy ricos. Desde 1992, el Internal Revenue Service [la Hacienda estadounidense] ha estado publicando datos sobre ingresos e impuestos de los 400 contribuyentes con las rentas más altas. En 2008, el año más reciente del que se dispone de datos, estos contribuyentes pagaron solo el 18,1% de sus ingresos en impuestos sobre la renta federales; en 2007 pagaron solo el 16,6%. Si tenemos en cuenta que los ricos pagan bien poco en impuestos sobre nóminas o en impuestos estatales y locales -unas cargas importantes para las familias de clase media-, esto significa que los contribuyentes con las rentas más altas tienen que pagar menos impuestos que muchos trabajadores de a pie.
La razón principal por la que los ricos pagan tan poco es que la mayor parte de sus ingresos adoptan la forma de plusvalías, que están gravadas con un tipo máximo del 15%, muy por debajo del máximo que se aplica a sueldos y salarios. De modo que la cuestión es si las plusvalías -tres cuartas partes de las cuales van a parar al 1% más alto de la distribución de la renta- merecen un tratamiento especial.
Los defensores de los impuestos bajos para los ricos esgrimen fundamentalmente dos argumentos: que los impuestos sobre plusvalías bajos son un principio consagrado por el tiempo, y que se necesitan para fomentar el crecimiento económico y la creación de puestos de trabajo. Ambas afirmaciones son falsas.
Cuando oigan hablar de los impuestos tan, tan, bajos de gente como Romney, lo que necesitan saber es que no siempre ha sido así, y los días en que los superricos pagaban impuestos mucho más altos no son tan lejanos. En 1986, Ronald Reagan -sí, Ronald Reagan- firmó una reforma fiscal que igualaba los tipos más altos sobre los rendimientos del trabajo personal y las plusvalías en un 28%. El tipo del impuesto aumentó más, hasta superar el 29%, durante el primer mandato de Bill Clinton.
Los impuestos sobre plusvalías bajos se remontan a 1997, cuando Clinton alcanzó un pacto con los republicanos en el Congreso por el cual redujo los impuestos para los ricos a cambio de la creación del Programa de Seguro de Salud Infantil. Y los tipos ultrabajos de hoy en día -los más inferiores desde los tiempos de Herbert Hoover- no se introdujeron hasta 2003, cuando el expresidente George W. Bush presionó parra que se aprobara una rebaja del impuesto sobre plusvalías y una reducción del impuesto sobre dividendos en el Congreso, algo que consiguió explotando la quimera del triunfo en Irak.
Los bajos impuestos de los muy ricos también son un acontecimiento reciente. Durante el primer mandato de Clinton, los 400 contribuyentes con las rentas más altas pagaban cerca del 30% de sus ingresos en impuestos federales, e incluso después del pacto fiscal pagaban considerablemente más de lo que han estado pagando desde el recorte de 2003.
Entonces, ¿es esencial que los ricos reciban unas exenciones fiscales de ese calibre? Hay razones teóricas para otorgar un tratamiento especial a las plusvalías, pero también hay argumentos teóricos y prácticos en contra de ese tratamiento especial. En concreto, el enorme desfase entre los impuestos sobre rendimientos del trabajo personal y los impuestos sobre rendimientos no salariales crea un perverso incentivo para organizarse de modo que los ingresos aparezcan en la categoría "correcta".
Y está claro que el historial económico no corrobora la idea de que los impuestos superbajos para los superricos sean la clave de la prosperidad. Durante aquel primer mandato de Clinton, cuando los muy ricos pagaban impuestos mucho más altos que ahora, la economía creó 11,5 millones de puestos de trabajo, lo cual desluce todo lo logrado durante los años buenos del Gobierno de Bush.
Por eso, el baile fiscal de Romney nos está haciendo un favor a todos al poner de relieve las insensatas, injustas y caras atenciones con que se está colmando a la clase alta-alta. En un momento en que la gente que se autodenomina seria está diciéndonos que los pobres y la clase media deben sufrir en nombre de la honradez fiscal, unos impuestos así de bajos para los muy ricos son indefendibles.
Paul Krugman es profesor de Economía en Princeton y premio Nobel de 2008.
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