sábado, 18 de febrero de 2012

Capitalismo coronario

Kenneth Rogoff Por Kenneth Rogoff*


Las fallas generalizadas y sistemáticas en el tema de la regulación representan los problemas evidentes de los que nadie quiere hablar cuando se trata de reformar el capitalismo occidental de hoy. Sí, se ha hablado mucho de la dañina dinámica política, regulatoria y financiera que originó el ataque cardiaco de la economía global en 2008 (con lo que comenzó lo que Carmen Reinhart y yo llamamos “La segunda gran contracción”.) ¿Sin embargo, es sólo un problema de la industria financiera, o es un ejemplo de una deficiencia más profunda del capitalismo occidental?
Consideremos la industria de los alimentos, en particular, pensemos en la mala influencia que a veces tiene en la nutrición y en la salud. Las tasas de obesidad se están disparando en todo el mundo, aunque entre los países más grandes, tal vez el problema es más grave en los Estados Unidos. Según los Centros para el control y prevención de enfermedades de los Estados Unidos, aproximadamente una tercera parte de los adultos de ese país son obesos (indicado por el índice de masa corporal superior a 30). Lo que es todavía más sorprendente es que uno de cada seis niños y adolescentes son obesos, un porcentaje que se ha triplicado desde 1980. (Para su conocimiento: mi esposa produce un programa de televisión y de Internet llamado kickinkitchen.tv que tiene como objetivo luchar contra la obesidad infantil.)
Por supuesto, los problemas de la industria de los alimentos los han puesto de relieve enérgicamente expertos en nutrición y salud, incluidos Michael Pollin y David Katz, e indudablemente también lo han hecho muchos economistas. Además, hay muchos otros ejemplos en una amplia variedad de productos y servicios en donde se podrían encontrar cuestiones similares. Sin embargo, me quiero enfocar en la relación que hay entre la industria de los alimentos y los problemas más graves del capitalismo contemporáneo (que sin duda ha facilitado el auge de obesidad en todo el mundo), y la razón por la que el sistema político estadounidense le ha dedicado muy poca atención al asunto (aunque la Primera Dama, Michelle Obama, ha hecho importantes esfuerzos para crear conciencia sobre el problema).

La obesidad afecta la esperanza de vida de muchas maneras, que van desde las enfermedades cardiovasculares hasta algunos tipos de cáncer. Además, la obesidad –ciertamente la mórbida- puede afectar la calidad de vida. Los costos no sólo los asume el individuo sino también la sociedad –directamente, a través del sistema de servicios de salud, e indirectamente, mediante la pérdida de productividad, por ejemplo, y mayores costos de transporte (más combustible de avión, asientos más amplios, etc.).
Sin embargo, la epidemia de la obesidad no interrumpe en absoluto el crecimiento. Los alimentos altamente procesados a base de maíz que tienen numerosos aditivos químicos son bien conocidos por ser un importante motor del aumento de peso, pero, desde una perspectiva convencional de contabilidad del crecimiento, son excelentes. Las grandes empresas agrícolas reciben dinero por producir maíz (a menudo subsidiado por el gobierno), y los procesadores de alimentos reciben dinero por añadir toneladas de químicos para crear un producto adictivo –y por lo tanto irresistible. Al mismo tiempo, los científicos reciben dinero por encontrar la mezcla exacta de sal, azúcar y químicos para hacer altamente adictiva la comida instantánea más nueva; los anunciantes reciben dinero por promoverla; y al final, la industria de la salud gana fortunas al tratar la enfermedad que inevitablemente se produce.
El capitalismo coronario es fantástico para el mercado bursátil, que incluye compañías en todas estas industrias. Los alimentos altamente procesados también son buenos para la creación de empleos, incluidos los de alto nivel en las áreas de la investigación, la publicidad y los servicios de salud.
Entonces, ¿quién podría quejarse? Ciertamente no los políticos, que son reelegidos cuando abundan los empleos y los precios de las acciones están a la alza – y obtienen donaciones de todas las industrias que participan en la producción de alimentos procesados. En efecto, en los Estados Unidos los políticos que osaran hablar de las implicaciones de los alimentos procesados para la salud, el medio ambiente o la sustentabilidad, se quedarían en numerosas ocasiones sin financiamiento para sus campañas.
Cierto, las fuerzas del mercado han alentado la innovación, que continuamente ha reducido los precios de los alimentos procesados, mientras que los precios de las frutas y vegetales que todos conocemos han subido. Es un punto razonable, pero pasa por alto el enorme fracaso del mercado.
Los consumidores reciben muy poca información en las escuelas, bibliotecas o campañas de salud; en cambio, los mensajes publicitarios los inundan con información errónea. Las circunstancias de los niños son especialmente alarmantes. Dado que en la mayor parte de los países hay pocos recursos para tener una televisión pública de alta calidad, los niños quedan cooptados por los canales que pagan los anunciantes, incluidos los de la industria de alimentos.
Más allá de la desinformación, los productores tienen pocos incentivos para confrontar los costos del daño ambiental que provocan. Igualmente, los consumidores no tienen muchos motivos para asumir los costos de salud relacionados con la elección de sus alimentos.
Sería suficientemente grave que nuestros únicos problemas fueran los ataques al corazón que provoca la industria de los alimentos y el fenómeno económico equivalente que facilita la industria financiera. Sin embargo, la dinámica patológica del marco regulatorio, político y económico que caracteriza a estas industrias es mucho más dañina. Necesitamos desarrollar instituciones nuevas y mucho mejores para proteger los intereses de largo plazo de la sociedad.
Por supuesto, el equilibrio entre la soberanía de los consumidores y el paternalismo siempre es un asunto delicado. No obstante, bien podríamos empezar a crear un equilibrio más sano que el que tenemos ahora mediante información pública más efectiva a través de una amplia gama de plataformas para que las personas puedan empezar a tomar decisiones de consumo y políticas mejor fundamentadas.


Kenneth Rogoff, profesor de Economía y Políticas Públicas de la Universidad de Harvard fue economista en jefe del FMI.*

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