Michael Spence* |
Los mercados y los incentivos capitalistas cuentan con grandes ventajas para fomentar la eficiencia, el crecimiento y la innovación económicos y, como argumentó convincentemente Ben Friedman, de la Universidad de Harvard, en su libro The Moral Consequences of Growth (“Las consecuencias morales del Crecimiento”) de 2006, el crecimiento económico es bueno para las sociedades abiertas y democráticas, pero los mercados y los incentivos capitalistas presentan claras deficiencias a la hora de garantizar la estabilidad, la equidad y la sostenibilidad, que pueden afectar negativamente a la cohesión política y social.
Evidentemente, la de abandonar los sistemas capitalistas de mercado e implícitamente el crecimiento no es una opción en realidad. Colectivamente, no tenemos otra opción que la de adaptar el sistema a las condiciones mundiales y tecnológicas cambiantes para lograr la estabilidad, la equidad (tanto en oportunidades como en resultados) y la sostenibilidad. De esos tres imperativos, la sostenibilidad puede ser el más complejo y arduo.
Para muchas personas, la sostenibilidad está relacionada con los recursos naturales finitos y el medio ambiente. En el próximo cuarto de siglo, el tamaño de la economía mundial probablemente se triplicará, gracias en gran medida al crecimiento en los países en desarrollo, a medida que vayan alcanzando ingresos propios de los países desarrollados y adoptando modalidades de consumo similares. Así, pues, existe un temor fundado de que los recursos naturales del planeta (en sentido amplio) y las capacidades de recuperación no resistan la presión.
Para algunos, esa lógica conduce a la conclusión de que el crecimiento es el problema y de que un menor crecimiento es la solución, pero en los países en desarrollo, donde sólo el crecimiento sostenido puede sacar a la población de la pobreza, limitarlo no es la solución. La opción substitutiva es la de cambiar el modelo de crecimiento para atenuar las repercusiones en los recursos naturales y el medio ambiente de unos mayores niveles de actividad económica.
Pero no existe una opción substitutiva que podamos adoptar todos. Cambiar el modelo de crecimiento significa inventar otro nuevo, gradualmente, a partir de partes complementarias. Los dos ingredientes decisivos parecen ser la educación y los valores. Todo el mundo –y no sólo las autoridades– debe entender las consecuencias de nuestras opciones individuales y colectivas. Debemos comprender, por ejemplo, que el aumento de la población y de los niveles de consumo tiene consecuencias intergeneracionales y que la forma como actuemos afectará a los estilos de vida y las oportunidades de nuestros hijos y nietos.
Hasta ahora, la calidad de nuestras opciones ha sido deficiente, al reflejar poca sensibilidad para con la sostenibilidad y las repercusiones de nuestras opciones para las generaciones futuras. A consecuencia de ello, muchos países desarrollados han acumulado deudas públicas peligrosamente grandes e incluso otros riesgos aún mayores debidos a modalidades de crecimiento insostenibles.
La mayoría no seguimos conscientemente –creo yo– opciones que afecten negativamente a las generaciones futuras, por lo que tal vez se deban a un conocimiento deficiente de sus consecuencias. Además, una vez que se opta por una vía de riesgo y sin financiación, resulta difícil de abandonar, porque en el punto de partida una generación está pagando por compromisos pasados y al menos empezando a financiar a las futuras. Parece injusto, porque lo es.
La mayoría de las personas convendrían en que vivir, colectivamente, por encima de nuestras posibilidades, mediante servicios y seguridad sociales no financiados o una utilización desproporcionada de los recursos, impone una carga a nuestra descendencia, pero, aun así, podríamos no ponernos de acuerdo sobre quién debe pagar la financiación de esos programas o sobre la reducción de nuestro consumo de los recursos. Con demasiada frecuencia resulta más fácil abordar el problema distributivo trasladando la carga a los que no están presentes y que están insuficientemente representados por quienes sí que lo están.
La educación y los valores son el fundamento para las opciones racionales individuales y, en última instancia, colectivas. Sin ellos, los incentivos y las políticas que, según sostienen los economistas con razón, son necesarios para aumentar la eficiencia energética, limitar las emisiones de carbono, economizar la utilización del agua y muchas otras cosas carecerán de apoyo y fallarán en el proceso democrático de adopción de decisiones.
Para que triunfe la sostenibilidad, debe ser un proceso ascendente. Los ecologistas están en lo cierto al centrarse en la educación y las opciones individuales, aun cuando sus propuestas normativas no siempre acierten. La educación y los valores impulsarán la innovación local, modificarán los estilos de vida y cambiarán las normas sociales. También afectarán al comportamiento empresarial mediante las opciones de los clientes y los empleados, incluidos los dirigentes empresariales. Así, pues, son componentes esenciales de las fórmulas necesarias para perseguir modalidades sostenibles de crecimiento.
Pero, si bien la educación y los valores son necesarios, está claro que no son suficientes. Las políticas nacionales y los acuerdos internacionales complementarios requerirán un detenido análisis económico y científico y opciones meditadas. La necesidad de compartir las cargas, en particular entre los países en desarrollo y los desarrollados, no desaparecerá por arte de magia. No se deben confundir los riesgos del cambio climático, pese a ser graves, con todo el programa en materia de sostenibilidad.
Hay medidas claras que se pueden adoptar. Una reglamentación apropiada y unos horizontes suficientemente largos pueden volver mucho más eficientes las estructuras de todas clases, sin imponer costos onerosos. De forma similar, el transporte puede pasar a ser menos consumidor de energía sin limitar la movilidad. Algunos de esos cambios podrían ser objeto de una coordinación internacional para evitar repercusiones negativas en la competitividad, ya sean reales o aparentes.
Pero demasiada coordinación puede ser negativa. Ésa es la razón por la que las negociaciones sobre el cambio climático están pasando, del descaminado objetivo de conseguir a cincuenta años vista compromisos arriesgados con metas vinculantes en materia de emisiones de carbono, a centrarse en procesos paralelos y graduales, incluidos unos mejores sistemas de transporte, una mayor eficiencia energética y una mejor planificación urbana, y en el aprendizaje sobre la marcha. Asimismo, las empresas e industrias que usan grandes cantidades de agua crearán, sencillamente, nuevas tecnologías y prosperarán a pesar de la escasez.
El progreso se ha visto facilitado por la conciencia en aumento en la populosa Asia –y en los países en desarrollo en general– de que la sostenibilidad es la clave para lograr sus objetivos de crecimiento a largo plazo. Esa perspectiva tal vez se produzca de forma más natural en un medio en el que se dé un crecimiento rápido, porque, para ser sostenibles, sus modelos de crecimiento requieren una revisión y una adaptación continuas.
Con el tiempo, los valores cambian a medida que se adquieren y difunden los conocimientos. Es probable que les sigan políticas en pro de la sostenibilidad. Lo que no se sabe es si llegaremos a ese punto con la suficiente rapidez para evitar trastornos muy graves o incluso posibles conflictos.
Michael Spence, premio Nobel de economía, es profesor de Economía en la Escuela Stern de Administración de Empresas de la Universidad de Nueva York, miembro visitante distinguido del Consejo de Relaciones Exteriores, Presidente del Consejo Académico del Instituto Mundial Fung de Hong Kong e investigador superior de la Institución Hoover de la Universidad de Stanford. Su último libro es The Next Convergence – The Future of Economic Growth in a Multispeed World (“La próxima convergencia. El futuro del crecimiento económico en un mundo con múltiples velocidades”).*
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