Por Joseph Stiglitz
Project Syndicate
Después de una dura campaña electoral cuyo costo superó holgadamente los 2 mil millones de dólares, para muchos observadores los cambios en la política estadounidense no fueron tantos: Barack Obama aún es presidente, los republicanos todavía controlan la Cámara de Representantes y los demócratas mantienen su mayoría en el Senado. Estados Unidos enfrenta un «precipicio fiscal» –aumentos en los impuestos y recortes en el gasto automáticos a partir de principios de 2013, que muy probablemente llevarán a la economía a una recesión a menos que se logre un acuerdo bipartidario sobre una alternativa fiscal– ¿podría haber algo peor que una parálisis política ininterrumpida?
Project Syndicate
Después de una dura campaña electoral cuyo costo superó holgadamente los 2 mil millones de dólares, para muchos observadores los cambios en la política estadounidense no fueron tantos: Barack Obama aún es presidente, los republicanos todavía controlan la Cámara de Representantes y los demócratas mantienen su mayoría en el Senado. Estados Unidos enfrenta un «precipicio fiscal» –aumentos en los impuestos y recortes en el gasto automáticos a partir de principios de 2013, que muy probablemente llevarán a la economía a una recesión a menos que se logre un acuerdo bipartidario sobre una alternativa fiscal– ¿podría haber algo peor que una parálisis política ininterrumpida?
De hecho,
la elección tuvo varios efectos saludables –más allá de mostrar que el
gasto corporativo desenfrenado no puede comprar una elección y que los
cambios demográficos en EE. UU. pueden condenar al extremismo
republicano. La campaña explícita de los republicanos en algunos estados
para privar del derecho al voto a ciertas personas –como en
Pensilvania, donde intentaron dificultar que los afroamericanos y
latinos se registrasen para votar– resultó contraproducente: quienes
vieron sus derechos amenazados encontraron motivos para entrar en acción
y ejercerlos. En Massachusetts, Elizabeth Warren, una profesora de
derecho de Harvard e incansable defensora de reformas para proteger al
ciudadano común de las prácticas abusivas de los bancos, ganó una banca
en el Senado.
Algunos de
los asesores de Mitt Romney parecieron desconcertados por la victoria de
Obama: ¿no se definían las elecciones con los temas económicos?
Confiaban en que los estadounidenses olvidarían que el afán desregulador
de los republicanos había llevado a la economía al borde de la ruina, y
en que los votantes no hubiesen notado como su intransigencia en el
Congreso había evitado la implementación de políticas más eficaces tras
la crisis de 2008. Los votantes, supusieron, se centrarían solo en el
malestar económico del momento.
Los
republicanos debieron prever el interés estadounidense por cuestiones
como la quita del derecho al voto y la igualdad para ambos sexos, pero
no lo hicieron. Si bien estos temas se refieren al núcleo de los valores
del país –lo que implica para nosotros la democracia y los límites a la
intromisión gubernamental en las vidas de las personas– también son
cuestiones económicas. Como explico en mi libro The Price of Inequality (El precio de la desigualdad),
gran parte del aumento de la desigualdad económica en EE. UU. puede
atribuirse a un gobierno en el cual los ricos tienen una influencia
desproporcionada –y la usan para afianzarse. Obviamente, cuestiones como
los derechos reproductivos y el casamiento homosexual también tienen
grandes consecuencias económicas.
En
términos de la política económica para los próximos cuatro años, la
causa principal de celebración poselectoral es que los EE. UU. han
evitado medidas que hubieran impulsado el país hacia la recesión,
aumentado desigualdad, impuesto más penurias a los ancianos e impedido
el acceso al cuidado de la salud a millones de estadounidenses.
Más allá de eso, esto es lo que los estadounidenses deberían
esperar: una ley sólida de «empleo» –basada en inversiones en
educación, atención sanitaria, tecnología e infraestructura– que
estimule la economía, restablezca el crecimiento, reduzca el desempleo y
genere ingresos impositivos que superen a sus costos con un amplio
margen para mejorar la posición fiscal del país. También pueden esperar
un programa de vivienda que finalmente se ocupe de la crisis
estadounidense de las ejecuciones de hipotecas.
Además
es necesario un programa integral para aumentar las oportunidades
económicas y reducir la desigualdad –su meta será eliminar durante la
próxima década el dudoso honor estadounidense de ser el país avanzado
con la mayor desigualdad y la menor movilidad social. Esto implica,
entre otras cosas, un sistema impositivo justo, más progresivo y que
elimine las distorsiones y los vacíos legales que permiten a los
especuladores pagar impuestos a tasas efectivas menores que las que
deben afrontar quienes trabajan para ganarse la vida, y que los ricos
usen las Islas Caimán para evitar pagar la contribución que les
corresponde.
Estados
Unidos –y el mundo– también se beneficiarían con una política energética
que reduzca su dependencia de las importaciones, tanto por un aumento
de su producción local como por la reducción del consumo, y que
reconozca los riesgos que implica el calentamiento global. Además, la
política de ciencia y tecnología estadounidense debe reflejar que los
aumentos de largo plazo en los estándares de vida dependen del
crecimiento de la productividad, que refleja el progreso tecnológico que
supone cimientos sólidos en la investigación básica.
Finalmente,
EE. UU. necesita un sistema financiero que sirva a toda la sociedad en
vez de funcionar como un fin en sí mismo. Eso significa que el foco del
sistema debe desplazarse de los intercambios especulativos y las
negociaciones con cartera propia a los préstamos y la creación de
empleos, algo que implica reformas en la regulación del sector
financiero y de las leyes antimonopolio y de gobierno corporativo, junto
con la cohesión necesaria para garantizar que los mercados no se
conviertan en casinos manipulados.
La
globalización ha llevado a que todos los países sean más
interdependientes y requieran una mayor cooperación mundial. Podríamos
esperar que Estados Unidos muestre un mayor liderazgo en la reforma del
sistema financiero global abogando por una regulación internacional más
fuerte, un sistema de reserva mundial y mejores formas para
reestructurar la deuda soberana; en ocuparse del calentamiento global;
en democratizar las instituciones económicas internacionales; y en
proporcionar asistencia a los países más pobres.
Los
estadounidenses deberían esperar todo esto, aunque no soy muy optimista
sobre las probabilidades de que lo obtengan. Es más probable que
Estados Unidos continúe con sus enredos –aquí otro pequeño programa para
los estudiantes y propietarios en dificultades, allá el final de los
recortes impositivos de la era Bush para los millonarios, pero sin una
reforma impositiva completa, recortes importantes en el gasto en defensa ni progresos significativos sobre el calentamiento global.
Con
la crisis del euro que probablemente continuará incólume, el continuo
malestar estadounidense no augura nada bueno para el crecimiento
mundial. Lo que es aún peor, en ausencia de un sólido liderazgo
estadounidense, los problemas globales de larga data –desde el cambio
climático hasta las urgentemente necesarias reformas del sistema
monetario internacional– continuarán enconándose. De todas formas,
debemos estar agradecidos: es mejor seguir en el mismo lugar que avanzar
en la dirección equivocada.
Premio Nobel de Economia, profesor de la Universidad de Columbia.
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