Por Randall Wray
Traducción de Casiopea Altisench
La
semana pasada, Allan Sheahan publicó una nota arguyendo que “Los puestos de
trabajo no son la respuesta” al problema estadounidense del desempleo. He aquí
su razonamiento:
“La
actual tasa de desempleo del 7,5% significa que cerca de 20 millones de
norteamericanos están o en el paro o subempleados. Nadie se resuelve a decir la
obvia verdad, a saber: que, quienquiera que esté en la Casa Blanca o en el
Congreso, el mercado laboral ha cambiado de tal modo, que nunca más habrá
suficientes puestos de trabajo para todos quienes quieran acceder a ellos. Hace
50 años los economistas predijeron que la automatización y la tecnología
desplazarían a miles de trabajadores cada año. Ahora hasta tenemos robots
haciendo trabajo humano. La pérdida de empleos sólo puede ir a peor, a medida
que avance el siglo XXI.”
En
efecto, los economistas han venido reconociendo esa posibilidad desde al menos
el principio del siglo XIX, cuando David Ricardo planteó el “problema de las
máquinas”. Los “robots” han venido haciendo “trabajo humano” desde la época de
Adam Smith y su fábrica de alfileres. O incluso desde que el primer protohumano
descubrió la palanca y su punto de apoyo para hacer el trabajo de cuatro.
Sin
embargo, el “desempleo” sólo ha existido desde el desarrollo de la producción
para el mercado. Nuestros ancestros tribales “trabajaban” unas doce hora
semanales para conseguir la alimentación, el vestido y el refugio precisos para
el nivel de vida que les resultaba aceptable. Y ocupaban el resto del tiempo
con otras actividades humanas que nosotros consideramos “cultura”: danza,
canto, tatuaje, chamanismo, piercing, sacrificios rituales, criar niños, contar
cuentos, casarse, discutir, dibujar y pensar.
Tampoco
conocieron el desempleo nuestro antepasados campesinos, que tenían acceso al
grueso de los medios de producción (la tierra agrícola). Puede que trabajaran
jornadas más largas, y veían desde luego a regañadientes cómo una parte cada
vez más grande de su producción se la quedaban los rapaces señores feudales.
Sólo cuando perdieron el acceso a la tierra a causa de los cercamientos, etc.,
su vida comenzó a depender del arbitrio de la clase suministradora de empleo.
Y
bien, ¿por qué la inexorable tendencia a la “robotización” desde los tiempos de
Adam Smith no llevó al desempleo de todo (o de la mayor parte de) el trabajo
humano? Primero, porque aumentó el nivel de vida (verosímilmente, porque no es
nada claro que vivamos mejor en todos los respectos que nuestros primos
tribales), hallando siempre vías mejores para emplear humanos que produzcan
productos que nuestros ancestros nunca supieron que necesitaban. En segundo
lugar, redujimos la semana laboral, añadiendo “fines de semana” y “festivos” y
reduciendo la tortura diaria de 16 horas a 12, y luego a 10 y finalmente a 8. Y
al menos en Norteamérica, aquí nos hemos quedado.
Por lo demás, de
cepa puritano/calvinista, los norteamericanos nunca aceptaron realmente la idea
de las vacaciones, de modo que, a diferencia de otras sociedades civilizadas de
la Tierra, no se contempla el derecho a las vacaciones pagadas, y el grueso de
los norteamericanos o no los disfruta o no las quiere.
Parece que en
los últimos años han crecido en los EEUU el desempleo y el subempleo. Hay
varias razones. Primero, los trabajos realmente pesados han abandonado el país
en busca de naciones en desarrollo como India, China y Vietnam. Por razones que
se me escapan, muchos de mis amigos de izquierda los quieren de vuelta. De una
u otra manera, han idealizado la vida en la fábrica (tal vez porque nunca
leyeron a Dickens o a Marx, ni trabajaron en la industria, ni prestaron
demasiada atención a las lecturas de historia que narraban el incendio en la fábrica
Pemberton Mill, en Lawrence, MA: según elBoston Globe: “La escena tras el desplome era de un horror
indescriptible. Centenares de hombres, mujeres y niños sepultados por las
ruinas. Algunos decían a sus amigos que no habían sufrido daños, pero habían
quedado apresados bajo y entre las vigas. Otros agonizaban o estaban muertos.
Todos los nervios en tensión para socorrer a los pobres desdichados, cuando,
triste es hasta narrarlo, se rompió una lámpara e incendió todo. En unos
instantes, las ruinas se convirtieron en un manto de llamas. Se sabe que 14
ardieron hasta la muerte ante los ojos de sus seres queridos, impotentes para
auxiliarles”.
Ya
pueden leer noticias de incendios y desplomes de estructuras que matan a
centenares de trabajadores atrapados tras las atrancadas puertas de las
fábricas en Asia, que nuestros progresistas quieren la vuelta a Norteamérica de
esos “buenos puestos de trabajo”.
Al
propio tiempo, denigran el tipo de trabajo que hacen la gran mayoría de los
trabajadores en todas las sociedades capitalistas ricas y desarrolladas: los
servicios. Hay todo tipo y variedad de esos trabajos: personal, financiero, de
atención al consumo, educativo, sanitario, de entretenimiento y de aseguradoras.
Son los puestos de trabajo del pasado, del presente y del futuro, pero han sido
olvidados o denigrados por los progresistas que suspiran por los tiempos en que
los trabajadores norteamericanos estaban al servicio de las máquinas.
Algunos
de esos puestos de trabajo del sector servicios serán realizados por robots,
otros se perderán por consecuencia del incremento de productividad. Es
inevitable, huelga decirlo.
Veo
en los noticieros que las prostitutas del futuro serán robots. No sé qué pensar
de ese desarrollo, pero es probablemente inevitable y desplazará a una miríada
de trabajadores humanos. (¿Echarán nuestros progresistas de menos la pérdida?)
Mi
propia profesión –la educación— conocerá con casi total certeza un
desplazamiento tecnológico, a medida que nos sirvamos cada vez más de métodos
de aprendizaje “a distancia” y on-line para
llegar a un número cada vez mayor de estudiantes. Los médicos ya hacen
diagnósticos y aun prestan asistencia a distancia, y no tardarán los robots en
hacer las operaciones quirúrgicas más delicadas, demasiado difíciles aun para
manos humanas bien entrenadas.
Tampoco
sé muy bien si es mejor tener dedos de robot para explorar las cavidades
corporales, pero pasará.
Me
he centrado en las economías desarrolladas, pero lo mismo ocurre por doquiera.
El desempleo global ya había batido un récord antes de que golpeara la Gran
Crisis Financiera (GCF) en 2008. La curva del empleo industrial chino pronto
empezará a declinar a un ritmo que hará parecer trivial la pérdida de puestos
de trabajo fabriles en los EEUU. La verdad es que resulta imposible que la
demanda global de los productos manufacturados sea lo suficientemente alta como
para sostener algo más que una proporción relativamente pequeña de puestos de
trabajo en el mundo (como antes la agricultura).
Nos
guste o no, los humanos tendrán que vérselas sobre todo con el sector servicios
para conseguir empleo pagado. Me gusta el chiste que dice que todos
terminaremos en alguno de estos trabajos “P”: Presentación y representación
escénicas, atención Personal, Política o Prostitución, y que tal vez se trate
sólo de tres, porque la tercera puede fácilmente reducirse o a la primera o a
la cuarta.
Y quién sabe si
los mejores cómicos y magos y predicadores del futuro no serán robots. Yo
albergo ya la sospecha de que la mayoría de comentarios que se hacen en los
blogs son valorados y filtrados por robots: presentimiento robustecido por un
ardid recientemente perpetrado por Brad DeLong (que programó un “robot
sub-turing” para acosar a David Graeber,
como se
puede ver aquí).
En
efecto: obsérvese que todas las actividades “culturales” tribales antes
mencionadas, que fueron creadas para ocupar el tiempo, resultan ser ahora
profesiones respetables y pagadas: la danza, el canto, el tatuaje, la
ritualización, la cría de niños, la narración de cuentos, el matrimonio, el
combate, el debate, el dibujo y el pensamiento. Añádase la contabilidad, la
banca y el marketing, y se habrá ya prácticamente identificado a todo el
condenado sector servicios. La diferencia con las sociedades tribales (y otras
precapitalistas) es que pasamos a lo que economistas como Marx, Veblen y Keynes
llamaron una “economía de producción monetaria”: una economía en la que el
grueso del proceso de suministro se realiza usando dinero y con vistas a hacer
“más dinero” (para los entrenados técnicamente: D-M-P-M’-D’).
De
ninguna manera debe interpretarse esto como que toda la producción es monetaria
–el grueso de los nenes no pagan a sus padres para que les críen (todavía)—,
pero buena parte sí, y hemos trasladado al mercado una parte cada vez mayor de
nuestras actividades de suministro. Aunque es verdad que también suministramos
muchas de esas actividades a través del Estado, esas actividades entrañan
también dinero. Yo he venido sosteniendo, en efecto, que el sistema monetario
se creó para movilizar recursos con un “propósito público”. Pero no es
necesario entrar ahora en eso.
Lo
importante en este contexto es que nuestro Estado moderno se sirve del sistema
monetario para movilizar recursos –basta pensar en la seguridad nacional— o
para garantizar el acceso a ellos –piénsese en la seguridad social y en Medicare—.
(Desde luego que podemos consumir algunos recursos públicamente suministrados
–como los parques— sin pagar peaje, pero en general el Estado ha pagado directa
o indirectamente los salarios necesarios para mantenerlos.)
Y
si realmente acabara siendo verdad que los robots se hacen incluso con todos
nuestros puestos de trabajo en el sector servicios, entonces la respuesta
–huelga decirlo— sería la reducción de la semana laboral con la que los humanos
vivos contribuyen a la producción.
En
una sociedad capitalista, el acceso a muchos de los recursos necesarios para la
buena vida precisa de dinero, y el acceso al dinero va ligado al empleo. No se
trata de una correspondencia uno-a-uno, claro está. En mayor o menor grado,
“nos responsabilizamos de los nuestros”, aun cuando no tengan dinero o empleo.
Pero hay la expectativa de que las gentes de cierta edad “trabajen para ganarse
la vida”.
Como
he dicho antes en este blog abogando por “un nuevo meme para el dinero”, esperamos que quienes sean capaces de hacerlo
“paguen por” ayudarse a sí mismos. Todos sabemos lo que significa “pagar por”:
todos vamos a las grandes superficies comerciales y sacamos nuestras billeteras
para pagar por una bolsa de Gucci. No coges el bolso y miras a ver si alguien
lo paga: “Hey, compa, voy un poco corto de pasta hoy, ¿no podrías ahorrar unos
cuantos cientos para comprármelo?”. No, si no puedes permitirte el Gucci, te
compras en Wal-Mart la imitación fabricada en China. No sirve de nada argüir
que quienes pueden “permitirse” pagar más deberían hacerlo para beneficio de
quienes necesitan bienestar. Para eso está el meme de la caridad. Desde luego que todos tendríamos que dar por
caridad –de cada quién de acuerdo con su capacidad, a cada quien de acuerdo con
su necesidad—. Si el sistema fiscal se redujera a contribuciones caritativas,
debería basarse en contribuciones voluntarias. La mezcla de esos memes lleva, a lo sumo, a la confusión,
pero más probablemente a la rebelión fiscal y a los recortes del gasto social.
Y hete aquí la
extraña reacción de Allan Sheahan a la observación de que hemos tenido
“crecimiento sin suficientes puestos de trabajo”, no sólo en los EEUU, sino a
escala global: no necesitaríamos esos apestosos puestos de trabajo. Dice:
“Crear puestos
de trabajo es un enfoque completamente equivocado, porque el mundo no necesita
que todos tengan un puesto de trabajo para poder producir lo que necesitamos
para vivir una vida decente y confortable. Tenemos que repensar todo el
concepto de tener un puesto de trabajo. Cuando decimos que necesitamos más
puestos de trabajo, lo que realmente queremos decir es que necesitamos más
dinero para poder vivir. Una respuesta es instituir una renta básica
garantizada (BIG [por sus siglas en inglés]) para todo el mundo, suficiente al
menos para ir tirando (justo por encima del nivel de pobreza). Y entonces,
todos podríamos tratar de encontrar trabajo para ganar más.”
En suma:
sostiene que necesitamos la BIG. Quienes no pueden encontrar un puesto de
trabajo se limitarán simplemente a vivir de un suministro público de ayuda.
Bien; yo estoy a
favor de la caridad, incluso de la caridad públicamente organizada. Como dijo
Hyman Minsky, eso no tiene nada que ver con la reducción de la pobreza causada
por el desempleo, sino más bien, según
él mismo dejó dicho, con “programas ampliados, mejorados y modernizados de
pagos e ingresos transferidos en especies para los mayores, los inválidos, los
discapacitados y los niños necesitados. Esos programas son necesarios. Pero
según yo lo entiendo, esto no tienen nada que ver con la Guerra a la Pobreza;
tiene sobre todo que ver con nuestra consciencia nacional y con nuestros
sentimientos humanos”. Minsky predijo (acertadamente) en 1965 que una Guerra a
la Pobreza fundada en la caridad no disminuiría en absoluto la tasa de pobreza,
y efectivamente así fue. Alivia nuestra consciencia nacional, pero no hace nada
por aliviar la pobreza.
Quienes
proponen la BIG al estilo de Sheahan suelen servirse de un esquema-señuelo. Les
encanta aludir al supuesto éxito en Alaska del programa de “fondo permanente”,
destinado a compartir entre todos los residentes los beneficios de la
producción petrolífera. Eso, sostienen, separa el ingreso del trabajo,
permitiendo que todos los residentes puedan elegir una vida de ocio libre de la
necesidad de trabajar. Esa vida de ocio permitiría a los residentes en Alaska
contribuir voluntariamente a la vida comunitaria superior: libres de las
penosas cargas del trabajo cotidiano podrían dedicarse a la caridad, o al arte,
o a la vida serenamente contemplativa. Y entonces viene cuando nos encontramos
con la cantidad que Alaska suministra en forma de “gran BIG” [el autor juega
aquí con el significado de BIG en inglés: “grande”]:
“En
1982, el estado de Alaska empezó a distribuir dinero procedente de las rentas
petrolíferas entre todos los residentes. El Fondo Permanente de Alaska ha
venido dando entre 1.000 y 2.000 dólares cada año a cada hombre, mujer y niño
residente en el estado. En 2012, el monto cayó a 878 dólares. No hay exigencias
de trabajo. La subvención ha logrado reducir la pobreza y la desigualdad de
ingresos en Alaska.”
No:
no es un erratum. Han leído bien: 878
dolarcillos al año. Con eso uno se compra en Alaska dos hamburguesas Big Macs y
una Coca Cola algún que otro mes para alimentar a una familia de cuatro, lo que
deja aparcados los sueños de una vida de ocio entre los Grizzlies. Pero veamos.
Si añadiéramos varios ceros a ese número, podríamos acercarnos a los que la BIG
promete, manteniéndose constante todo lo demás.
Pero
todo lo demás no se mantiene constante, si tenemos que pagar a “cada hombre,
cada mujer y cada niño” estadounidense, digamos, 87 mil dólares al año. Porque
entonces deberíamos añadir dos o tres ceros más a todos los precios y salarios
de esa vida de ocio prometida por los propugnadores de esa versión de la BIG,
hasta alcanzar con los precios a los haraganes que ahora están dispuestos vivir
con 878 dólares al año en Alaska, pero que querrían los 87 mil dólares que una
BIG realmente exigiría. (Para decirlo todo, la cosa sería harto más complicada
todavía. Pero ya se hacen una idea. Significa poco más que una rápida
devaluación de la moneda. Podrían incluso llegar a ser mucho, mucho peor que
eso, si todos decidiéramos convertirnos en haraganes y vivir conforme a las
promesas vitales de ocio de esa versión de la BIG, porque entonces esos 88 mil
dólares apenas podrían adquirir nada.)
Me
gusta el mejor dicho jamás pronunciado por Dean Baker, según el cual, en
general, los economistas no son muy duchos en materia de teoría económica. Las
gentes del BIG son simplemente horribles en esa materia.
Miren,
me gusta el bienestar. Tengo un ardiente corazón de izquierda. Creo que nuestra
nación debería cuidar de sí misma. Pero ese incoherente sinsentido argumental
de que no necesitamos apestosos puestos de trabajo es una estupidez manifiesta.
Incluso el argumento favorito de los pseudoprogresistas de que necesitamos recuperar
para los EEUU todos esos horribles empleos fabriles es mejor que la BIG.
¿Y
por qué no abogar en cambio por una paga decente en un buen trabajo en el
sector servicios, por puestos de trabajo para todos quienes deseen trabajar y
por un Empleador de Último Recurso capaz de garantizar que la promesa es algo
más que vacía?
Como
observó Hyman Minsky cuando el Presidente Johnson llevaba apenas un año de
batalla contra la pobreza, “la guerra contra la pobreza es una impugnación
conservadora… Puede difundir la pobreza más equitativamente… Sin embargo, este
enfoque no puede, por sí mismo, poner fin a la pobreza”. El componente crítico
que faltaba en 1964 y que sigue faltando hoy es un compromiso público con el
pleno empleo. Sólo un programa orientado al empleo decentemente pagado puede
combatir con éxito la pobreza en la población no anciana de un modo
políticamente aceptable.
Proseguía
Minsky:
“Tenemos que
invertir el afán político característico de los últimos 40 años y movernos
hacia un sistema que incentive el compromiso de la fuerza de trabajo. Pero para
hacerlo, necesitamos crear puestos de trabajo accesibles; cualquier estrategia
política que no se plantee como primer y fundamental objetivo la creación de
puestos de trabajo no será sino una continuación de la depauperante estrategia
de la pasada década. Un ingrediente necesario de cualquier guerra contra la
pobreza es un programa de creación de puestos de trabajo; y nunca se ha
demostrado que un amplio y concienzudo programa de creación de puestos de trabajo
que tome a la gente tal y como es no consiga por sí mismo eliminar una gran
parte de la pobreza existente.”
Y para terminar
con mi cita favorita de J.M. Keynes:
“La creencia
conservadora de que hay alguna ley de la naturaleza que impide a los hombres
llegar a tener empleo, de que es ‘loco” emplear a los hombres y de que es
financieramente ‘sensato’ mantener ociosa a una décima parte de la población,
es una fabulación locamente improbable: la clase de cosa que nadie podría
llegar a creer sin haberse intoxicado durante años y años los sesos con
sinsentidos…”
Randall Wray es uno de
los analistas económicos más respetados de Estados Unidos. Colabora con el
proyecto newdeal 2.0 y escribe regularmente en New Economic
Perspectives. Profesor de economía en la University of Missouri-Kansas City e
investigador en el “Center for Full Employment and Price Stability”. Ha sido
presidente de la Association for Institutionalist Thought (AFIT) y ha formado
parte del comité de dirección de la Association for Evolutionary Economics
(AFEE). Randall Wray ha trabajado durante mucho tiempo en el análisis de
problemas de política monetaria, macroeconomía y políticas de pleno empleo. Es
autor de Understanding Modern Money: The Key to Full Employment and Price
Stability (Elgar, 1998) y Money and Credit in Capitalist
Economies (Elgar 1990).