martes, 21 de mayo de 2013

El dinero, los impuestos y la democracia: las cosas que nos podemos permitir

  



Por Dan Kervick



No faltan ahora quienes sugieren que las democracias occidentales se hallan en un fin de trayecto, económicamente hablando. Se dice que sus gobiernos están gastados, quebrados, sin blanca. Se insinúa que las naciones occidentales ya no pueden desarrollar los ambiciosos proyectos que fueron capaces de organizar en el pasado y deben reducir o desmantelar los sistemas administrativos y las empresas públicas que acostumbraban a manejar. Se insiste en que esas democracias deben transferir una parte todavía mayor de sus destinos nacionales a las baronías financieras y empresariales que dominan el sector privado, dejándoles las manos libres para que se dignen a configurar a su antojo nuestro futuro. Es decir, que nuestro futuro sólo debe ser el producto lateral de sus voraces luchas en pos de la ganancia y la gloria privadas.

Esa línea de razonamiento resulta harto errada, y en lo fundamental, anda plagada de ilogismos. No es posible que una comunidad política democrática sea más pobre que las partes que la componen, y las naciones desarrolladas de nuestro tiempo siguen siendo fantásticamente ricas, global e históricamente consideradas. Esas riquezas están todas potencialmente disponibles para que unas sociedades democráticas ambiciosas las usen, las movilicen y las organicen. Las democracias contemporáneas de nuestro mundo desarrollado no son en absoluto pobres; sus carencias radican más bien en la voluntad moral y política, en su determinación, en la audacia de sus visiones de futuro. Esa carencia de voluntad se debe en parte al hecho de que nuestros barones plutocráticos han venido sirviéndose de los medios de comunicación de masas de su propiedad para desmoralizar y humillar a la opinión pública, para dividir y distraer a sus enemigos, para sembrar confusión y desinformar, para patrocinar la brutalidad descerebrada y la barbarie y para movernos a odiar a nuestros conciudadanos y a odiar a la democracia más que a los barones que nos compran y nos venden.
Permítaseme que, con ánimo de restaurar la claridad, empiece con una reflexión sobre los elementos básicos de la organización política y económica. ¿Cómo hace cualquier comunidad política organizada para conseguir cualquiera de las cosas que se propone?
Comencemos constatando este hecho: hay determinadas tareas magnas e importantes que sólo pueden realizar bien los Estados, y esas tareas ni pueden ni deben confiarse al ajetreado barullo de unos empresarios privados que persiguen pugnazmente su propio interés en medio del barullo de la competición capitalista.

Tareas que requieren dirección y empresa públicas

Esas tareas requieren la dirección y la empresa públicas:
- porque precisan de una escala organizativa y de un radio geográfico de acción fuera del alcance de las empresas privadas;
- o porque precisan de la movilización de recursos de titularidad pública que las empresas privadas no controlan;
- o porque los resultados finales que deben producir son un bien difuso que no puede ser fácilmente dividido y empaquetado en forma de productos separados vendibles en mercados con múltiples compradores;
- o porque esos resultados finales son clases de cosas que no queremos distribuir uniformemente, no desde luego conforme a los imperativos de mercado, fundados en la capacidad de pago;
- o porque, en fin, los valores a los que deben servir las tareas propuestas son fruto de la sabiduría humana y de arraigada experiencia histórica, de modo que rebasan con mucho la pericia moral de las filisteas fuerzas mercenarias que impulsan normalmente la búsqueda empresarial de beneficio.
Para realizar esas magnas tareas, el interés público se ve a menudo obligado a traspasar de las manos privadas a las manos públicas el control de los recursos necesarios. Por ejemplo: supongamos que está en el interés público la construcción de una red de nuevas escuelas y su puesta en funcionamiento; se necesitarán recursos. ¿Cómo se conseguirán?

Impuestos: eficacia y equidad

Una primera opción sería obtener los recursos necesarios recurriendo a impuestos en especie. Debe haber gente o empresas que ya tienen ladrillos, cemento, acero, vidrio y libros (o que poseen al menos los recursos necesarios para producirlos). Y esas gentes disponen ya de la pericia necesaria para llevar a cabo el tipo de trabajos que se precisan para convertir esos recursos materiales en escuelas. De modo que el gobierno podría simplemente requerir a esas empresas e individuos privados para que transfirieran al dominio público los recursos materiales y podría, asimismo, exigir a los trabajadores calificados el suministro público, libre de cargas, de sus servicios laborales.
Pero esa opción resultaría injusta y opresiva. La fiscalidad en especies es injusta, porque, aun cuando las escuelas son una necesidad pública, y construirlas, un proyecto público, con ese sistema a algunos se les exigiría contribución al proyecto –en términos o de propiedad, o de tiempo o de energía—, mientras que los demás se beneficiarían como gorrones de esas contribuciones. El sistema es, además, opresivo laboralmente, porque exigir a unos pocos trabajo en beneficio de los muchos es una práctica que linda con la esclavitud.
Lo que querríamos es compartir equitativamente los costes del proyecto escolar y tomar partes iguales de cada ciudadano para proveer los recursos necesarios, o, mejor dicho aún: recaudar esos recursos de manera proporcional a la capacidad contributiva de los ciudadanos. Pero no todo el mundo tiene un poco de cemento, o un poco de vidrio o la pericia laboral necesaria. ¿Qué hacer, pues? Una opción alternativa sería gravar fiscalmente sólo algunos de los recursos necesarios en manos de gentes que los tienen y pagar a esas mismas gentes por el resto de los recursos necesarios. ¿Pero con qué les pagaremos? Podríamos pagarles con bienes y servicios cotidianos de esos que casi todo el mundo necesita o quiere, y podríamos gravar fiscalmente de modo universal esos bienes y servicios cotidianos. Todo el mundo podría transferir un poco de lo que tiene, sea lo que fuera –alimentos, televisiones, entradas de cine, gasolina, servicios de fontanería—, y entonces esas cosas podrían cambiarse por lo que se necesita para construir escuelas públicas (cemento, vidrio y trabajo de albañilería).
Aunque eso es desde luego más equitativo, significaría abrir un proceso de ciclópea complejidad logística y burocrática. El coste añadido de administrar ese plan global de impuestos y distribución parecería un derroche. Y es lo más probable que los resultados no terminaran siendo tan equitativos como desearíamos, porque no todo el mundo dispone de los tipos de bienes generalmente deseados. Una de las cosas que podría intentarse, en cambio, es la distribución de certificados o vales entre las gentes que suministran el cemento, el vidrio, los ladrillos o el trabajo para las escuelas: esos vales podrían cambiarse prácticamente en todas partes por prácticamente cualquier cosa que desearan, y su valor de cambio equivaldría aproximadamente al valor de cambio de los bienes que suministran para el interés público (menos el valor de la contribución que en justicia les corresponde). Pero para que esto funcione, necesitamos la garantía de que prácticamente todo el mundo está dispuesto a aceptar esos vales a cambio de algún buen servicio prestado. Para que esto funcione, los vales deben tener algún valor para la gente que los recibe.

Dinero e impuestos

Pero eso es precisamente lo que tenemos con un sistema monetario públicamente administrado, y jurídicamente respaldado, sostenido por un sistema tributario monetario. Podemos emitir una gran cantidad de bonos o certificados y exigir que todas las personas devuelva al dominio público una determinada cantidad de esos bonos, de acuerdo con cualquier sistema que parezca equitativo. De ese modo, podemos crear una demanda de esos bonos. Podemos, entonces, pagar con los bonos a los suministradores de material de construcción y trabajo de albañilería. Los bonos tendrán valor para quien los recibe, porque habrá ahora una amplia demanda general de ellos, de manera que quien los recibe encontrará un mercado para los bonos entre quienes necesitan hacerse con ellos para satisfacer sus obligaciones tributarias. Para que el sistema funcione, lo único que necesitamos es un compromiso creíble de que la gente que no suministre la cantidad exigida de bonos será, de una u otra manera, convenientemente expropiada. Para desincentivar la evasión y lograr que el sistema funcione efectivamente, deberíamos probablemente comprometernos a que el valor de lo expropiado sea substancialmente mayor que el previsible valor de cambio de la cantidad de bonos requerida para satisfacer la obligación tributaria de la persona en cuestión.
Esta opción resuelve seguramente el grueso de nuestros problemas administrativos, dejando que el grueso de la población elabore por sí misma la mayoría de los detalles distributivos. En vez de gravar fiscalmente en especie a una empresa constructora para hacernos con algunos de los bienes deseables e imponer gravámenes sobre otros bienes pertenecientes a mucha otra gente para poder pagar a la empresa el resto de los bienes que queremos, lo que hacemos es dar a esta empresa bonos que han adquirido valor por su vínculo con unas obligaciones tributarias mucho más sencillas de gestionar burocráticamente. Dejamos, entonces, que la empresa constructora intercambie con otros esos bonos por los bienes y servicios que la empresa decida elegir. Ese sistema monetario fiscalmente impulsado constituye una buena vía para que el dominio público consiga por sí mismo la necesaria provisión de bienes y servicios, bienes y servicios suministrados también por el conjunto de la ciudadanía, especialmente cuando las unidades de bienes y servicios necesarios no pueden suministrarse en iguales porciones por todos los miembros de la población, sin que deje por ello de considerarse necesario que la regla de suministro sea justa y que todos contribuyan de manera equitativa a su suministro.

Pero el dinero no es sino una herramienta para trasladar recursos de un lado a otro

Pero el método descrito hasta ahora no es sino una forma de organizar la movilización pública de recursos al servicio de propósitos públicos. No necesitamos centrarnos en el sistema monetario para entender la razón fundamental por la que los ciudadanos de un país pueden realizar siempre grandes inversiones en infraestructuras y proyectos estratégicos a largo plazo cuando disponen de los recursos materiales y de la fuerza de trabajo necesarios para construir la infraestructura y llevar a cabo esos proyectos. El dinero no es sino una herramienta para trasladar recursos de un lado a otro. En último término, lo que un país gasta en los proyectos que lleva a cabo no es el dinero que usa para mover recursos, sino los recursos mismos. El país puede permitirse usar sus recursos para los propósitos deseados, cuando el valor generado por la nación en punto a lograr esos propósitos es mayor que el valor combinado de los recursos consumidos y los esfuerzos puestos en el trabajo desempeñado, y cuando ese valor es mayor que el valor de cualquier otra cosa alternativa que pudiera hacer el país con esos mismos recursos.
Como dicho, a fin de llevar a cabo los propósitos públicos hay que transferir de manos privadas a manos públicas el control de los recursos necesarios. Eso podría resultar algo más fácil para un país que tiene un sistema monetario propio, pero, de una u otra forma, puede conseguirlo en cualquier caso un país rico en recursos que disponga de un gobierno eficaz: no se necesitan innovaciones monetarias o particulares pericia y astucia monetarias para esa tarea. Aun si los Estados Unidos de América, por ejemplo, dependieran de un sistema monetario externo que ellos mismos no pudieran controlar (si Norteamérica usara euros, pongamos por caso), ni siquiera en ese caso estarían los EEUU “sin blanca” o “quebrados”, pues el conjunto de una comunidad política jamás está restringida por la presente distribución de la propiedad privada dentro de esa comunidad. Los EEUU tendrían sólo que aprovechar y hacerse con los recursos necesarios a través la tradicionalísima vía del sistema tributario; basándose en cualesquiera instrumentos monetarios que estuviera usando para hacer pagos y recaudar impuestos. Cualquier país puede lograr siempre el empleo de recursos sin empleo y el empleo de las personas desempleadas, y si los sistemas económicos privadamente apropiados se muestran manifiestamente incapaces de cumplir esa función completa y efectivamente, el Estado debe intervenir para poner esos recursos en acción. Cualquier otra cosa es despilfarro.
Así pues, la razón de que esté siempre en nuestra mano el desarrollo y la mejora de nuestros países tiene, al final, poco que ver con el sistema monetario. Podemos seguir desarrollando y mejorando nuestro países, porque no nos hemos quedado sin recursos materiales y sin recursos humanos; porque no nos hemos quedado sin la capacidad para invertir nuestros recursos nacionales inteligentemente en la construcción de un futuro mejor; porque el progreso real es mejor que el estancamiento y el declive; y porque nuestros sistemas de administración y gobierno son todavía lo suficientemente eficaces para desempeñar la tarea, siempre que se ven estimulados y animados por una opinión pública vigorosa, organizada y movilizada que sabe lo que quiere.
Sin embargo, cuando nos quedamos sin inteligencia, o sin voluntad de cooperación, entonces carece ya de importancia la riqueza material y humana de que dispongamos, o el tipo de sistema monetario que tengamos. El aislamiento social, la ignorancia, la falta de espíritu comunitario, la rabia solitaria y el imperio de perspectivas de laissez faire radicalmente individualistas que atomizan y debilitan a la opinión pública son otras tantas formas de pobreza nacional. Si seguimos sucumbiendo a los ubicuos mensajes del sistema granempresarial de organización del ocio, que nos inducen a pensar antisocialmente de manera individualista, a despreciar lo que queda de nuestras instituciones democráticas y a nuestros conciudadanos, a entronizar la dominación y la subordinación interpersonales, a desdeñar la igualdad, a sumirnos en la superficialidad y en la barbarie imbécil, a valorar la autoafirmación vana por encima de la cooperación; si seguimos sucumbiendo a todo eso, entonces degradaremos horriblemente el valor de los recursos que todavía poseemos en abundancia.  

 Dan Kervick es doctor en filosofía por la Universidad de Massachusetts, especialista en la filosofía de David Hume. Sus áreas de investigación son la teoría de la decisión racional y la metafísica analítica, y colabora regularmente en el blog de teoría económica postkeynesiana New Economic Perspectives.

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