Por Dan Kervick
No faltan ahora quienes sugieren que las
democracias occidentales se hallan en un fin de trayecto, económicamente
hablando. Se dice que sus gobiernos están gastados, quebrados, sin blanca. Se
insinúa que las naciones occidentales ya no pueden desarrollar los ambiciosos proyectos
que fueron capaces de organizar en el pasado y deben reducir o desmantelar los
sistemas administrativos y las empresas públicas que acostumbraban a manejar.
Se insiste en que esas democracias deben transferir una parte todavía mayor de
sus destinos nacionales a las baronías financieras y empresariales que dominan
el sector privado, dejándoles las manos libres para que se dignen a configurar
a su antojo nuestro futuro. Es decir, que nuestro futuro sólo debe ser el
producto lateral de sus voraces luchas en pos de la ganancia y la gloria
privadas.
Esa línea de razonamiento resulta
harto errada, y en lo fundamental, anda plagada de ilogismos. No es posible que
una comunidad política democrática sea más pobre que las partes que la
componen, y las naciones desarrolladas de nuestro tiempo siguen siendo
fantásticamente ricas, global e históricamente consideradas. Esas riquezas
están todas potencialmente disponibles para que unas sociedades democráticas
ambiciosas las usen, las movilicen y las organicen. Las democracias
contemporáneas de nuestro mundo desarrollado no son en absoluto pobres; sus
carencias radican más bien en la voluntad moral y política, en su
determinación, en la audacia de sus visiones de futuro. Esa carencia de
voluntad se debe en parte al hecho de que nuestros barones plutocráticos han
venido sirviéndose de los medios de comunicación de masas de su propiedad para
desmoralizar y humillar a la opinión pública, para dividir y distraer a sus
enemigos, para sembrar confusión y desinformar, para patrocinar la brutalidad
descerebrada y la barbarie y para movernos a odiar a nuestros conciudadanos y a
odiar a la democracia más que a los barones que nos compran y nos venden.
Permítaseme que, con ánimo de
restaurar la claridad, empiece con una reflexión sobre los elementos básicos de
la organización política y económica. ¿Cómo hace cualquier comunidad política organizada para conseguir cualquiera de las cosas que se propone?
Comencemos constatando este
hecho: hay determinadas tareas magnas e importantes que sólo pueden realizar
bien los Estados, y esas tareas ni pueden ni deben confiarse al ajetreado
barullo de unos empresarios privados que persiguen pugnazmente su propio
interés en medio del barullo de la competición capitalista.
Tareas
que requieren dirección y empresa públicas
Esas tareas requieren la
dirección y la empresa públicas:
- porque precisan de una escala
organizativa y de un radio geográfico de acción fuera del alcance de las
empresas privadas;
- o porque precisan de la
movilización de recursos de titularidad pública que las empresas privadas no
controlan;
- o porque los resultados finales
que deben producir son un bien difuso que no puede ser fácilmente dividido y
empaquetado en forma de productos separados vendibles en mercados con múltiples
compradores;
- o porque esos resultados
finales son clases de cosas que no queremos distribuir uniformemente, no desde
luego conforme a los imperativos de mercado, fundados en la capacidad de pago;
- o porque, en fin, los valores a
los que deben servir las tareas propuestas son fruto de la sabiduría humana y
de arraigada experiencia histórica, de modo que rebasan con mucho la pericia
moral de las filisteas fuerzas mercenarias que impulsan normalmente la búsqueda
empresarial de beneficio.
Para realizar esas magnas tareas,
el interés público se ve a menudo obligado a traspasar de las manos privadas a
las manos públicas el control de los recursos necesarios. Por ejemplo:
supongamos que está en el interés público la construcción de una red de nuevas escuelas
y su puesta en funcionamiento; se necesitarán recursos. ¿Cómo se conseguirán?
Impuestos:
eficacia y equidad
Una primera opción sería obtener
los recursos necesarios recurriendo a impuestos en especie. Debe haber gente o
empresas que ya tienen ladrillos, cemento, acero, vidrio y libros (o que poseen
al menos los recursos necesarios para producirlos). Y esas gentes disponen ya
de la pericia necesaria para llevar a cabo el tipo de trabajos que se precisan
para convertir esos recursos materiales en escuelas. De modo que el gobierno
podría simplemente requerir a esas empresas e individuos privados para que
transfirieran al dominio público los recursos materiales y podría, asimismo,
exigir a los trabajadores calificados el suministro público, libre de cargas,
de sus servicios laborales.
Pero esa opción resultaría
injusta y opresiva. La fiscalidad en especies es injusta, porque, aun cuando
las escuelas son una necesidad pública, y construirlas, un proyecto público,
con ese sistema a algunos se les exigiría contribución al proyecto –en términos
o de propiedad, o de tiempo o de energía—, mientras que los demás se
beneficiarían como gorrones de esas contribuciones. El sistema es, además,
opresivo laboralmente, porque exigir a unos pocos trabajo en beneficio de los
muchos es una práctica que linda con la esclavitud.
Lo que querríamos es compartir
equitativamente los costes del proyecto escolar y tomar partes iguales de cada
ciudadano para proveer los recursos necesarios, o, mejor dicho aún: recaudar
esos recursos de manera proporcional a la capacidad contributiva de los
ciudadanos. Pero no todo el mundo tiene un poco de cemento, o un poco de vidrio
o la pericia laboral necesaria. ¿Qué hacer, pues? Una opción alternativa sería
gravar fiscalmente sólo algunos de
los recursos necesarios en manos de gentes que los tienen y pagar a esas mismas gentes por el resto
de los recursos necesarios. ¿Pero con qué les pagaremos? Podríamos pagarles con
bienes y servicios cotidianos de esos que casi todo el mundo necesita o quiere,
y podríamos gravar fiscalmente de modo universal esos bienes y servicios
cotidianos. Todo el mundo podría transferir un poco de lo que tiene, sea lo que
fuera –alimentos, televisiones, entradas de cine, gasolina, servicios de
fontanería—, y entonces esas cosas podrían cambiarse por lo que se necesita
para construir escuelas públicas (cemento, vidrio y trabajo de albañilería).
Aunque eso es desde luego más
equitativo, significaría abrir un proceso de ciclópea complejidad logística y
burocrática. El coste añadido de administrar ese plan global de impuestos y
distribución parecería un derroche. Y es lo más probable que los resultados no
terminaran siendo tan equitativos como desearíamos, porque no todo el mundo
dispone de los tipos de bienes generalmente deseados. Una de las cosas que
podría intentarse, en cambio, es la distribución de certificados o vales entre
las gentes que suministran el cemento, el vidrio, los ladrillos o el trabajo
para las escuelas: esos vales podrían cambiarse prácticamente en todas partes por prácticamente cualquier cosa que desearan, y su valor
de cambio equivaldría aproximadamente al valor de cambio de los bienes que
suministran para el interés público (menos el valor de la contribución que en
justicia les corresponde). Pero para que esto funcione, necesitamos la garantía
de que prácticamente todo el mundo está dispuesto a aceptar esos vales a cambio
de algún buen servicio prestado. Para que esto funcione, los vales deben tener
algún valor para la gente que los recibe.
Dinero
e impuestos
Pero eso es precisamente lo que
tenemos con un sistema monetario públicamente administrado, y jurídicamente
respaldado, sostenido por un sistema tributario monetario. Podemos emitir una
gran cantidad de bonos o certificados y exigir que todas las personas devuelva
al dominio público una determinada cantidad de esos bonos, de acuerdo con
cualquier sistema que parezca equitativo. De ese modo, podemos crear una
demanda de esos bonos. Podemos, entonces, pagar con los bonos a los
suministradores de material de construcción y trabajo de albañilería. Los bonos
tendrán valor para quien los recibe, porque habrá ahora una amplia demanda
general de ellos, de manera que quien los recibe encontrará un mercado para los
bonos entre quienes necesitan hacerse con ellos para satisfacer sus
obligaciones tributarias. Para que el sistema funcione, lo único que
necesitamos es un compromiso creíble de que la gente que no suministre la
cantidad exigida de bonos será, de una u otra manera, convenientemente
expropiada. Para desincentivar la evasión y lograr que el sistema funcione
efectivamente, deberíamos probablemente comprometernos a que el valor de lo
expropiado sea substancialmente mayor que el previsible valor de cambio de la
cantidad de bonos requerida para satisfacer la obligación tributaria de la
persona en cuestión.
Esta opción resuelve seguramente
el grueso de nuestros problemas administrativos, dejando que el grueso de la
población elabore por sí misma la mayoría de los detalles distributivos. En vez
de gravar fiscalmente en especie a una empresa constructora para hacernos con
algunos de los bienes deseables e imponer gravámenes sobre otros bienes
pertenecientes a mucha otra gente para poder pagar a la empresa el resto de los
bienes que queremos, lo que hacemos es dar a esta empresa bonos que han
adquirido valor por su vínculo con unas obligaciones tributarias mucho más
sencillas de gestionar burocráticamente. Dejamos, entonces, que la empresa
constructora intercambie con otros esos bonos por los bienes y servicios que la
empresa decida elegir. Ese sistema monetario fiscalmente impulsado constituye
una buena vía para que el dominio público consiga por sí mismo la necesaria
provisión de bienes y servicios, bienes y servicios suministrados también por
el conjunto de la ciudadanía, especialmente cuando las unidades de bienes y
servicios necesarios no pueden suministrarse en iguales porciones por todos los
miembros de la población, sin que deje por ello de considerarse necesario que
la regla de suministro sea justa y que todos contribuyan de manera equitativa a
su suministro.
Pero
el dinero no es sino una herramienta para trasladar recursos de un lado a otro
Pero el método descrito hasta
ahora no es sino una forma de organizar la movilización pública de recursos al
servicio de propósitos públicos. No necesitamos centrarnos en el sistema
monetario para entender la razón fundamental por la que los ciudadanos de un
país pueden realizar siempre grandes inversiones en infraestructuras y
proyectos estratégicos a largo plazo cuando disponen de los recursos materiales
y de la fuerza de trabajo necesarios para construir la infraestructura y llevar
a cabo esos proyectos. El dinero no es sino una herramienta para trasladar
recursos de un lado a otro. En último término, lo que un país gasta en los proyectos que lleva a cabo
no es el dinero que usa para mover recursos, sino los recursos mismos. El país
puede permitirse usar sus recursos para los propósitos deseados, cuando el
valor generado por la nación en punto a lograr esos propósitos es mayor que el
valor combinado de los recursos consumidos y los esfuerzos puestos en el
trabajo desempeñado, y cuando ese valor es mayor que el valor de cualquier otra cosa alternativa que
pudiera hacer el país con esos mismos recursos.
Como dicho, a fin de llevar a
cabo los propósitos públicos hay que transferir de manos privadas a manos
públicas el control de los recursos necesarios. Eso podría resultar algo más
fácil para un país que tiene un sistema monetario propio, pero, de una u otra
forma, puede conseguirlo en cualquier caso un país rico en recursos que
disponga de un gobierno eficaz: no se necesitan innovaciones monetarias o
particulares pericia y astucia monetarias para esa tarea. Aun si los Estados
Unidos de América, por ejemplo, dependieran de un sistema monetario externo que
ellos mismos no pudieran controlar (si Norteamérica usara euros, pongamos por
caso), ni siquiera en ese caso estarían los EEUU “sin blanca” o “quebrados”,
pues el conjunto de una comunidad política jamás está restringida por la presente
distribución de la propiedad privada dentro de esa comunidad. Los EEUU tendrían
sólo que aprovechar y hacerse con los recursos necesarios a través la
tradicionalísima vía del sistema tributario; basándose en cualesquiera
instrumentos monetarios que estuviera usando para hacer pagos y recaudar
impuestos. Cualquier país puede lograr siempre el empleo de recursos sin empleo
y el empleo de las personas desempleadas, y si los sistemas económicos
privadamente apropiados se muestran manifiestamente incapaces de cumplir esa
función completa y efectivamente, el Estado debe intervenir para poner esos
recursos en acción. Cualquier otra cosa es despilfarro.
Así pues, la razón de que esté
siempre en nuestra mano el desarrollo
y la mejora de nuestros países tiene, al final, poco que ver con el sistema
monetario. Podemos seguir desarrollando y mejorando nuestro países, porque no
nos hemos quedado sin recursos materiales y sin recursos humanos; porque no nos
hemos quedado sin la capacidad para invertir nuestros recursos nacionales
inteligentemente en la construcción de un futuro mejor; porque el progreso real
es mejor que el estancamiento y el declive; y porque nuestros sistemas de
administración y gobierno son todavía lo suficientemente eficaces para
desempeñar la tarea, siempre que se ven estimulados y animados por una opinión
pública vigorosa, organizada y movilizada que sabe lo que quiere.
Sin embargo, cuando nos quedamos
sin inteligencia, o sin voluntad de cooperación, entonces carece ya de
importancia la riqueza material y humana de que dispongamos, o el tipo de
sistema monetario que tengamos. El aislamiento social, la ignorancia, la falta
de espíritu comunitario, la rabia solitaria y el imperio de perspectivas de
laissez faire radicalmente individualistas que atomizan y debilitan a la
opinión pública son otras tantas formas de pobreza nacional. Si seguimos
sucumbiendo a los ubicuos mensajes del sistema granempresarial de organización
del ocio, que nos inducen a pensar antisocialmente de manera individualista, a despreciar
lo que queda de nuestras instituciones democráticas y a nuestros conciudadanos,
a entronizar la dominación y la subordinación interpersonales, a desdeñar la
igualdad, a sumirnos en la superficialidad y en la barbarie imbécil, a valorar
la autoafirmación vana por encima de la cooperación; si seguimos sucumbiendo a
todo eso, entonces degradaremos horriblemente el valor de los recursos que
todavía poseemos en abundancia.
Dan Kervick es doctor en filosofía por la
Universidad de Massachusetts, especialista en la filosofía de David Hume. Sus
áreas de investigación son la teoría de la decisión racional y la metafísica
analítica, y colabora regularmente en el blog de teoría económica
postkeynesiana New Economic Perspectives.
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