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Aparentemente, el consumo es un hecho banal, incluso trivial. Todos lo hacemos a diario, en ocasiones de manera celebratoria, cuando ofrecemos una fiesta, festejamos un acontecimiento relevante. Pero la mayor parte del tiempo consumimos de hecho, se diría que rutinariamente y sin demasiada planificación y sin pensarlo dos veces.
En realidad, si se lo reduce a su forma arquetípica en tanto ciclo metabólico de ingesta, digestión y excreción, el consumo es una condición permanente e inamovible de la vida y un aspecto inalienable de ésta, y no está atado ni a la época ni a la historia. Desde ese punto de vista, se trata de una función imprescindible para la supervivencia biológica que nosotros, los seres humanos, compartimos con el resto de los seres vivos, y sus raíces son tan antiguas como la vida misma.
Se ha sugerido (y de esta sugerencia se habla en el resto de este
capítulo) que miles de años después se produjo un punto de quiebre que
merecería el nombre de “revolución consumista”, con el paso del consumo al “consumismo”,
cuando el consumo, como señala Colin Campbell, se torna
“particularmente importante por no decir central” en la mayoría de las
personas, “el propósito mismo de su existencia”, un momento en que
“nuestra capacidad de querer, de desear, y de anhelar, y en especial nuestra capacidad de experimentar esas
emociones repetidamente, es el fundamento de toda la economía” de las relaciones humanas.
Se puede decir que el “consumismo” es un tipo de acuerdo social que resulta de la reconversión de los deseos, ganas o anhelos humanos (si se quiere “neutrales” respecto del sistema) en la principal fuerza de impulso y de operaciones de la sociedad, una
fuerza que coordina la reproducción sistémica, la integración social y
la formación del individuo humano, así como también desempeña un papel
preponderante en los procesos individuales y grupales de
autoidentificación, y en la selección y consecución de políticas de vida
individuales. El “consumismo” llega cuando el consumo desplaza al trabajo de ese rol axial que cumplía en la sociedad de productores.
Mary Douglas insiste: “mientras no sepamos por qué y para qué la gente
necesita lujos [vale decir, bienes más allá de los indispensables para
la supervivencia] no estaremos tratando los problemas de la desigualdad
ni remotamente en serio”.
A diferencia del consumo, que es fundamentalmente un rasgo y una ocupación del individuo humano, el consumismo es un atributo de la sociedad.
Para que una sociedad sea merecedora de ese atributo, la capacidad
esencialmente individual de querer, desear y anhelar debe ser separada
(“alienada”) de los individuos (como lo fue la capacidad de trabajo en
la sociedad de productores) y debe ser reciclada/reificada como fuerza
externa capaz de poner en movimiento a la “sociedad de consumidores”
y mantener su rumbo en tanto forma específica de la comunidad humana,
estableciendo al mismo tiempo los parámetros específicos de estrategias
de vida específicas y así manipular de otra manera las probabilidades
de elecciones y conductas individuales.
Todo esto sigue sin decir mucho acerca del contenido de la “revolución consumista”. Debemos enfocar nuestra atención en eso que “queremos”, “deseamos” y “anhelamos”, y en cómo la esencia de nuestras ganas, nuestros deseos y aspiraciones va cambiando como consecuencia del pasaje hacia el consumismo.
Se suele pensar, aunque quizás incorrectamente, que aquello que los
hombres y mujeres moldeados por una forma de vida consumista desean y
anhelan con mayor intensidad es la apropiación, posesión y acumulación
de objetos, cuyo valor radica en el confort o la estima que, según se
espera, proporcionarán a sus dueños.
La apropiación y posesión de bienes que aseguren (o al menos prometan) confort y estima bien puede haber sido el principal motivo detrás de los deseos
y las aspiraciones en la sociedad de productores, una sociedad abocada a
la causa de la estabilidad de lo seguro y de la seguridad de lo
estable, y que confiaba su reproducción a patrones de conducta
individual diseñados a esos fines.De hecho, la sociedad de productores, principal ejemplo societario de la fase “sólida” de la modernidad, estaba orientada fundamentalmente a la obtención de seguridad. La búsqueda de seguridad apostaba al anhelo intrínsecamente humano de un marco seguro y resistente al tiempo, un marco confiable, ordenado, regular y transparente y por lo tanto perdurable. Ese anhelo fue una excelente materia prima para la construcción de estrategias de vida y patrones de comportamiento indispensables en aquella era de “la cantidad es poder” y “lo grande es bello”.
En esa época, un enorme volumen de posesiones sólidas, grandes, pesadas e inamovibles aseguraban un futuro promisorio y una inagotable fuente de confort, poder y estima personales.
Obviamente todo esto tenía sentido en la moderna sociedad sólida de los productores.
Una sociedad, me permito repetir, que apostaba a la prudencia y la
circunspección, a la durabilidad y a la seguridad, y sobre todo a la
seguridad a largo plazo. Pero el deseo humano de seguridad y sus sueños
de un “estado estable” definitivo no sirven a los fines de una sociedad
de consumidores.
En el camino que conduce a la sociedad de consumidores,
el deseo humano de estabilidad deja de ser una ventaja sistémica
fundamental para convertirse en una falla potencialmente fatal para el
propio sistema, causa de disrupción y mal funcionamiento. No podía ser
de otra manera, ya que el consumismo, en franca oposición a anteriores
formas de vida, no asocia tanto lafelicidad con la gratificación de los deseos (como dejan traslucir las “transcripción es oficiales”) sino como un aumento permanente del volumen y la intensidad de
los deseos, lo que a su vez desencadena el reemplazo inmediato de los
objetos pensados para satisfacerlos y de los que se espera satisfacción.
Como lo expresa tan adecuadamente Don Slater, combina deseos
insaciables con la urgencia de “buscar siempre satisfacerlos con
productos”.
Las necesidades
nuevas necesitan productos nuevos. Los productos nuevos necesitan
nuevos deseos y necesidades. El advenimiento del consumismo anuncia una
era de productos que vienen de fábrica con “obsolescencia incorporada”,
una era marcada por el crecimiento exponencial de la industria de
eliminación de desechos.
Fuente: Zygmunt Bauman, Vida de consumo, Trad. de M. Rosenberg y J. Arrambide, FCE, México, 2007, pp.44-51.
Zygmunt Bauman (nació el 19 de noviembre en Poznan, Polonia)
actualmente es profesor emérito de la Universidad de Leeds y ha dictado
cátedra de sociología en universidades
de países como Israel, Estados Unidos y Canadá. Es reconocido como
“uno de los principales referentes en el debate sociopolítico
contemporáneo y uno de los pensadores más audaces y provocadores”. De su
más reciente producción bibliográfica, se cuentan: Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias (2005), Vida líquida (2006) y Vida de consumo (2007). A esta última corresponden los fragmentos que aquí se reproducen.
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