El mes pasado, en su gran discurso ante el Congreso, el presidente Obama defendía la necesidad de tomar medidas audaces para arreglar los bancos estadounidenses que funcionan mal. "Aunque la factura de la intervención será enorme", declaraba, "puedo garantizarles que el precio de no intervenir será mucho más alto, porque podría tener como consecuencia una economía que siga renqueando no durante meses o años, sino tal vez durante una década". Muchos analistas están de acuerdo. Pero entre las personas con las que hablo hay un sentimiento cada vez mayor de frustración, e incluso pánico, ante la idea de que Obama no pueda transformar sus palabras en hechos. Lo cierto es que, a la hora de tratar con los bancos, esta Administración se muestra indecisa. Su política está atascada en un patrón de contención.
Así es como funciona este patrón: primero, los representantes gubernamentales, normalmente de forma extraoficial, hablan a la prensa de un plan para rescatar los bancos. Este globo sonda es rápidamente derribado por los analistas informados.
Entonces, unas semanas después, la Administración propone un nuevo plan. Sin embargo, este plan no es más que una versión ligeramente disfrazada del plan anterior, hecho del que rápidamente se percatan todos los afectados. Y el ciclo empieza de nuevo.
¿Por qué siguen proponiendo planes que a nadie más le parecen creíbles? Porque, por alguna razón, los altos funcionarios de la Administración de Obama y de la Fed se han convencido de que los activos problemáticos, a los que últimamente se llaman "activos tóxicos", valen en realidad mucho más de lo que cualquiera está dispuesto a pagar por ellos, y de que si a estos activos se les pusiese un precio apropiado, todos nuestros problemas desaparecerían.
Por eso, en una entrevista reciente, el secretario del Tesoro, Tim Geithner, intentaba hacer una distinción entre el "valor económico inherente básico" de los activos problemáticos y el "precio artificialmente devaluado" por el que se venden ahora mismo. Hace poco, hasta los valores hipotecarios de categoría AAA se han vendido a menos de 40 céntimos por dólar, pero Geithner parece pensar que valen mucho más. Y, según declaraba, la labor del Gobierno consiste en "proporcionar la financiación necesaria para ayudar a que esos mercados funcionen" y hagan subir el precio de los activos tóxicos hasta que sea el que debería ser.
Es más, los representantes gubernamentales parecen creer que si consiguen que los activos tóxicos alcancen el precio apropiado, todas nuestras instituciones financieras importantes se curarán de sus males. A principios de la semana, preguntaron a Ben Bernanke, el presidente de la Fed, sobre el problema de los bancos zombis, instituciones financieras que, en la práctica, están en bancarrota, pero que se mantienen gracias a las ayudas gubernamentales. "No tengo noticia de ninguna institución zombi importante dentro del sistema financiero estadounidense", declaraba, y proseguía negando que AIG -¡AIG!- fuese un zombi.
Ésta es la misma AIG que, incapaz de cumplir sus promesas de liquidar su deuda con otras instituciones financieras al fallarle los bonos, ha recibido ya 150.000 millones de dólares en ayudas y acaba de conseguir otros 30.000 millones más. Lo cierto es que el plan de Bernanke y Geithner -el que la Administración filtra con versiones ligeramente diferentes- no va a despegar.
Fíjense en la última reencarnación del plan: una propuesta para hacer préstamos con intereses bajos a inversores particulares que quieran comprar los activos problemáticos. Sin duda esto haría subir el precio de los activos tóxicos, porque sería una propuesta a cara -tú ganas- o cruz -yo pierdo-. Tal como lo describen, el plan permitiría que los inversores se beneficiasen si los precios de los activos subiesen, pero no les perjudicaría si los precios bajasen considerablemente.
¿Pero sería suficiente para hacer que el sistema bancario se recuperase? No. Al usar el dinero de los contribuyentes para subvencionar los precios de los activos tóxicos, la Administración repartiría los beneficios entre todo aquel que cometiese el error de comprar los activos. Algunos de esos beneficios llegarían finalmente hasta la gente que los necesita y salvaría los balances generales de instituciones financieras clave. Pero la mayor parte de los beneficios irían a parar a gente que no los necesita ni merece ser rescatada.
Y esto significa que el Gobierno tendría que desembolsar billones de dólares para devolverle la salud al sistema financiero, lo que, a su vez, garantizaría una airada protesta popular y se sumaría a las ya graves preocupaciones respecto al déficit. (Sí, hasta los defensores acérrimos del estímulo fiscal como un servidor se preocupan por los números rojos). Siendo realistas, no es algo que vaya a suceder.
Entonces, ¿por qué esta idea zombi -la matan una y otra vez pero regresa siempre- ha calado tan hondo? Me temo que la respuesta es que los representantes gubernamentales siguen sin querer afrontar los hechos. No quieren enfrentarse a la precaria situación de las instituciones financieras más importantes porque es muy difícil rescatar a un banco básicamente insolvente sin hacerse con su control, al menos temporal. Y por lo visto, una nacionalización temporal sigue considerándose algo impensable.
Pero esta negativa a afrontar los hechos se traduce, en la práctica, en una falta de intervención. Y comparto los temores del presidente: el no tomar medidas podría tener como consecuencia una economía que siga renqueando no durante meses o años, sino durante una década o más. -
AUTOR : PAUL KRUGMAN
FUENTE : DIARIO EL PAIS
Mostrando las entradas con la etiqueta 03/08/2009. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta 03/08/2009. Mostrar todas las entradas
domingo, 8 de marzo de 2009
Recuerden a los que frenaron la recuperación estadounidense
Tras el gran desplome del mercado de valores de octubre de 1929, el nuevo presidente republicano, Herbert Hoover, y su millonario secretario del Tesoro, Andrew Mellon, cometieron la estupidez de oponerse a los macroprogramas públicos de estímulo económico rápido. Ese terrible error arruinó para siempre sus reputaciones en la historia.
La ciencia económica ha progresado mucho desde entonces. Desafortunadamente, sin embargo, el excelente equipo económico del presidente Obama todavía se ve constreñido y estorbado por la oposición republicana del Congreso. Así es la política, la política peligrosa.
Pero quizás resulta más sorprendente que algunos macroeconomistas conservadores se hayan unido a quienes se oponen con pesimismo a que el Gobierno estimule de forma enérgica la economía real ahora. ¿Por qué unos especialistas en economía bien preparados quieren volver a caer en viejos errores en un momento crítico?
Es un hecho interesante, aunque no sirva de explicación, que algunos de ellos estén reproduciendo un viejo síndrome de Harvard. A principios de la década de los treinta, entre las estrellas de Harvard se encontraban nombres tan famosos como los de Joseph Schumpeter y Edward Chamberlin. Ambos encabezaron los ataques contra el plan de recuperación económica de Roosevelt conocido como New Deal.
Schumpeter afirmaba que las depresiones son algo bueno, no malo, porque proporcionan una catarsis (sea lo que sea lo que eso signifique en este contexto) después de las distorsiones de la expansión económica que las precede. ¡Una depresión era, de hecho, justo lo que recetaba el médico!
Pero Schumpeter no era el único que pensaba así. Otro austriaco famoso, Friedrich Hayek, que entonces residía en Inglaterra, fue objeto de eternos reproches por insistir de manera similar en limitar cualquier expansión del crédito durante la deflación de 1931. Se dice que, en un seminario celebrado en Londres en plena depresión, el joven socio de J. M. Haynes, Richard Kahn, le preguntó a Hayek: "¿Quiere decir que si usted me presta una libra y la gasto en consumir algo estoy haciendo que la depresión empeore? Hayek le respondió: "Sí, y es muy complicado explicar por qué". Pero es fácil explicar por qué se hundió la reputación de Hayek como macroeconomista.
Ésta no era una peculiaridad austriaca. Chamberlin, el famoso inventor de la teoría de la competencia monopolística, contribuyó a las críticas contra el New Deal con la descabellada opinión de que las depresiones eran "imposibles" porque la demanda nunca podía ser más baja que la oferta. Por eso no es de extrañar que un periódico de Boston publicase un titular desaprobador: "El equipo titular de Harvard queda eliminado".
En cierta forma, la historia se repite. Otra pareja de famosos economistas de Harvard, Greg Mankiw y Robert Barro, parece estar dejándose llevar por una ideología conservadora al estilo Hoover-Mellon para tratar de limitar y oponerse a la propuesta de Obama para reactivar la economía real. Su versión de la doctrina conservadora es ligeramente distinta.
Keynes y Richard Kahn sostenían que, en una economía con un paro y una falta de actividad excesivos, un dólar más de gasto gubernamental en productos de consumo, especialmente en aquellos que los consumidores normalmente no compran por sí mismos, sería más útil que un dólar gastado en aumentar la producción total.
Su razonamiento consistía en que esa parte de los beneficios privados obtenidos al producir lo que fuese que el Gobierno comprase en primer lugar serían gastados por aquellos que los hubiesen obtenido, y así sucesivamente. Los cálculos actuales sobre esta multiplicación indican que un dólar de gasto público en productos de consumo genera, tras cierto tiempo, alrededor de un dólar y medio de gasto total y de producción. Como todos los cálculos de ese tipo, éste es aproximado e incierto; el verdadero efecto multiplicador puede variar dependiendo de las circunstancias.
La bajada de los impuestos ha resultado ser menos eficaz porque los beneficiarios ahorran una parte considerable de ese dinero, especialmente en épocas de incertidumbre.
Los seguidores actuales de Herbert Hoover afirman que la multiplicación es mucho menor, no de 1,5 sino quizás de 1,01 o 1, o puede que incluso menos. Probablemente no estén en lo cierto, y esas afirmaciones exageradas son absurdas.
Los modelos de previsión habituales, empleados por el Gobierno y por el sector privado, funcionan mejor con multiplicadores cercanos al 1,5 que se propone aquí. Un meticuloso estudio comparativo del Banco de la Reserva Federal en Boston averiguó que los multiplicadores mucho más pequeños, como los que en su momento proponía Milton Friedman, funcionan muy mal.
Pero, incluso si las compras de productos con dinero público no añadiesen a la producción nacional más que esos mismos productos, ése no sería un motivo para oponerse a ellas en un momento en que se está despidiendo a obreros y las fábricas están cerrando porque no son capaces de encontrar compradores particulares para sus productos.
Tenemos muchos ejemplos de mejoras en la economía real que tuvieron su origen en el gasto público: Estados Unidos después de 1940, nuevamente entre 1963 y 1967, e incluso la Alemania de Hitler. En esos casos, la fuerza impulsora era el gasto militar. No hay ningún motivo económico por el que el gasto en obras públicas pacíficas tendría que funcionar de un modo distinto.
De modo que ¿cómo explicar semejante estupidez a estas alturas del desarrollo de las ciencias económicas y en un momento en que la economía real tiene una necesidad tan apremiante de un impulso expansivo?
Se vislumbran dos posibles explicaciones. La primera es que un largo periodo de crecimiento económico tranquilo, interrumpido únicamente por recesiones muy leves, ha adormecido a la joven macroeconomía con la creencia de que éste es el orden natural de las cosas y que las economías capitalistas modernas simplemente no pueden sufrir caídas graves de la demanda. Ésta es una variante del error de Chamberlin. La otra explicación es que, aparentemente, la ideología conservadora tiene permiso para dejar de lado la sensatez.
Se tarda tiempo en labrarse una buena reputación. Pero en la injusta jungla de la ciencia, puede perderse de un día para otro. Afortunadamente, después de toda mala decisión dentro de los modelos económicos, uno puede hallar algo de consuelo en la última frase de Lo que el viento se llevó: "Mañana será otro día".
AUTOR : PAUL A. SAMUELSON
FUENTE : DIARIO EL PAIS
La ciencia económica ha progresado mucho desde entonces. Desafortunadamente, sin embargo, el excelente equipo económico del presidente Obama todavía se ve constreñido y estorbado por la oposición republicana del Congreso. Así es la política, la política peligrosa.
Pero quizás resulta más sorprendente que algunos macroeconomistas conservadores se hayan unido a quienes se oponen con pesimismo a que el Gobierno estimule de forma enérgica la economía real ahora. ¿Por qué unos especialistas en economía bien preparados quieren volver a caer en viejos errores en un momento crítico?
Es un hecho interesante, aunque no sirva de explicación, que algunos de ellos estén reproduciendo un viejo síndrome de Harvard. A principios de la década de los treinta, entre las estrellas de Harvard se encontraban nombres tan famosos como los de Joseph Schumpeter y Edward Chamberlin. Ambos encabezaron los ataques contra el plan de recuperación económica de Roosevelt conocido como New Deal.
Schumpeter afirmaba que las depresiones son algo bueno, no malo, porque proporcionan una catarsis (sea lo que sea lo que eso signifique en este contexto) después de las distorsiones de la expansión económica que las precede. ¡Una depresión era, de hecho, justo lo que recetaba el médico!
Pero Schumpeter no era el único que pensaba así. Otro austriaco famoso, Friedrich Hayek, que entonces residía en Inglaterra, fue objeto de eternos reproches por insistir de manera similar en limitar cualquier expansión del crédito durante la deflación de 1931. Se dice que, en un seminario celebrado en Londres en plena depresión, el joven socio de J. M. Haynes, Richard Kahn, le preguntó a Hayek: "¿Quiere decir que si usted me presta una libra y la gasto en consumir algo estoy haciendo que la depresión empeore? Hayek le respondió: "Sí, y es muy complicado explicar por qué". Pero es fácil explicar por qué se hundió la reputación de Hayek como macroeconomista.
Ésta no era una peculiaridad austriaca. Chamberlin, el famoso inventor de la teoría de la competencia monopolística, contribuyó a las críticas contra el New Deal con la descabellada opinión de que las depresiones eran "imposibles" porque la demanda nunca podía ser más baja que la oferta. Por eso no es de extrañar que un periódico de Boston publicase un titular desaprobador: "El equipo titular de Harvard queda eliminado".
En cierta forma, la historia se repite. Otra pareja de famosos economistas de Harvard, Greg Mankiw y Robert Barro, parece estar dejándose llevar por una ideología conservadora al estilo Hoover-Mellon para tratar de limitar y oponerse a la propuesta de Obama para reactivar la economía real. Su versión de la doctrina conservadora es ligeramente distinta.
Keynes y Richard Kahn sostenían que, en una economía con un paro y una falta de actividad excesivos, un dólar más de gasto gubernamental en productos de consumo, especialmente en aquellos que los consumidores normalmente no compran por sí mismos, sería más útil que un dólar gastado en aumentar la producción total.
Su razonamiento consistía en que esa parte de los beneficios privados obtenidos al producir lo que fuese que el Gobierno comprase en primer lugar serían gastados por aquellos que los hubiesen obtenido, y así sucesivamente. Los cálculos actuales sobre esta multiplicación indican que un dólar de gasto público en productos de consumo genera, tras cierto tiempo, alrededor de un dólar y medio de gasto total y de producción. Como todos los cálculos de ese tipo, éste es aproximado e incierto; el verdadero efecto multiplicador puede variar dependiendo de las circunstancias.
La bajada de los impuestos ha resultado ser menos eficaz porque los beneficiarios ahorran una parte considerable de ese dinero, especialmente en épocas de incertidumbre.
Los seguidores actuales de Herbert Hoover afirman que la multiplicación es mucho menor, no de 1,5 sino quizás de 1,01 o 1, o puede que incluso menos. Probablemente no estén en lo cierto, y esas afirmaciones exageradas son absurdas.
Los modelos de previsión habituales, empleados por el Gobierno y por el sector privado, funcionan mejor con multiplicadores cercanos al 1,5 que se propone aquí. Un meticuloso estudio comparativo del Banco de la Reserva Federal en Boston averiguó que los multiplicadores mucho más pequeños, como los que en su momento proponía Milton Friedman, funcionan muy mal.
Pero, incluso si las compras de productos con dinero público no añadiesen a la producción nacional más que esos mismos productos, ése no sería un motivo para oponerse a ellas en un momento en que se está despidiendo a obreros y las fábricas están cerrando porque no son capaces de encontrar compradores particulares para sus productos.
Tenemos muchos ejemplos de mejoras en la economía real que tuvieron su origen en el gasto público: Estados Unidos después de 1940, nuevamente entre 1963 y 1967, e incluso la Alemania de Hitler. En esos casos, la fuerza impulsora era el gasto militar. No hay ningún motivo económico por el que el gasto en obras públicas pacíficas tendría que funcionar de un modo distinto.
De modo que ¿cómo explicar semejante estupidez a estas alturas del desarrollo de las ciencias económicas y en un momento en que la economía real tiene una necesidad tan apremiante de un impulso expansivo?
Se vislumbran dos posibles explicaciones. La primera es que un largo periodo de crecimiento económico tranquilo, interrumpido únicamente por recesiones muy leves, ha adormecido a la joven macroeconomía con la creencia de que éste es el orden natural de las cosas y que las economías capitalistas modernas simplemente no pueden sufrir caídas graves de la demanda. Ésta es una variante del error de Chamberlin. La otra explicación es que, aparentemente, la ideología conservadora tiene permiso para dejar de lado la sensatez.
Se tarda tiempo en labrarse una buena reputación. Pero en la injusta jungla de la ciencia, puede perderse de un día para otro. Afortunadamente, después de toda mala decisión dentro de los modelos económicos, uno puede hallar algo de consuelo en la última frase de Lo que el viento se llevó: "Mañana será otro día".
AUTOR : PAUL A. SAMUELSON
FUENTE : DIARIO EL PAIS
Suscribirse a:
Entradas (Atom)