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domingo, 18 de abril de 2010

Una reforma a prueba de idiotas




La Casa Blanca confía en que el Senado aprobará pronto un proyecto de ley de regulación financiera. Yo no estoy tan seguro, dada la oposición de los líderes republicanos a cualquier reforma real. Pero en cualquier caso, ¿hasta qué punto es buena la legislación que está sobre el tapete, el proyecto de ley preparado por el senador por Connecticut Chris Dodd?

No lo bastante buena. Es un intento de buena fe de hacer lo que es necesario hacer, pero crearía un sistema enormemente dependiente de la sabiduría y las buenas intenciones de los funcionarios del Gobierno. Y como demuestra la historia de la última década, confiar en las cualidades de los funcionarios puede ser peligroso para la salud de la economía.

Es verdad que es imposible idear un régimen regulador que verdaderamente esté hecho a prueba de idiotas (cualquiera que piense lo contrario subestima el poder de la estupidez). Pero uno puede tratar de crear un sistema que sea relativamente resistente a los idiotas. Por desgracia, el proyecto de ley de Dodd no lo consigue.

Como afirmaba en mi última columna, aunque casi toda la atención se ha centrado en el problema de lo demasiado grande para quebrar -y aunque los grandes bancos se merecen todo el oprobio de que son objeto-, el problema esencial de nuestro sistema financiero no es el tamaño de las mayores instituciones financieras. En realidad, es el hecho de que el sistema actual no restringe el comportamiento arriesgado de los bancos en la sombra, instituciones -como Lehman Brothers- que desempeñan funciones bancarias, que son perfectamente capaces de generar una crisis bancaria, pero que, debido a que emiten deuda en lugar de aceptar depósitos, están sometidos a una supervisión mínima.

El proyecto de ley de Dodd trata de llenar este enorme agujero del sistema permitiendo que los reguladores federales impongan "normas estrictas sobre el capital, el apalancamiento, la liquidez, la gestión del riesgo y otros requisitos a medida que las empresas crecen en tamaño y complejidad". También confiere a los reguladores poder para embargar empresas financieras con problemas, y exige que las empresas grandes y complejas remitan planes fúnebres que faciliten relativamente la tarea de acabar con ellas.

Todo eso está bien. En la práctica, impone a la banca en la sombra algo parecido al régimen regulador que ya tenemos para la banca convencional.

¿Pero qué habrá realmente en esas normas estrictas sobre el capital, la liquidez y demás? El proyecto no lo dice. En lugar de eso, se deja todo al criterio del Consejo de Supervisión para la Estabilidad Financiera, una especie de grupo de trabajo del que forman parte el presidente de la Reserva Federal, el secretario del Tesoro, el interventor de la moneda y los directores de otros cinco organismos federales.

Mike Konczal, del Instituto Roosevelt, cuyo blog se ha convertido en una lectura esencial para cualquiera que esté interesado en la reforma financiera, ha señalado cuál es el problema: simplemente plantéense quién habría estado en ese Consejo en 2005, que probablemente fue el año cumbre de los préstamos irresponsables.

Pues bien, en 2005 el presidente de la Reserva Federal era Alan Greenspan, que hizo caso omiso de las advertencias sobre la burbuja inmobiliaria y que en octubre de 2005 afirmó que "instrumentos financieros cada vez más complejos han contribuido al desarrollo de un sistema financiero mucho más flexible, eficiente y, por tanto, resistente".

Mientras tanto, el secretario del Tesoro era John Snow, que... En realidad, no creo que nadie recuerde nada sobre Snow, aparte del hecho de que Karl Rove le trataba como a un chico de los recados.

El interventor de la moneda era John Dugan, que sigue ocupando el mismo cargo. Hace poco ha sido objeto de una semblanza publicada en The New York Times que señalaba su costumbre de bloquear los intentos por parte de los Estados de castigar severamente los préstamos para el consumo abusivo, basándose en que la autoridad sobre los bancos nacionales la tiene él y no los Estados (sólo que él casi nunca toma medidas para proteger a los consumidores).

Ah, y sobre el tema de la protección de los consumidores: el proyecto de ley de Dodd crea un organismo más o menos independiente para proteger a los consumidores de los préstamos abusivos, aunque alojado en la Reserva Federal. Eso es algo bueno. Pero otorga al consejo de supervisión la potestad de saltarse las recomendaciones del organismo.

La cuestión es que el proyecto de Dodd entregaría a un gobierno decidido a apretarle las riendas a las finanzas desbocadas los instrumentos que necesita para hacer el trabajo, pero no haría gran cosa para espolear a un gobierno menos decidido. Por el contrario, haría que a los futuros reguladores les fuese más fácil mirar para otro lado mientras se hinchase otra burbuja.

Así que lo que la legislación necesita son normas explícitas, reglas que obliguen a actuar incluso a reguladores que no estén especialmente deseosos de hacer su trabajo. Por ejemplo, debería haber un nivel máximo preestablecido de apalancamiento permitido (la reforma financiera que ya ha aprobado la Cámara de Representantes lo fija en 15-1, y el Senado debería hacer lo mismo). Debería haber normas estrictas que establezcan cuándo tienen los reguladores que embargar una empresa financiera con problemas. Debería haber normas inflexibles que exijan que los derivados financieros complejos se comercialicen de forma transparente. Y así sucesivamente.

Sé que lograr introducir esos elementos en el proyecto de ley será difícil desde el punto de vista político: cuando la legislación de la reforma se presente en el pleno del Senado, habrá presiones para hacerla más blanda, no más dura, con la esperanza de atraer los votos republicanos. Pero yo instaría a los dirigentes del Senado y al Gobierno de Obama a que no se conformen con un proyecto de ley débil con tal de poder afirmar que han aprobado una reforma financiera. Necesitamos una reforma con buenas posibilidades de funcionar de verdad.

AUTOR : Paul Krugman es profesor de Economía en Princeton y premio Nobel de Economía 2008.
FUENTE : EL PAIS

La trampa mortal de la deuda



El culebrón financiero griego es la punta de un iceberg de problemas de sostenibilidad de la deuda pública para muchas economías avanzadas y no sólo los llamados PIIGS (Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España). De hecho, la OCDE calcula ahora que los coeficientes deuda-PIB de las economías avanzadas aumentarán a una media del 100 por ciento, aproximadamente, del PIB. El Fondo Monetario Internacional ha hecho públicos recientemente cálculos similares.

Dentro de los PIIGS, los problemas no son sólo unos déficits públicos y porcentajes de deuda excesivos (en diferentes grados y medidas en los cinco países), sino también de déficits exteriores, pérdida de competitividad y, por tanto, crecimiento anémico.

Se trata de unas economías que, incluso hace un decenio, estaban perdiendo mercado a manos de China y Asia por sus exportaciones de poco valor añadido y mucha intensidad de mano de obra. Después de un decenio en el que los salarios aumentaron más rápidamente que la productividad, los costos laborales por unidad (y el tipo de cambio real basado en dichos costos) se apreciaron en gran medida. La consiguiente pérdida de competitividad se manifestó en grandes –y cada vez mayores– déficits por cuenta corriente y en una aminoración del crecimiento. La puntilla fue la apreciación del euro entre 2002 y 2008.

De modo que, aun cuando Grecia y otros PIIGS tuvieran la determinación política de reducir en masa sus grandes déficits fiscales, lo que es mucho decir, dada la resistencia política a las reducciones de gasto y los aumentos de impuestos, la contracción fiscal puede empeorar, al menos a corto plazo, la recesión actual, al disminuir la demanda agregada con el aumento de los impuestos y la reducción del gasto. Si baja el PIB, resulta imposible alcanzar determinada meta en materia de déficit y deuda (como porcentaje del PIB). Ésa fue, en efecto, la trampa mortal en la que se hundió la Argentina entre 1998 y 2001.

Para restablecer el crecimiento, hace falta una depreciación real de la moneda. Sólo hay tres formas como puede producirse. Una es la deflación que reduce los precios y los salarios entre el 20 y el 30 por ciento, pero la deflación está relacionada con la recesión persistente (véase de nuevo el caso de la Argentina) y la sociedad y el sistema político de un país no pueden aceptar años de recesión y austeridad fiscal para lograr una depreciación real. Mucho antes habría una suspensión de pagos y la salida del euro.

La segunda vía es la de seguir el modelo alemán, consistente en acelerar las reformas estructurales y la reestructuración de las empresas para aumentar la productividad, al tiempo que se mantiene un aumento moderado de los salarios, pero Alemania tardó un decenio en reducir sus costos laborales por unidad de ese modo; si Grecia o España comenzaran hoy, los costos a corto plazo de la reasignación de recursos serían grandes, mientras que harían falta demasiados años para lograr los beneficios en materia de aumento del crecimiento.

Por último, el euro podría perder valor en gran medida, pero el beneficiario principal sería Alemania y, para que el euro bajara lo suficiente, el riesgo de suspensión de pagos de Grecia tendría que ser tanto y el contagio a los márgenes de la deuda soberana de los PIIGS tan grave, que, antes de que la depreciación de la divisa pudiera rendir beneficios, el aumento de dichos márgenes causaría una recesión de doble caída en la zona del. euro.

De no ser por un milagro, Grecia parece próxima a la insolvencia. Al comienzo de su crisis, el déficit presupuestario de la Argentina, su deuda pública y su déficit por cuenta corriente (como porcentajes del PIB) eran 3 por ciento, 50 por ciento y 2 por ciento, respectivamente. Esos coeficientes en el caso de Grecia son mucho peores: 12,9 por ciento, 120 por ciento y 10 por ciento. Así, pues, hará falta un esfuerzo hercúleo, suerte y apoyo de la Unión Europea y del FMI para reducir la probabilidad de una posible quiebra y la salida de la zona del euro.

Actualmente, Grecia está demasiado interconectada como para que se permita su desplome: como tiene unos 400.000 millones de dólares de deuda pública, tres cuartas partes de los cuales pertenecientes a extranjeros, principalmente entidades financieras europeas, una quiebra desordenada provocaría pérdidas en masa y el riesgo de una crisis sistémica. Además, el contagio a los márgenes de la deuda soberana de los demás PIIGS sería enorme y hundiría algunas de esas economías.

Así, pues, pese a la repugnancia de Alemania y del Banco Central Europeo ante la idea de un “rescate”, Grecia necesita este año un gran apoyo financiero oficial con tasas que no sean insostenibles para impedir que su actual falta de liquidez pase inmediatamente a ser insolvencia, pero el apoyo oficial sólo será un respiro hasta el año que viene. No parece probable que se logre el trío mágico de porcentajes sostenibles de deuda y déficit, una depreciación real y restablecimiento del crecimiento, ni siquiera con apoyo financiero oficial.

Todos los rescates logrados de países con dificultades financieras –México, Corea, Tailandia, Brasil, Turquía– requieren dos condiciones: una disposición creíble del país a imponer la austeridad financiera y las reformas estructurales necesarias para restablecer la sostenibilidad y el crecimiento y cantidades ingentes de apoyo oficial concentrado en la etapa inicial para evitar una crisis de refinanciación continua –y que se alimente a sí misma– de vencimientos de deudas públicas o privadas –o ambas– a corto plazo. La reforma sin dinero sobre la mesa no funciona, pues los inversores nerviosos y demasiado impacientes preferirían retirar su dinero, si el país carece de las reservas de divisas extranjeras necesarias para prevenir el equivalente de una retirada en masa de fondos de un banco en relación con sus obligaciones a corto plazo.

Así, pues, después de un plan totalmente equivocado que habría entregado fondos a Grecia demasiado tarde –sólo cuando el país corriera el riesgo de una crisis de refinanciación– y con los tipos del mercado, que habrían vuelto insostenible su deuda, la UE recuperó la cordura y formuló un nuevo plan, más parecido a la condicionalidad típica del FMI: apoyo por tramos con una ayuda temprana y concentrada en la primera etapa y un tipo de interés semifavorable.

Sólo el tiempo dirá si ese plan funcionará, es decir, si Grecia resultará carente de liquidez, pero no insolvente, con la condición de que aplique una austeridad fiscal y unas reformas estructurales creíbles y con la ayuda de grandes cantidades de apoyo financiero, pero, como en el caso de la Argentina, Rusia y el Ecuador, si el ajuste no consigue restablecer la sostenibilidad de la deuda y del crecimiento, Grecia puede ser también insolvente. De momento, la comunidad oficial ha decidido atenerse al plan A; si éste falla, el plan B será la suspensión de pagos para reducir las deudas insostenibles y una salida de Grecia de la zona del euro para permitir la depreciación y el restablecimiento de la competitividad y del crecimiento.

AUTOR : Nouriel Roubini es profesor de Economía en la Stern School of Business de la Universidad de Nueva York y presidente de Roubini Global Economics (www.roubini.com), una consultoría macroeconómica mundial.

Traducido del inglés por Carlos Manzano.

FUENTE : PROJECT SYNDICATE