lunes, 3 de mayo de 2010
Arde Eurolandia
Y ahora resulta que en el caso griego figuran en el banquillo de los acusados, no los bancos frenéticamente especulativos, sino los Estados sociales despilfarradores de corte europeo…
Desde hace una semana, se ha declarado la situación de urgencia: los griegos han solicitado oficialmente la ayuda financiera que se les había prometido a fines de marzo. Caso de extrema necesidad. Se pide a la Unión Europea y al FMI que liberen lo antes posible los medios precisados. No queda mucho tiempo: a mediados de mayo caen los próximos vencimientos crediticios mil millonarios: no subvenir a ellos significa la quiebra del Estado. Los mercados financieros –a la cabeza, los fondos hedge que especulan contra el euro— no sueltan a la presa. Exigiendo intereses usurarios, hacen que las deudas del Estado griego no puedan refinanciarse en medio de la crisis económica.
En tal situación, la soberanía de los griegos ya no vale un higo. Antes de poner por obra la ayuda prometida, se les exigen ulteriores programas de ahorro dictados por el Banco Central Europeo (BCE) y el FMI. Llueven, además, prescripciones y propuestas, a cuál más inclemente y desinformada. Los mandamases de los partidos en Berlín tienen sus esperanzas puestas en los comisarios del ahorro del FMI que, gracias a la Canciller de Hierro, se sientan ya en la mesa decisoria. Ni que decir tiene que a los economistas del FMI, a diferencia de los políticos de la coalición nigrogualda [el color de la democracia cristiana alemana es el negro; el de los liberales alemanes, el amarillo; T.], hace mucho que cayeron en la cuenta de que un curso de extrema austeridad exigido a Grecia desde el exterior sólo puede terminar en una grave depresión económica y en un desjarretamiento social no menos grave.
La ironía de la historia
En la reunión de ministros de finanzas del G20 que tuvo lugar el fin de semana pasado, la eurocrisis vino a servir muy oportunamente de distracción. Todo lo demás –los acuciantes problemas de la economía mundial, sumida en una recesión que, ni por mucho, está en trance de superación— quedó en vía secundaria muerta. Grecia como la nueva figura simbólica del enfermo de la economía mundial: ¡menudo bocado para los norteamericanos! Una crisis que trae su origen en eurolandia y en la que la Unión Europea se ve obligada a pedir auxilio al FMI: ¡menudo aguinaldo para los lobistas de los mercados financieros! Los culpables no son los bancos frenéticamente entregdosa la especulación: ¡son los despilfarradores Estados sociales de corte europeo! La imagen neoliberal del mundo vuelve a cuadrar.
Los honorables que se reúnen en el G8 y en el G20, en el FMI y en el Banco Mundial, podrían haberse dedicado a estudiar asuntos de harto mayor enjundia que el de la pequeña Grecia. Nada acordaron. Ni en lo tocante a la planeada fiscalidad bancaria, ni en materia impuestos al mercado financiero, ni en lo atinente a la regulación del sector financiero: en nada de eso se ha avanzado un solo paso. Nada, sino nebulosas declaraciones. En el fondo del escenario, casi sin ruido, se lavó, como de paso, la crisis financiera del Banco Mundial. Se trataba aquí de sumas mucho más elevadas que en el caso de Grecia. La crisis de caja de este organismo se resolvió con 300 mil millones de dólares. El FMI pudo aplazar su reforma financiera pendiente, traspasando las urgencias al Banco Mundial: con especiales agradecimientos al gobierno federal alemán. Cundió la autosatisfacción en Washington: se ha metido a los europeos en vereda, encauzarlos por la buena senda del ahorro y el saneamiento.
Oficialmente, la ayuda a Grecia tiene que ver con el mantenimiento de un euro estable. Lo que sólo puede lograrse, si se bloquea la especulación internacional contra los distintos países de la eurozona. Una quiebra del Estado griego, una expulsión de los griegos de eurolandia, darían precisamente la señal equivocada. Entonces, inexorablemente, Portugal, España e Irlanda serían los siguientes. Si los europaíses se comprometieran a un préstamo común, podrían desde luego plantar cara a los mercados.
¿A quién beneficia una quiebra pública griega? Si los títulos de deuda griegos se deprecian pasivamente, los afectados serán principalmente los bancos alemanes y franceses. Sólo el banco alemán Hypo Real Estate (HRE), entretanto estatalizado, es tenedor por valor de diez mil millones de euros. Si ese dinero se evapora, Alemania se enfrentará a la siguiente crisis bancaria. El gobierno de Sarkozy están todavía más empantanado, pues los bancos franceses son tenedores de títulos griegos por valor de más de 77 mil millones de euros. La alternativa a la suspensión de pagos del estado griego sería una acción conjunta de refinanciación por parte de los europaíses, es decir, una renuncia parcial de los bancos europeos a sus exigencias como acreedores de Grecia. Oficialmente, eso está descartado para la Canciller Merkel, aunque sólo sea porque es lo que exigen con los partidos de la oposición. ANZEIGE
Eso significaría derivar parte de los costes de la crisis de deuda a quienes se han beneficiado de ella, y no a los griegos o a la propia población.
Y ahora viene la ironía de la historia: el gobierno federal alemán ha otorgado al FMI un papel clave en un juego maligno. Las autoridades del FMI deberían resistirse, aun cuando los griegos llegaran a poner por obra los más sombríos planes de ahorro. Pues, con las vigentes reglas de juego, el FMI no puede dar créditos a ningún solicitante que no pueda ya seguir devolviendo y sirviendo los intereses de sus deudas a largo plazo, es decir, a ningún solicitante que, de hecho, esté ya en quiebra. Con los 15 mil millones de euros ahora prometidos Grecia habría ya agotado su cuota de crédito con el FMI. Una última gota vertida sobre piedra incandescente.
Reformar o abdicar
Raro, pero probable: la participación del FMI en la ayuda de emergencia a Grecia mejora visiblemente las perspectivas de refinanciación. Y tendría la gran ventaja de que serían los bancos y otros acreedores del estado los que correrían con la sangría, y no el sufrido y habitual contribuyente. Como muy tarde el 19 de mayo próximo, la acción de rescate para Grecia debe estar lista. En esa fecha vence un préstamo por 8,5 mil millones de euros. De no honrarlo, se entra en quiebra. Ya no servirían de nada entonces los créditos del FMI, y los bancos europeos deberían tragarse una refinanciación.
Eso no sería ningún drama para los mercados financieros; para ellos, la tragedia griega no es más que un intermedio. Japón, por ejemplo, está en una situación mucho peor que eurolandia. Cuando en Europa no haya nada que pescar, los fondos hedge se lanzarán tarde o temprano sobre el río revuelto del yen. Y luego vienen el dólar y la libra esterlina, porque norteamericanos y británicos están aún más gravemente endeudados que Grecia: allí hay más que pescar. No son los griegos quienes tienen que apresurarse a poner orden en sus casas y a hacer planes de saneamiento, sino el G20, el FMI, el Banco Mundial y los gobiernos presentes en esas instituciones, incluida la maestra ciruela que es Alemania. La disyuntiva no ofrece duda: o imponer una regulación de los mercados financieros, a la que éstos y sus lobistas ofrecerán una resistencia encarnizada, o abdicar.
AUTOR : Michael R. Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es profesor de política económica y derecho fiscal en la Universidad de Ámsterdam, investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social de esa misma ciudad y catedrático de economía política y director del Instituto de Estudios Superiores de la Universidad de Lancaster en el Reino Unido.
Traducción Amaranta Süss
FUENTE : SIN PERMISO
No lloren por Wall Street
La semana pasada, el presidente Obama fue a Manhattan, donde instó a una audiencia proveniente en gran parte de Wall Street a respaldar la reforma financiera. "Creo", afirmó, "que estas reformas son, en última instancia, no sólo lo mejor para los intereses de nuestro país, sino también lo mejor para los intereses del sector financiero".
Bueno, ojalá que no hubiese dicho eso; y no sólo porque realmente necesite, desde el punto de vista político, adoptar una postura populista, poner alguna distancia visible entre él y los banqueros. El hecho es que Obama debería estar tratando de hacer lo que es bueno para el país, y punto. Si hacerlo perjudica a los banqueros, qué se le va a hacer.
Es más aún, la reforma realmente debería perjudicar a los banqueros. Un conjunto cada vez mayor de análisis indica que un sector financiero excesivamente grande es perjudicial para la economía en general. Reducir ese sector excesivamente grande no hará feliz a Wall Street, pero lo que es malo para Wall Street podría ser bueno para Estados Unidos.
Ahora bien, las reformas que actualmente están sobre el tapete -y que yo apoyo- podrían terminar siendo buenas para el sector financiero, así como para el resto de nosotros. Pero eso se debe a que sólo abordan una parte del problema: harían las finanzas más seguras, pero podrían no hacerlas más pequeñas.
¿Cuál es el problema con las finanzas? Empecemos por el hecho de que el sector financiero moderno genera enormes ingresos y nóminas, pero proporciona pocos beneficios tangibles.
¿Se acuerdan de la película de 1984 Wall Street, en la que Gordon Gekko afirmaba que "la codicia es buena"? Según los criterios actuales, Gekko sería un pelagatos. En los años que precedieron a la crisis de 2008, el sector financiero representaba un tercio de los ingresos nacionales totales (aproximadamente, el doble de lo que suponía dos décadas antes).
Nos decían que estos beneficios estaban justificados porque el sector estaba haciendo grandes cosas por la economía. Canalizaba el capital hacia usos productivos; repartía el riesgo; mejoraba la estabilidad financiera. Ninguna de esas cosas era cierta. El capital no se estaba canalizando hacia los innovadores que crean empleo, sino hacia una burbuja inmobiliaria insostenible; el riesgo estaba concentrado, no repartido; y cuando la burbuja estalló, el supuestamente estable sistema financiero se hundió, con la peor crisis mundial desde la Gran Depresión como daño colateral.
Entonces, ¿por qué estaban ganando dinero a paladas los banqueros? Mi interpretación, que refleja los esfuerzos de los economistas financieros por encontrarle sentido a la catástrofe, es que principalmente apostaban con dinero de otra gente. El sector financiero hizo apuestas demasiado grandes y arriesgadas con fondos prestados -apuestas que fueron enormemente rentables hasta que fallaron-, pero fue capaz de conseguir préstamos baratos porque los inversores no comprendían lo frágil que era el sector.
¿Y qué hay de los tan cacareados beneficios de la innovación financiera? Coincido con los economistas Andrei Shleifer y Robert Vishny, que en un artículo reciente sostienen que gran parte de esa innovación consistió en crear la ilusión de seguridad proporcionando a los inversores sustitutos falsos de activos pasados de moda como los depósitos bancarios. Finalmente, la ilusión se vino abajo (y la consecuencia fue una crisis financiera desastrosa).
En su discurso de la semana pasada, por cierto, Obama insistió -dos veces- en que la reforma financiera no ahogará la innovación. Es una lástima.
Y ésta es la cuestión: tras recibir un duro golpe durante el periodo inmediatamente posterior a la crisis, los beneficios del sector financiero se están disparando otra vez. Parece muy probable que el sector volverá a jugar a los mismos juegos que nos metieron en este lío inicialmente.
De modo que, ¿qué tenemos que hacer? Como he dicho, apoyo las propuestas de reforma de la Administración de Obama y sus aliados del Congreso. Entre otras cosas, sería una pena ver que la campaña antirreforma de los dirigentes republicanos -una campaña marcada por una falta de honradez y una hipocresía asombrosas- triunfa.
Pero estas reformas deberían ser sólo el primer paso. También tenemos que reducir el tamaño de las finanzas.
Y no son sólo los detractores de fuera los que dicen esto (no es que los detractores de fuera críticos tengan nada de malo, ya que han acertado mucho más que los supuestamente buenos conocedores del tema; véase Greenspan, Alan). El Fondo Monerario Internacional ha hecho un llamamiento en favor de un impuesto sobre la actividad financiera -un FAT, o 'gordo', en sus siglas en inglés- que gravaría los beneficios y las remuneraciones del sector financiero. Un impuesto así, sostiene el fondo, podría "atenuar la asunción de riesgos excesivos". También podría "tender a reducir el tamaño del sector financiero", cosa que el fondo presenta como algo bueno.
El tema es que la propuesta del FMI es en realidad demasiado blanda. Aun así, si se convierte en una realidad, Wall Street va a estar que trina.
Pero el hecho es que hemos estado dedicando una parte demasiado grande de nuestra riqueza, una parte demasiado grande del talento del país, al negocio de diseñar complejos planes financieros y trapichear con ellos; planes que tienen cierta tendencia a destrozar la economía. Poner fin a esta situación perjudicará al sector financiero. ¿Y?
AUTOR : Paul Krugman, profesor de Economía de Princeton, obtuvo el Premio Nobel en 2008.
FUENTE : EL PAIS
¿Estado versus mercado? El falso dilema
El desarme ideológico de las izquierdas explica que muchas de ellas hayan adoptado el esquema ideológico de las derechas, con las consecuencias que todos estamos viendo: la enorme crisis financiera y económica que estamos experimentando, y en cuya génesis encontramos las políticas liberales promovidas por los gobiernos de derechas y reproducidas en gran número de políticas llevadas a cabo por gobiernos de centroizquierdas.
Así pues, en la Unión Europea (UE), existe consenso en las instituciones europeas -desde el Consejo Europeo, a la Comisión Europea, pasando por el Banco Central Europeo-, de que hay que “apretarse el cinturón” y hacer sacrificios, lo cual quiere decir (en la mayoría de foros en que esta llamada a la austeridad se realiza) que hay que bajar los salarios (a través de reformas del mercado laboral, cuyo resultado será la disminución de la capacidad adquisitiva de las clases populares), y disminuir el gasto público para reducir el déficit y la deuda pública. Estas políticas se desarrollan dentro de un marco teórico en el que se considera que el mercado debe ser el que determine la distribución de los recursos, disminuyendo el intervencionismo del Estado que dificulta el desarrollo y la eficiencia económica. Hoy, tanto las derechas como las izquierdas gobernantes comulgan con este credo. Y las diferencias políticas se reducen a cuánto mercado versus cuánto Estado necesita la economía. Las izquierdas favorecen, en general, que el Estado tenga una función reguladora mayor y las derechas que la tenga menor. Pero por lo demás, ambas –las derechas y las izquierdas- coinciden en que el mercado debe ser el centro del quehacer económico.
Debido al enorme dominio de las derechas en los medios de información y persuasión, esta teoría ha alcanzado la categoría de dogma y como tal se reproduce a base de fe, en lugar de a partir de evidencia científica, puesto que ésta última demuestra claramente que este marco teórico no define la realidad existente hoy en la actividad económica que nos rodea. El presidente Reagan, el gran gurú del pensamiento liberal (la sensibilidad dominante en las derechas, no sólo estadounidenses, sino también europeas), fue el presidente que aumentó más el intervencionismo público a base de incrementar considerablemente el gasto público durante su manato (de 21,6% al 23% del PIB) mediante el mayor crecimiento de los impuestos que un gobierno federal haya llevado a cabo en tiempo de paz en EEUU (reduciendo la carga fiscal del 20% de renta superior de la población, los más ricos de EEUU, pero aumentando la del 80% restante de la población) y permitiendo un gran crecimiento del déficit federal. El crecimiento del gasto público se dedicó, predominantemente, a tecnología militar y a subvenciones a las grandes corporaciones. Como bien dijo el ideólogo del pensamiento liberal en EEUU, John Williamson, “tenemos que reconocer que lo que el gobierno Reagan promueve a nivel internacional, no lo hace en su propio país” (Institute for Internacional Economics, Washington DC, 1986).
El último ejemplo de la falsedad del modelo teórico “mercado versus Estado” es lo que ocurre con el gasto farmacéutico. El capítulo farmacia consume alrededor de un 25-30% del gasto sanitario en la mayoría de países de la OCDE (en España es el 32%). Ello supone muchos millones de dólares o euros. EEUU se gasta 250.000 millones de dólares en productos farmacéuticos. Ahora bien, un porcentaje muy elevado (74%) es para comprar productos que tienen un precio inflado, resultado de estar patentado. Es decir, que para compensar lo que la industria farmacéutica define como costes de investigación, el Estado le permite durante varios años tener un monopolio en la venta del producto, inflando su precio. No hay, pues, mercado que valga. Según el sistema de patentes, el Estado no permite que haya mercado.
Esta práctica ocurre constantemente en el mal llamado libre mercado. Bill Gates no existiría si no hubiera sido porque el Estado le dio el monopolio de Windows, prohibiendo alternativas. De ahí la enorme fortuna de uno de los personajes más ricos del mundo. No fue el mercado, sino el Estado el que creó a Bill Gates (permitiéndole unos ingresos de 60.000 millones al año, lo cual no podría ser de no existir tal patente). Pues bien, los costes que supone para la ciudadanía el sistema de patentes garantizadas por el Estado se calcula que es alrededor de un 6,6% del PIB en EEUU (casi la tercera parte de los ingresos del Estado federal). Recuerden que en todo ello el mercado no tiene nada que ver con eso. Estamos hablando de un monopolio garantizado por el Estado.
Frente a esta situación, comienza a cuestionarse la situación monopolista garantizada por el Estado. Así, Dean Baker, del Center for Economic and Policy Research de Washington (una de las mentes más claras dentro de la comunidad de economistas estadounidenses), ha propuesto que el Estado sea el que haga la investigación aplicada (que realiza la industria farmacéutica), además de la básica (que realiza el gobierno federal). En la investigación farmacéutica, el gobierno federal realiza la mitad de toda la investigación que se realiza en EEUU (en sus centros de investigación sanitaria y, muy en especial, en los National Institutes of Health: NIH), centrándose en investigación básica (30.000 milloneas de dólares). Si hiciera también la otra mitad, que se centra en investigación aplicada (que ahora hace la industria farmacéutica), entonces podrían eliminarse todas las patentes, con lo cual la sociedad y el Estado se ahorrarían enormes cantidades de dinero, permitiendo además que el mercado funcionase en la distribución del producto. La intervención pública permitiría entonces el desarrollo del mercado, en lugar de obstaculizarlo como ahora, abaratando enormemente el producto. Así hoy, un nuevo tratamiento de cáncer, consecuencia de un nuevo producto basado en la ingeniería genética, cuesta 250.000 dólares al año, lo cual excluye en EEUU a la mayoría de la población. Si no existiese la patente (y el Estado hubiera hecho la investigación) costaría sólo 200 dólares.
Ahora bien, en la UE esto no puede hacerse, pues la UE prohíbe que el Estado intervenga para eliminar las patentes, sustituyendo a la industria privada, que requiere el monopolio. De ahí que el que termina haciendo el sacrificio es el usuario. ¿Por qué no la industria farmacéutica? Pues la respuesta es fácil de obtener. Porque la industria farmacéutica es poderosísima. Así de claro. La cuestión no es mercado versus Estado, sino al servicio de quién está el Estado. Y cuando se hace la petición de que hay que apretarse el cinturón siempre se piensa en las clases populares como las que tienen que hacer el sacrificio y nunca en los grandes grupos fácticos que ejercen un enorme control sobre las instituciones políticas. ¿Hasta cuándo durará esta situación?
AUTOR : Vicences Navarro
FUENTE : SISTEMA DIGITAL
viernes, 5 de marzo de 2010
Déficit presupuestario e internacionalización del capital
Hemos traducido este texto que Ernest Mandel, uno de los economistas marxistas más importante de la segunda mitad del siglo XX, publicó en el periódico de la sección belga de la IV Internacional, La Gauche, en su número n°14, el 12 de agosto de 1992, tres años antes de su muerte. Un artículo que, pasados ya casi 20 años, mantiene una increíble actualidad.
«Para que el déficit presupuestario no genere inflación antes de que se alcance el pleno empleo, es necesario que los impuestos directos aumenten en la misma proporción que las rentas. Pero la burguesía prefiere suscribir deuda pública a pagar impuestos: la deuda paga dividendos, los impuestos no. El fraude fiscal es un fenómeno generalizado en la sociedad burguesa del siglo XX. Por ello, el déficit presupuestario va acompañado prácticamente siempre de un crecimiento de la deuda pública.»
Fue el economista británico John Maynard Keynes quién puso en primer plano la utilización del déficit presupuestario como instrumento para combatir la crisis económica y el paro. Una idea que ha sido parcialmente recuperada por el movimiento obrero organizado en numerosos países para relanzar la economía a través de un incremento significativo del gasto en obras públicas. Ese fue el caso en los años treinta en Bélgica del Plan de Trabajo del Partido Obrero belga.
De nuevo, no existen "automatismos"
Los argumentos de Keynes a este respecto son convincentes. Los capitalistas no están obligados a reinvertir sus beneficios suplementarios en la producción. Pueden optar por atesorarlos o utilizarlos con fines estrictamente especulativos. Pero cuando los invierten puede ser como inversiones de racionalización que supriman empleos en vez de crearlos.
Los capitalistas no trabajan para el "interés general". Lo que buscan es aumentar al máximo sus beneficios. Esa conducta es la que acaba por provocar el crecimiento periódico del paro y las crisis económicas más o menos largas. En el curso de estas crisis, el volumen y la tasa de ganancias caen. La restauración de la tasa de ganancias es una prioridad absoluta para la burguesía. El aumento de la tasa de explotación de los asalariados –en términos marxistas, la tasa de plusvalía− es el medio que utiliza para ello. La política de austeridad se convierte en su programa. La deflación "monetarista" y la inflación keynesiana no son sino dos variantes de esta misma orientación fundamental.
Un balance histórico incontrovertible
El balance histórico de la política keynesiana es bastante evidente. La experiencia más prometedora, el New Deal de Roosevelt, se saldó en un fracaso vergonzante. A pesar del crecimiento del gasto público, acabó desembocando en la crisis de 1938, con más de diez millones de parados en Estados Unidos. Solo la economía de rearme acelerado consiguió acabar con el paro masivo. Se confirmo así el diagnostico de Rosa Luxemburg, que identificó que la economía de producción de armamentos es el "mercado substitutivo" por excelencia de la época imperialista.
Después de 1948 fue la amplitud de los gastos en armamento en Estados Unidos lo que se convirtió en el motor de la expansión de la economía capitalista internacional en su conjunto. Fueron ellos los que sostuvieron la "onda larga expansiva" de la economía capitalista, a costa de un déficit presupuestario y de una inflación permanentes. El otro estímulo principal de la expansión fue el crecimiento enorme del crédito, es decir de la deuda, tanto de las grandes compañías como de los hogares mas pobres. Como hemos explicado una y otra vez, la economía capitalista se ha expandido flotando sobre un mar de deuda. Sólo la deuda en dólares alcanza actualmente la cifra astronómica de 10 billones de dólares, que incluye la famosa "deuda del tercer mundo" que afecta a más del 50% de los habitantes del planeta, pero que no representa más que el 15% del total.
Esta explosión de la deuda representa igualmente un mercado de substitución. Crea un poder de compra suplementario que permite amortiguar los efectos de las contradicciones internas del capitalismo. Pero esta capacidad de amortiguación es solo temporal. La hora de la verdad se retrasa, pero no indefinidamente. El endeudamiento creciente alimenta inevitablemente la inflación. A partir de un cierto umbral, en vez de estimular la expansión, comienza a estrangularla. Ello precipita la conversión de la "onda larga expansiva" en "onda larga depresiva", tal y como ocurrió a finales de los años 60 y comienzos de los 70.
Hay además algo irreal en la oposición desarrollada por los dogmáticos del neoliberalismo entre las llamadas políticas de "oferta" y las políticas de "demanda" a través del déficit presupuestario. El déficit presupuestario nunca ha sido tan grande como bajo la administración del autoproclamado campeón del neoliberalismo, Ronald Reagan. Lo mismo se puede afirmar en buena medida de la Sra. Thatcher. Ambos han sido campeones de un neo-keynesianismo de choque, a pesar de sus profesiones de fe en sentido contrario. El verdadero debate no es sobre el tamaño del déficit presupuestario, sino en qué se utiliza. ¿Que clase social o fracciones de clase se benefician?, ¿con que resultados para el conjunto de la economía y de la sociedad?
En este sentido, los datos empíricos son incontrovertibles. El neo-keynesianismo de Reagan y de la Sra. Thatcher, asociado a los dogmas "monetaristas" (como la estabilidad monetaria a todo precio) ha reforzado brutalmente en todos lados la ofensiva de austeridad del gran capital. Se ha reducido el gasto social y las inversiones en infraestructuras. Se han multiplicado los gastos de armamento en Estados Unidos, Gran Bretaña y en menor medida en Japón y Alemania. Han aumentado los subsidios a las empresas privadas. Ha crecido la desigualdad social. Se ha estimulado el paro, que ha pasado de 10 a 50 millones de desempleados, si no más, en los países imperialistas, y ha alcanzado, si no superado, los 500 millones de personas en el "tercer mundo". Los efectos sociales globales han sido aún más desastrosos. Los cursos de economía del desarrollo que se imparten en todas las universidades del mundo afirman con toda la razón que las inversiones más productivas a largo plazo son las que tienen lugar en los sectores de la enseñanza, la sanidad pública y las infraestructuras. Pero los dogmáticos del neoliberalismo hacen caso omiso de esta sabiduría elemental cuando abordan los problemas de las finanzas públicas bajo el principio del "restablecimiento del equilibrio" a cualquier precio. Cortan en primer lugar los presupuestos de enseñanza, sanidad e infraestructuras, con efectos desastrosos a medio plazo, incluidos los que se dan sobre la productividad.
¿Quiere ello decir que los socialistas y los humanistas deben preferir el keynesianismo tradicional, que defiende las distintas variantes del "estado del bienestar", en vez del cóctel envenenado de monetarismo y neo-keynesianismo que se nos quiere servir hoy? La respuesta parece ser obvia, pero debemos matizarla. El keynesianismo tradicional implica formas diversas de ejercicio y reparto del poder en el marco de la sociedad burguesa. Ello conlleva siempre diversas formas de "contrato social" y de consenso con el gran capital sobre la base de lo que es aceptable para el gran capital, es decir, de un "consenso" unilateral (socialismo de gestión). A ello oponemos la prioridad absoluta de la defensa de los intereses inmediatos de los asalariados y de los objetivos válidos de los "nuevos movimientos sociales" (ecologistas, feministas, pacifistas, de solidaridad con el tercer mundo). Ello exige mantener o recuperar la independencia política de la clase de los asalariados y asalariadas. Por otra parte, el keynesianismo tradicional como mal menor en relación con las políticas deflacionistas sólo tiene sentido si produce una reducción rápida y radical del paro. Porque en las condiciones actuales, el neo-keynesianismo lleva a un crecimiento del paro y de la marginación de sectores cada vez mayores de la población. No supone ningún freno al objetivo de la burguesía de una "sociedad dual", a la división institucional de la clase asalariada, a la degradación y desmoralización creciente de sectores de las clases trabajadoras. Mediante la despolitización y la desesperanza se crea así el caldo de cultivo para el crecimiento de la extrema derecha neo-fascista.
El peso de las multinacionales
El capitalismo tardío se caracteriza por otra parte por una concentración y centralización internacional del capital sin comparación con el pasado. Las compañías multinacionales se han convertido en la principal forma de organización del gran capital. Menos de 700 empresas dominan la mayor parte del mercado mundial. Ante las todo poderosas multinacionales, los estados-nación tradicionales son cada vez más incapaces de aplicar en los hechos una política económica coherente y eficaz. Es cierto que las multinacionales no son la única forma que adoptan las grandes empresas. A su lado subsisten grandes empresas sectoriales esencialmente "nacionales", además de empresas públicas y mixtas de todo tipo y diferentes en cada país. El papel económico del estado-nación no se ha reducido, por lo tanto, a cero. Pero hay que reconocer que esta es la tendencia fundamental a largo plazo, es decir, un declive gradual (ni inmediato, ni total) de la eficacia del intervencionismo económico del estado nacional. La ofensiva ideológica del neoliberalismo es en gran medida el producto y no la causa de esta evolución.
Ante el ascenso de las multinacionales, el estado-nación ha dejado de ser un instrumento económico adecuado para la burguesía. Pero sigue necesitándolo para auto-defenderse. Necesita al estado para defender sus intereses particulares frente a los competidores extranjeros. Necesita el estado para amortiguar los choques de las crisis económicas y sociales. Necesita el estado para reprimir en caso de crisis socio-económicas explosivas. En la medida en que el estado nación le es menos útil, tiende a sustituirlo por instituciones supranacionales. Pero para que estas adquieran funciones comparables a las estatales, hay que superar importantes obstáculos políticos, culturales, ideológicos. Y acaba siendo mucho más complicado que lo previsto inicialmente.
De la misma manera, la unificación de la Europa capitalista sigue arrastrándose entre una vaga confederación de estados soberanos (una zona de libre cambio), y una federación europea de carácter realmente estatal, con una moneda común, un banco central común, una política industrial y agrícola común, un ejercito y una policía comunes, todos ellos representados por un auténtico gobierno común. Las instituciones surgidas del acta única o de los Acuerdos de Maastricht reflejan bien ese carácter híbrido. Se trata de instituciones pre-estatales, semi-estatales, que no son realmente estatales. El auténtico poder sigue en manos del consejo de ministros, es decir de los doce gobiernos asociados. Las transferencias reales de soberanía son muy limitadas. La disparidad de las realidades nacionales sigue pesando mucho.
Ni repliegue proteccionista ni euforia europeísta
Los Acuerdos de Maastricht imponen a los estados que participan de pleno derecho en la Europa unida una reducción del déficit presupuestario del 3% del PIB para mantener la estabilidad monetaria. Pocos estados alcanzarán este objetivo en 1996, en 1997 o 1998. ¿Se avanzará a una Europa a cinco (Alemania, Francia, Benelux)? Todo el mecanismo parece gripado. Hay que añadir además una bomba retardada: los efectos a medio plazo de la llamada "estabilización presupuestaria" sobre la coyuntura económica y especialmente sobre el empleo. Según una nota confidencial de la OCDE, dichos efectos serán muy negativos. Solo el hecho de que Maastricht implique un reforzamiento de la política de austeridad es motivo más que suficiente para que el movimiento obrero y la izquierda alternativa rechacen dichos acuerdos.
Pero no hay que engañarse. En realidad, con la excusa del "rigor presupuestario", Maastricht no es más que una política dura de austeridad con la que se han comprometido todos los gobiernos. Es a esa política de austeridad a la que hay que enfrentarse, más allá de los acuerdos de Maastricht. Es decir, la oposición a Maastricht no debe adoptar la forma de un repliegue proteccionista y nacionalista.
Una estrategia de ese tipo sería una pérdida de tiempo, porque nos volvería a confrontar con las políticas de austeridad. Incluso proporcionaría una "justificación" ideológica adicional: la defensa de la soberanía nacional. ¿No ha sido así como la dirección del Partido Socialista belga, los Martens o Dehaene han abrazado las políticas de austeridad para defender la "competitividad nacional" o "nuestra" industria?
Ante la internacionalización creciente del capital y del poder de las multinacionales no hay más que dos estrategias posibles para los asalariados y los activistas de los nuevos movimientos sociales. La primera es la de la colaboración de clases con su propia burguesía, contra los "alemanes", los "británicos", los "españoles" o los "japoneses", en una alianza de patrones y trabajadores. Esta estrategia no solo es reaccionaria ideológicamente, sino que nutre el chovinismo, el egoísmo a corto plazo, la xenofobia o el racismo. Es también una estrategia del avestruz. Como las multinacionales siempre encontrarán un país en el que los salarios sean más bajos, las condiciones de trabajo más duras, las libertades democráticas más limitadas, adoptar esa estrategia es sumirse en una espiral de salarios, condiciones de trabajo o libertades democráticas cada vez peores. Es luchar por una "igualación a la baja".
La segunda estrategia es la única eficaz, la de la unidad y colaboración de los asalariados de todos los países y de sus aliados contra los patronos de todos los países, con el objetivo de mantener todas las conquistas sociales y de elevar progresivamente los salarios, la seguridad social, las condiciones de trabajo de los asalariados de los países más desfavorecidos en relación con los países con mayores conquistas. Es la lógica de la "igualación por lo alto".
Coordinar la respuesta internacional
Es verdad que en el seno de las instituciones europeas, hay matices que enfrentan a las fuerzas del "centro-izquierda" con las del "centro-derecha". Los debates en relación con la "carta social europea" dan testimonio de estas diferencias. Por ello, no defendemos la política de cuanto peor, mejor. Pero no tenemos más remedio que constatar que ambos defienden la política de austeridad.
No nos oponemos por lo tanto a la Europa de Maastricht y las multinacionales en nombre de una prioridad de acción política en el marco del estado-nación. Nuestro objetivo a largo plazo son los Estados Unidos Socialistas de Europa, en la vía de la Federación Socialista Mundial, único marco adecuado para resolver los acuciantes problemas de la Humanidad.
Apoyamos todas las iniciativas que favorecen la toma de conciencia de la necesidad de una acción común de los asalariados en el terreno político a escala europea. Por ello estamos a favor de todo aquello que ayude a una protección común de los asalariados a escala europea, sobre todo de los más desfavorecidos.
Sabemos que no se crearán a corto y medio plazo los Estados Unidos Socialistas de Europa, dada la correlación de fuerzas existente. Por ello damos la máxima prioridad a la defensa intransigente de los intereses inmediatos, económicos y políticos de las masas, tanto a nivel europeo como nacional.
La prioridad es la acción de masas extra-parlamentaria. Esta prioridad no supone rechazar ninguna iniciativa parlamentaria o legislativa en los Parlamentos nacionales o en su sucedáneo europeo. Implica al mismo tiempo una dimensión moral decisiva: la recuperación por parte del movimiento obrero, de los asalariados y sus aliados, del principio de la solidaridad, que expresa de forma tan admirable la consigna del sindicalismo americano: "un ataque a uno es un ataque contra todos".
AUTOR : ERNESTO MANDEL
FUENTE : SIN PERMISO