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viernes, 2 de julio de 2010

La Inexplicable G -8



Al organizar la Cumbre de 2010 del G-8, en el que participan las principales economías (Canadá, Francia, Alemania, Italia, Japón, Rusia, el Reino Unido y los Estados Unidos), el primer ministro canadiense, Stephen Harper, hizo un llamado para que fuera una "cumbre de rendición de cuentas", para que el G-8 asumiera la responsabilidad por las promesas que ha hecho a lo largo de los años. Hagamos, pues, nuestro propio balance de la actuación del G-8. La respuesta es, lamentablemente, una calificación de reprobado. Este año, el G-8 ilustra la diferencia entre la pose para la foto y la gobernanza global seria.

De todas las promesas que ha hecho el G-8, la más importante fue la que le hizo a los más pobres del mundo en la Cumbre de Gleneagles, Escocia en 2005. El G-8 prometió que para este año, aumentaría la asistencia al desarrollo anual para los pobres del mundo en 50 mil millones de dólares en comparación con 2004. La mitad de ese aumento, es decir, 25 mil millones al año, se dedicarían a África.

El G-8 se quedó muy lejos de esa meta, especialmente con respecto a África. La ayuda total aumentó alrededor de 40 mil millones de dólares, en lugar de 50 mil millones, y la ayuda para África creció entre 10 y 15 mil millones de dólares al año en lugar de 25 mil millones. Si se mide de manera adecuada, la diferencia es incluso mayor, porque las promesas que se hicieron en 2005 debieron ajustarse a la inflación. Si se replantean esos compromisos en términos reales, la ayuda total debió haber aumentado en alrededor de 60 mil millones de dólares, y la destinada a África en alrededor de 30 mil millones.

En efecto, el G-8 cumplió sólo la mitad de su promesa a África –un aumento de la ayuda de alrededor de 15 mil millones de dólares, en lugar de 30 mil millones. La mayor parte del aumento global de la ayuda del G-8 se destinó a Iraq y Afganistán, como parte de las actividades bélicas encabezadas por los Estados Unidos, y no a África. Entre los países del G-8, únicamente el Reino Unido está haciendo un esfuerzo audaz por aumentar su presupuesto de ayuda global y dedicar una parte importante a África.

Puesto que durante muchos años el G-8 se desvió de sus metas en cuestión de ayuda, me he estado preguntando desde hace tiempo que diría en 2010, cuando llegara la fecha de cumplir los compromisos. De hecho, el G-8 utilizó dos enfoques. En primer lugar, en un “informe sobre la rendición de cuentas" que se publicó antes de la cumbre, el G-8 expresó los compromisos de 2005 en dólares corrientes y no en dólares ajustados a la inflación con el fin de minimizar la magnitud del faltante anunciado.

En segundo lugar, el comunicado de la Cumbre del G-8 sencillamente no mencionó en absoluto los compromisos que no se cumplieron. En otras palabras, el principio de rendición de cuentas del G-8 se convirtió en el siguiente: si el G-8 no cumple una meta importante, hay que dejar de mencionar la meta –una postura cínica, especialmente en una cumbre anunciada como de “rendición de cuentas”.

El G-8 no fracasó debido a la crisis financiera actual. Aun antes de la crisis, los países del G-8 no estaban tomando medidas serias para cumplir sus compromisos con África. Este año, a pesar de una enorme crisis presupuestal, el gobierno del Reino Unido ha cumplido heroicamente sus compromisos de ayuda, lo que demuestra que otros países lo habrían podido haces si se lo hubieran propuesto.

Pero, ¿no es eso acaso lo que les gusta hacer a los políticos –sonreír para las cámaras y después no cumplir sus promesas? Yo diría que la situación es mucho más grave.

Primero, los compromisos asumidos en Gleneagles pueden ser solamente palabras para los políticos de los países ricos, pero para los países pobres son cuestiones de vida o muerte. Si África recibiera de 15 a 20 mil millones de dólares adicionales anuales en ayuda al desarrollo en 2010, como se prometió, con montos crecientes durante los próximos años (como se prometió también), se evitaría que millones de niños murieran en condiciones terribles por enfermedades que se pueden prevenir, y decenas de millones de niños podrían recibir servicios de educación.

Segundo, las palabras vacías de los líderes del G-8 ponen en riesgo al mundo. Los líderes del G-8 prometieron el año pasado luchar contra el hambre mediante la aportación de nuevos fondos por 22 mil millones de dólares pero, hasta el momento, no han realizado esa contribución. Se comprometieron a luchar contra el cambio climático aportando 30 mil millones de dólares en nuevos fondos de emergencia, pero hasta ahora no los han entregado. Mi propio país, los Estados Unidos, muestran el mayor desfase entre promesas y realidad.

Se informa que Canadá gastó una enorme suma en la organización de la cumbre del G-8 de este año, a pesar de la ausencia de resultados significativos. El costo estimado de acoger a los líderes del G-8 durante un día y medio, y después a los líderes del G-20 también durante día y medio fue, según se informa, de más de mil millones de dólares. Esta suma es la misma que los líderes del G-8 se comprometieron a aportar cada año a los países más pobres del mundo para dar asistencia a los programas de salud infantil y materna.

Bajo cualquier circunstancia es absurdo e inquietante gastar mil millones de dólares en 3 días de reuniones (debido a que hay maneras mucho menos onerosas para celebrar esas reuniones y formas mucho mejores de usar ese dinero). Sin embargo, es terrible gastar tanto dinero para no lograr nada en términos de resultados concretos y rendición de cuentas transparente.

Hay tres lecciones que deja este episodio penoso. Primero, el G-8 como grupo debe dejar de existir. El G-20, que incluye tanto a los países en desarrollo como a los desarrollados, debe tomar el relevo.

Segundo, todas los compromisos futuros hechos por el G-20 deben ir acompañados de una contabilidad clara y transparente de lo que cada país hará y cuándo. Se necesita en el mundo una rendición de cuentas real, no palabras vacías sobre esa cuestión. Cada promesa del G-20 debe especificar las acciones y compromisos concretos de cada país, así como el compromiso global del grupo.

Tercero, los líderes mundiales deben reconocer que los compromisos para luchar contra la pobreza, el hambre, las enfermedades y el cambio climático son asuntos de vida o muerte que requieren de gestión profesional para una implementación seria.

Más adelante en este año el G-20 se reunirá en Corea del Sur, un país que ha superado la pobreza y el hambre en los últimos 50 años. Corea del Sur entiende la seriedad absoluta de la agenda global de desarrollo, así como las necesidades de los países más pobres. Nuestra mejor esperanza es que Corea del Sur tenga éxito como siguiente país anfitrión y que retome lo que Canadá dejo a medias.

Jeffrey D. Sachs es profesor de Economía y Director del Earth Institute de la Universidad de Columbia. También es Asesor Especial de las Naciones Unidas Secretario General sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio.

FUENTE : PROJECT SYNDICATE

Por qué la reforma financiera de Obama yerra el tiro y deja fuera lo esencial



Todo el enfoque de la reforma financiera anda errado en la identificación de los problemas centrales que propiciaron la crisis. Los derivados financieros de impagos crediticios (CDS), las obligaciones de deuda colateralizada (CDO), etc., han de entenderse como componentes claves de un sistema integrado: el llamado “sistema de banca en la sombra”, que fue el epicentro de la crisis. Más en general, el sistema de la banca en la sombra ha de entenderse como el componente clave del sistema de crédito, más amplio y basado en el mercado de capitales, que en las últimas tres décadas ha crecido hasta llegar a ofrecer el grueso de nuestro crédito, reemplazando al sistema de crédito de la banca tradicional.

Reconocer la realidad de esta nueva estructura en la que nos hallamos es un importante punto de partida para reformarla. Como ha observado Jan Kregel, esta estructura en evolución ha permitido que la creación de liquidez se haya transferido cada vez más de la creación de depósitos por los bancos comerciales, sujetos a regulación prudencial, a estructuras titulizadas cada vez más exentas de la necesidad de informar y de someterse a regulación, al estar categorizadas como “actividades del mercado de capitales”. También han escapado generalmente a la supervisión de la SEC [la agencia norteamericana supervisora del mercado de valores; T.]. Ello es que cada una de estas estructuras podría ser considerada en sí misma como un banco fantasma o en la “sombra”. Así pues, como sostiene Kregel: “las crisis de liquidez en 1998 y 2008 lo que produjeron no fue un desplome de los bancos, sino un colapso de los valores titulizados e insolvencia en las estructuras titulizadas, así como el retraimiento de la financiación a corto plazo de los bancos en la sombra. La red de seguridad creada para responder a una retirada generalizada de los depósitos bancarios era totalmente inadecuada para responder a una crisis de liquidez de los mercados de capitales”.

La nueva ley de “reforma financiera” se limita a reflejar la estructura bancaria que había ya prácticamente desaparecido cuando se abolió [en 1998] la Glass-Steagall. La ley ahora propuesta yerra al ignorar que en un sistema crediticio basado en el mercado de capitales el jugador clave no es el banco que origina y mantiene el préstamo, sino el operador que comercia en mercados líquidos con títulos en los que está empaquetado ese préstamo. En un sistema así, el foco de la regulación no debería ser la capitalización y la liquidez de los bancos per se, sino más bien la capitalización y la liquidez de esos operadores. Como ha observado el profesor Perry Mehrling en un testimonio prestado la semana pasada ante la Asamblea Nacional de la República francesa: “así como en 1913, cuando el sistema de la Reserva Federal se creó para regularizar y someter a control público las operaciones del club de banqueros que hasta entonces había hecho las veces de prestador de última instancia, así en nuestros días la tarea histórica que tenemos por delante es la de regularizar y someter a control público las actividades del club de operadores comerciantes de títulos que ha venido haciendo las veces de operador privado de última instancia”.

El fracaso de la aseguradora AIG demuestra que una entidad del sector privado no puede ser la encargada de vender “seguros” en el mercado de las CDO. Si lo que se quiere es asegurar completamente la capacidad del vendedor para cubrir la pérdida de un bono a la par de la demanda tratando el suceso de impago como un suceso aleatorio que puede ocurrir sin previo aviso en cualquier momento, entonces el colateral debería ser igual al valor nominal del bono de referencia. Introducir derivados financieros de impagos crediticios en los intercambios podría facilitar la transparencia, pero no sirve para el problema de la liquidez subyacente aquí planteado, porque toda entidad del sector privado, a diferencia de los Estados, está restringida por su balance contable. De hecho, para lo que podría servir es, simplemente, para crear un punto centralizado de quiebra en los intercambios.

Idealmente, los productos de riesgo sistémico como los CDS [derivados financieros de impagos crediticios] deberían ser abolidos, pues no sirven a propósito público ninguno. Pero eso es ahora imposible en el mundo real. La caja de Pandora ha sido abierta, y no puede volver a cerrarse.

El problema de la reforma actual es que los vendedores de CDS sin el adecuado colchón de capital pueden ser obligados a poner colateral en un intercambio, lo que plantea la cuestión: ¿Cuánto colateral bastará? Porque, claramente, el de AIG no bastó. Potencialmente, no basta el de ningún instituto financiero privado.

En cambio, la Reserva Federal puede siempre suministrar la liquidez requerida para honrar los pagos. Como “operador de última instancia” (como cumple ya la función de prestador de última instancia bajo el sistema bancario tradicional), la Fed estaría en mejor posición para controlar los balances contables del operador y de emprender a tiempo las oportunas acciones correctoras en caso de que esos balances reflejaran una incipiente inestabilidad financiera, así como de cargar las “primas” adecuadas el seguro de esos productos.

También deberíamos imponer mayor supervisión regulatoria a los productos salidos de este sistema de mercado basado en capitales. No hay razón para que la SEC no pudiera abrogar la Regla 3a-7, que ha dejado a las estructuras titulizadas exentas del registro y la regulación contemplados por la Ley de Compañías de Inversión. Esa abrogación actuaría funcionalmente como una tasa Tobin, en la medida en que los acrecidos umbrales regulatorios ralentizarían la proliferación de nuevos productos titulizados, al tiempo que impondrían mayor responsabilidad fiduciaria al emisor de los mismos. Lo bonito es que ese cambio vendría de la propia SEC, y no requeriría una ley del Congreso (evitándonos así está horrible farsa a la que hemos asistido en estos últimos meses de discusión de la reforma financiera).

En cuanto a actualizar la llamada “Regla Volcker”, reconozcamos que la Constitución reserva al Estado la emisión de moneda. Por consiguiente, no hay razón para que el grueso de esta obligación sea transferida al sector privado. Deberíamos disponer de un sistema nacional de giro, o al menos, de una porción del sector financiero protegida y estrechamente regulada para quienes no quieren correr riesgos excesivos. Y cualquier institución que apuostara con “dinero de la casa” –es decir, que tenga acceso a la Fed en caso de tener un problema de liquidez, y al Tesoro, en caso de tenerlo de insolvencia—, tendría que estar restringida, si operara bajo ese sistema. Eso permitiría lidiar con los asuntos de carácter sistémico que trae consigo el “demasiado grande para caer”, pues el problema no son las dimensiones en sí mismas, sino las garantías implicadas en actividades que contribuyen a la inestabilidad financiera general, que crea el problema. El Banco de la Oficina Postal japonés es una institución harto menos riesgosa que Goldman Sachs, por ejemplo.

Huelga decir que ninguna de estas propuestas está incluida en el proyecto de ley que está a punto de convertirse en ley tras la firma del presidente, razón por la cual yo espero ver repetirse la presente crisis en un período relativamente corto de tiempo. Es probablemente una de las pocas veces en que mis predicciones coinciden con las de Jamie Dimon. Pero sería lindo evitar que la próxima se diera antes de 5-7 años.


Marshall Auerback es un reconocido analista económico norteamericano. Investigador veterano del prestigioso Roosevelt Institute, colabora regularmente con New Economic Perspectives y con NewDeal2.0.

Traducción Casiopea Altisench

FUENTE : SIN PERMISO