viernes, 2 de julio de 2010

Por qué la reforma financiera de Obama yerra el tiro y deja fuera lo esencial



Todo el enfoque de la reforma financiera anda errado en la identificación de los problemas centrales que propiciaron la crisis. Los derivados financieros de impagos crediticios (CDS), las obligaciones de deuda colateralizada (CDO), etc., han de entenderse como componentes claves de un sistema integrado: el llamado “sistema de banca en la sombra”, que fue el epicentro de la crisis. Más en general, el sistema de la banca en la sombra ha de entenderse como el componente clave del sistema de crédito, más amplio y basado en el mercado de capitales, que en las últimas tres décadas ha crecido hasta llegar a ofrecer el grueso de nuestro crédito, reemplazando al sistema de crédito de la banca tradicional.

Reconocer la realidad de esta nueva estructura en la que nos hallamos es un importante punto de partida para reformarla. Como ha observado Jan Kregel, esta estructura en evolución ha permitido que la creación de liquidez se haya transferido cada vez más de la creación de depósitos por los bancos comerciales, sujetos a regulación prudencial, a estructuras titulizadas cada vez más exentas de la necesidad de informar y de someterse a regulación, al estar categorizadas como “actividades del mercado de capitales”. También han escapado generalmente a la supervisión de la SEC [la agencia norteamericana supervisora del mercado de valores; T.]. Ello es que cada una de estas estructuras podría ser considerada en sí misma como un banco fantasma o en la “sombra”. Así pues, como sostiene Kregel: “las crisis de liquidez en 1998 y 2008 lo que produjeron no fue un desplome de los bancos, sino un colapso de los valores titulizados e insolvencia en las estructuras titulizadas, así como el retraimiento de la financiación a corto plazo de los bancos en la sombra. La red de seguridad creada para responder a una retirada generalizada de los depósitos bancarios era totalmente inadecuada para responder a una crisis de liquidez de los mercados de capitales”.

La nueva ley de “reforma financiera” se limita a reflejar la estructura bancaria que había ya prácticamente desaparecido cuando se abolió [en 1998] la Glass-Steagall. La ley ahora propuesta yerra al ignorar que en un sistema crediticio basado en el mercado de capitales el jugador clave no es el banco que origina y mantiene el préstamo, sino el operador que comercia en mercados líquidos con títulos en los que está empaquetado ese préstamo. En un sistema así, el foco de la regulación no debería ser la capitalización y la liquidez de los bancos per se, sino más bien la capitalización y la liquidez de esos operadores. Como ha observado el profesor Perry Mehrling en un testimonio prestado la semana pasada ante la Asamblea Nacional de la República francesa: “así como en 1913, cuando el sistema de la Reserva Federal se creó para regularizar y someter a control público las operaciones del club de banqueros que hasta entonces había hecho las veces de prestador de última instancia, así en nuestros días la tarea histórica que tenemos por delante es la de regularizar y someter a control público las actividades del club de operadores comerciantes de títulos que ha venido haciendo las veces de operador privado de última instancia”.

El fracaso de la aseguradora AIG demuestra que una entidad del sector privado no puede ser la encargada de vender “seguros” en el mercado de las CDO. Si lo que se quiere es asegurar completamente la capacidad del vendedor para cubrir la pérdida de un bono a la par de la demanda tratando el suceso de impago como un suceso aleatorio que puede ocurrir sin previo aviso en cualquier momento, entonces el colateral debería ser igual al valor nominal del bono de referencia. Introducir derivados financieros de impagos crediticios en los intercambios podría facilitar la transparencia, pero no sirve para el problema de la liquidez subyacente aquí planteado, porque toda entidad del sector privado, a diferencia de los Estados, está restringida por su balance contable. De hecho, para lo que podría servir es, simplemente, para crear un punto centralizado de quiebra en los intercambios.

Idealmente, los productos de riesgo sistémico como los CDS [derivados financieros de impagos crediticios] deberían ser abolidos, pues no sirven a propósito público ninguno. Pero eso es ahora imposible en el mundo real. La caja de Pandora ha sido abierta, y no puede volver a cerrarse.

El problema de la reforma actual es que los vendedores de CDS sin el adecuado colchón de capital pueden ser obligados a poner colateral en un intercambio, lo que plantea la cuestión: ¿Cuánto colateral bastará? Porque, claramente, el de AIG no bastó. Potencialmente, no basta el de ningún instituto financiero privado.

En cambio, la Reserva Federal puede siempre suministrar la liquidez requerida para honrar los pagos. Como “operador de última instancia” (como cumple ya la función de prestador de última instancia bajo el sistema bancario tradicional), la Fed estaría en mejor posición para controlar los balances contables del operador y de emprender a tiempo las oportunas acciones correctoras en caso de que esos balances reflejaran una incipiente inestabilidad financiera, así como de cargar las “primas” adecuadas el seguro de esos productos.

También deberíamos imponer mayor supervisión regulatoria a los productos salidos de este sistema de mercado basado en capitales. No hay razón para que la SEC no pudiera abrogar la Regla 3a-7, que ha dejado a las estructuras titulizadas exentas del registro y la regulación contemplados por la Ley de Compañías de Inversión. Esa abrogación actuaría funcionalmente como una tasa Tobin, en la medida en que los acrecidos umbrales regulatorios ralentizarían la proliferación de nuevos productos titulizados, al tiempo que impondrían mayor responsabilidad fiduciaria al emisor de los mismos. Lo bonito es que ese cambio vendría de la propia SEC, y no requeriría una ley del Congreso (evitándonos así está horrible farsa a la que hemos asistido en estos últimos meses de discusión de la reforma financiera).

En cuanto a actualizar la llamada “Regla Volcker”, reconozcamos que la Constitución reserva al Estado la emisión de moneda. Por consiguiente, no hay razón para que el grueso de esta obligación sea transferida al sector privado. Deberíamos disponer de un sistema nacional de giro, o al menos, de una porción del sector financiero protegida y estrechamente regulada para quienes no quieren correr riesgos excesivos. Y cualquier institución que apuostara con “dinero de la casa” –es decir, que tenga acceso a la Fed en caso de tener un problema de liquidez, y al Tesoro, en caso de tenerlo de insolvencia—, tendría que estar restringida, si operara bajo ese sistema. Eso permitiría lidiar con los asuntos de carácter sistémico que trae consigo el “demasiado grande para caer”, pues el problema no son las dimensiones en sí mismas, sino las garantías implicadas en actividades que contribuyen a la inestabilidad financiera general, que crea el problema. El Banco de la Oficina Postal japonés es una institución harto menos riesgosa que Goldman Sachs, por ejemplo.

Huelga decir que ninguna de estas propuestas está incluida en el proyecto de ley que está a punto de convertirse en ley tras la firma del presidente, razón por la cual yo espero ver repetirse la presente crisis en un período relativamente corto de tiempo. Es probablemente una de las pocas veces en que mis predicciones coinciden con las de Jamie Dimon. Pero sería lindo evitar que la próxima se diera antes de 5-7 años.


Marshall Auerback es un reconocido analista económico norteamericano. Investigador veterano del prestigioso Roosevelt Institute, colabora regularmente con New Economic Perspectives y con NewDeal2.0.

Traducción Casiopea Altisench

FUENTE : SIN PERMISO

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