He sido invitado a hablar sobre algún aspecto de la libertad académica o humana, una invitación ésta que ofrece muchas posibilidades. Me limitaré a aquellas más simples. La libertad sin oportunidad es un regalo envenenado, y la denegación de tal oportunidad es un acto criminal. La fortuna de los más vulnerables ofrece una buena referencia para medir la distancia que hay desde el punto en que nos encontramos a algo que pueda ser llamado "civilización". Mientras hablo, 1.000 niños morirán a causa de enfermedades de fácil prevención, y casi el doble de mujeres morirán o desarrollarán graves taras durante el embarazo o el parto por falta de remedios y asistencia básicos. La UNICEF estima que para acabar con estas tragedias y garantizar acceso universal a los servicios sociales básicos se requeriría una cuarta parte del presupuesto militar anual de los "países en vías de desarrollo", lo que es lo mismo que el 10 por ciento del gasto militar de EE.UU.. Es sobre este telón de fondo sobre el que toda discusión seria acerca de la libertad humana ha de plantearse.
Está ampliamente aceptado que la cura para tan graves males está al alcance de la mano, y no sin fundamento. Los últimos años han sido testigos de la caída de tiranías brutales, de prometedores avances en el conocimiento científico, y de tantos otros motivos por los que podría esperarse un futuro mejor. El discurso de los privilegiados está teñido de confianza y triunfalismo: sabemos el camino a seguir y no hay otro. El lema que se escucha constantemente, fuerte y claro, es que "la victoria de los Estados Unidos en la Guerra Fría es la victoria de unos principios políticos y económicos: los de la democracia y el libre mercado". Estos principios son "el impulso para el futuro - un futuro del que los Estados Unidos son guardián y modelo". Estoy citando al principal comentarista político del New York Times, pero el enfoque es convencional, extensamente repetido en buena parte del globo, y aceptado como esencialmente correcto incluso por sus críticos. Ha sido también enunciado como la "Doctrina Clinton", la cual afirma que nuestra misión en el mundo es "consolidar la victoria de la democracia y el mercado libre" recién alcanzados. Existe cierto desacuerdo: en un extremo, para los "idealistas wilsonianos" [de Woodrow Wilson, presidente de los EE.UU. 1913-1921. N.del.T.] urge continuar la benévola misión tradicional; en el otro extremo, los "realistas" ponen en duda que poseamos los medios para llevar a cabo tales cruzadas de "progresismo global" ["global meliorism"], y que debamos sacrificar nuestros intereses en favor de los ajenos. Y entre estos dos extremos se encuentra el camino a un mundo mejor.
La realidad me parece a mí bastante diferente. El actual espectro del debate público sobre política tiene tan poca relevancia para la política real como sus numerosos antecedentes: ni los Estados Unidos ni ningún otro poder se han guiado nunca por el "progreso global". La democracia se encuentra amenazada mundialmente, incluso en los países más industrializados; al menos si con "democracia" queremos decir algo substancial que implique la capacidad de la gente para participar en el control sobre asuntos personales y colectivos. Lo mismo se podría decir del comercio. Los ataques contra la democracia y contra el mercado libre están relacionados. Estos ataques nacen del poder de entes corporativos cuya estructura interna es totalitaria, crecientemente entrelazados con y dependientes de estados fuertes, y en gran medida libres de toda obligación para con el público. Su inmenso poder sigue creciendo como resultado de una política social que globaliza el modelo estructural del Tercer Mundo, con sectores enormemente ricos y privilegiados frente a un incremento en "la proporción de aquellos que trabajarán con todos los agravios que impone esta vida, suspirando en secreto por una distribución más equitativa de las satisfacciones", como James Madison, el gran fundador de la democracia estadounidense, predijo hace 200 años. Estas preferencias políticas son más evidentes en las sociedades anglo-americanas, pero están extendidas mundialmente. No pueden atribuirse a las "decisiones hechas por el libre mercado en su infinita aunque misteriosa sabiduría", "la implacable marea de la 'revolución comercial'", "el duro individualismo Reaganita", o a la "nueva ortodoxia" que "otorga al mercado toda la autoridad", citas todas ellas que oscilan entre una postura liberal y una de izquierdas, en algunos casos con intención bastante crítica. El análisis es similar en el resto del espectro político, aunque por lo general con un tono eufórico. La realidad, por el contrario, es que la intervención estatal desempeña un papel decisivo, como en el pasado, y los términos generales en que se desarrolla la política apenas han cambiado. Las versiones actuales afirman la "clara subyugación de la clase trabajadora al capital" durante más de 15 años, en palabras de la prensa económica, la cual a menudo articula con franqueza las percepciones de una comunidad empresarial con gran conciencia de clase y dedicada a la lucha de clases.
Si estas impresiones son válidas, el camino a un mundo más justo y libre se encuentra bien alejado de los términos establecidos por el poder y el privilegio. No pretendo establecer esa conclusión aquí, tan sólo quiero sugerir que es lo suficientemente creíble como para merecer consideración. Y en especial afirmar que las doctrinas dominantes difícilmente sobrevivirían si no fuese por su contribución a "reglamentar el pensamiento público tan bien como un ejército reglamenta el cuerpo de sus soldados", por utilizar la frase del respetado Edward Bernays, liberal de la escuela de Roosevelt y Kennedy, en su manual clásico para la industria de las Relaciones Públicas, de la cual él fue uno de los fundadores y principales figuras.
Bernays se basaba en su experiencia en la agencia estatal de propaganda de Woodrow Wilson, el Comité de Información Pública. "El increíble éxito de la propaganda durante la guerra fue, por supuesto, lo que abrió los ojos de esa minoría inteligente, que existe en todas las esferas de la vida, a las posibilidades de la regulación del pensamiento público", escribió. Su objetivo era adaptar su experiencia a las necesidades de las "minorías inteligentes", principalmente líderes en el ámbito de los negocios, cuya tarea es "la consciente e inteligente manipulación de los hábitos y las opiniones de las masas". Tal "ingeniería del consentimiento" es la pura "esencia del proceso democrático", escribía Bernays poco antes de haber sido homenajeado por su contribución por la Asociación Americana de Psicología en 1949. La importancia de "controlar el pensamiento público" ha ido admitiéndose con mayor franqueza conforme las luchas populares han conseguido extender las modalidades de democracia, dando paso así a lo que las elites liberales dan en llamar "la crisis de la democracia", como en el caso de poblaciones normalmente pasivas y apáticas que se organizan con el objetivo de entrar en la arena política para hacer valer sus intereses y demandas, amenazando la estabilidad y el orden. Tal y como Bernays lo explicaba, con "el sufragio y la educación universales, (...) al final incluso la burguesía acabó temiendo a la gente común, puesto que por un momento pareció que las masas se convertirían en el soberano", una tendencia afortunadamente invertida - o en eso se ha confiado - gracias a los nuevos métodos diseñados e implementados "para moldear el pensamiento de las masas".
Para descubrir el verdadero significado de los "principios políticos y económicos" que han sido declarados "la ola del futuro", es necesario ir más allá de ejercicios retóricos y pronunciamientos públicos e investigar la verdadera práctica y los archivos documentales internos. El examen detallado de casos particulares es la opción más gratificante, pero han de ser elegidos cuidadosamente para proporcionar una descripción equilibrada. Existen ciertas reglas lógicas. Un acercamiento razonable es tomar ejemplos elegidos por los mismos proponentes de las doctrinas, aquellos que representan su "mejor argumento". Otra posibilidad es investigar los casos donde la influencia es mayor y la interferencia menor, para ver así los principios operativos en su forma más pura. Si queremos determinar qué quería decir el Kremlin con "democracia" o "derechos humanos", daremos poco crédito a las solemnes denuncias del Pravda sobre el racismo en los Estados Unidos o el terrorismo de estado en los estados satélites de éste, y menos aún a la proclamación enérgica de nobles motivos. Mucho más informativa es la situación en las "democracias populares" de Europa del Este. El razonamiento es elemental, y también es aplicable al auto-designado "guardián y modelo". Latinoamérica es el terreno de pruebas obvio, en particular la región de América Central y el Caribe. Allí Washington se ha enfrentado a pocos retos externos durante cerca de un siglo, por lo que los principios directores de la política, y el neoliberal "consenso de Washington" de hoy en día, se revelan más claramente cuando examinamos cuál es el estado de la región y cómo se alcanzó.
La "cruzada por la democracia" de Washington, como se ha dado en llamar, fue profesada con particular fervor durante la época de Reagan, siendo Latinoamérica el territorio elegido. Los resultados se ofrecen a menudo como la mejor ilustración de cómo los EE.UU. se convirtieron en "la inspiración para el triunfo de la democracia en nuestros días", por citar al editor de la principal revista intelectual del liberalismo norteamericano. El autor, Sanford Lakoff, considera al "histórico Tratado de Libre Comercio de América del Norte (T.L.C.A.N.-N.A.F.T.A.)" como un potencial instrumento para la democratización. En la tradicional región de influencia de los EE.UU., escribe Lakoff, los países están avanzando hacia la democracia, habiendo "sobrevivido intervenciones militares" y "crueles guerras civiles".
Los principales "obstáculos a la implementación" de la democracia, sugiere Lakoff, son los "intereses creados" que buscan proteger los "mercados domésticos", es decir, impedir que las corporaciones extranjeras (mayormente estadounidenses) obtengan mayor control aún sobre la sociedad. Hemos de asumir, por lo tanto, que la democracia se refuerza a través de la transferencia de la toma de decisiones fundamentales a manos de tiranías privadas que no reconocen otra responsabilidad que ante sí mismas, la mayoría de ellas con sede en el extranjero. Simultáneamente la arena pública ha de seguir reduciéndose conforme el estado es "minimizado" de acuerdo con los "principios políticos y económicos" neoliberales que han emergido triunfantes. Un estudio del Banco Mundial advierte que la nueva ortodoxia representa "un dramático alejamiento del ideal político pluralista y participativo, y un acercamiento al ideal autoritario y tecnocrático", algo que está en consonancia con elementos fundamentales del pensamiento liberal y progresista del siglo veinte y, en otra interpretación, del modelo Leninista. Ambos son más parecidos de lo que se admite normalmente. Así, profundizando en los razonamientos tácitos, podemos lograr una mejor comprensión de los conceptos de democracia y de mercado en su sentido operativo.
Lakoff no se detiene en el "renacimiento democrático" de Latinoamérica, pero sí que cita una fuente académica que hizo una importante contribución a la cruzada de Washington durante los años ochenta. El autor es Thomas Carothers, quien combina el academicismo con el "conocimiento interno", habiendo trabajado en programas de "refuerzo de la democracia" en el Departamento de Estado con Reagan. Carothers considera el "impulso para promover la democracia" de Washington "sincero", aunque mayormente un fracaso. Es más, se trata de un fracaso sistemático: en el caso de Sudamérica, allí donde la influencia de Washington era menor, se dio un verdadero progreso hacia la democracia, al cual la administración Reagan por lo general se opuso, para después apropiárselo cuando el proceso ya era irreversible. Allí donde la influencia de Washington era mayor, el progreso fue menor, y cuando se dio, el papel de los EE.UU. fue marginal o negativo. Su conclusión es que los EE.UU. intentaron mantener "el orden básico de (...) sociedades no democráticas" y evitaron el "cambio de naturaleza populista", buscando "inevitablemente sólo aquellas formas de cambio democrático verticales y limitadas que no entrañaban el peligro de perturbar las estructuras de poder tradicionales, aliadas de los Estados Unidos durante mucho tiempo".
Esta última sentencia requiere ser desglosada. El término "Estados Unidos" se utiliza normalmente para referirse a estructuras de poder dentro de los Estados Unidos; el "interés nacional" es el interés de esos grupos, el cual se correlaciona muy tenuemente con los intereses de la población general. Así, la conclusión es que Washington buscó formulas verticales de democracia que no perturbaran las tradicionales estructuras de poder aliadas durante mucho tiempo a las estructuras de poder en Estados Unidos.
Para poder apreciar la significación de este hecho, conviene examinar atentamente la naturaleza de las democracias parlamentarias. Los Estados Unidos son el caso más relevante, no sólo por su poder, sino por poseer unas instituciones democráticas estables y duraderas. Además, los Estados Unidos son lo más parecido a un modelo que se puede encontrar. Los Estados Unidos pueden ser "tan felices como lo deseen", observaba Thomas Paine en 1776: "ya que tienen ante sí una página en blanco sobre la que escribir". Las sociedades indígenas fueron eliminadas casi en su totalidad. Quedaba poco residuo de previas estructuras europeas, una causa de la relativa debilidad del contrato social y de sistemas de protección social, los cuales tienen sus raíces por lo general en instituciones precapitalistas. Y, de una forma muy poco usual, el orden socio-político fue diseñado conscientemente. Cuando se investiga la Historia no se pueden confeccionar experimentos, pero los EE.UU. son lo más cercano que se puede encontrar a un "caso ideal" de democracia capitalista estatal.
Hay que añadir que el principal diseñador del sistema constitucional era un lúcido y astuto pensador político, James Madison, cuyos puntos de vista prevalecieron en gran medida. En los debates sobre la constitución, Madison señaló que en Inglaterra, si las elecciones "estuvieran abiertas a toda clase de gente, la propiedad de los terratenientes no estaría segura. Una ley agraria sobrevendría al momento", dando tierra a los sin tierra. El sistema que él y sus asociados estaban diseñando tenía que prevenir tal injusticia, según recomendaba Madison, y "asegurar los intereses permanentes del país", basados en el derecho a la propiedad. Es la responsabilidad del gobierno, declaró Madison, "proteger la minoría de los opulentos de la mayoría". Para conseguir este objetivo, el poder político debe descansar en las manos de "la riqueza de la nación", hombres que "simpaticen suficientemente" con el derecho a la propiedad y sean "firmes custodios del poder depositado en ellos", mientras que el resto han de ser marginados y divididos, ofreciéndoseles sólo una limitada participación en los asuntos públicos y políticos. Entre académicos madisonianos existe el consenso según el cual "la constitución fue intrínsecamente un documento aristocrático diseñado para poner freno a las tendencias democráticas de la época", otorgando el poder a los "mejores" y excluyendo a "aquellos que no eran ricos, bien nacidos, o prominentes en el ejercicio del poder político". Estas conclusiones normalmente se relativizan con la observación de que Madison, y el sistema constitucional en general, trataron de hallar un equilibrio entre los derechos de las personas y los derechos de la propiedad. Pero tal formulación es engañosa. La propiedad no tiene derechos. Tanto en la teoría como en la práctica, el término "derecho de la propiedad" significa "derecho a la propiedad", típicamente propiedad material, un derecho personal que ha de ser privilegiado sobre todos los otros, y que es crucialmente distinto a los otros en que la posesión del derecho por parte de una persona priva a otra del mismo. Cuando los hechos se exponen claramente, podemos apreciar la fuerza de la doctrina según la cual "la gente que posee el país tiene que gobernarlo", "una de las máximas favoritas" del influyente colega de Madison, John Jay, según su biógrafo.
Se puede afirmar, como hacen algunos historiadores, que esos principios perdieron su fuerza conforme el territorio nacional era conquistado y colonizado y la población nativa expulsada o exterminada. Cualquiera que sea la valoración de aquellos años, para finales del siglo XIX las doctrinas fundacionales habían tomado una nueva forma mucho más opresiva.
El desarrollo de la economía industrial y el nacimiento de formas corporativas de organización económica dieron un significado completamente nuevo al término. En un documento oficial actual, una "persona" es definida sobre una amplia base e incluye a todo "individuo, partido, sociedad, asociación, compañía, empresa, fortuna, monopolio, corporación u otra organización (organizada o no bajo las leyes de cualquier estado), o cualquier entidad gubernamental", un concepto que sin duda hubiera asombrado a Madison y a otros cuyas raíces intelectuales pertenecían a la Ilustración y el liberalismo clásico, precapitalistas y anticapitalistas en espíritu.
Este cambio radical en la concepción de los derechos humanos y la democracia no fue introducido fundamentalmente a través de legislación, sino por decisiones judiciales y comentario intelectual. Las corporaciones, que habían sido previamente consideradas entidades artificiales sin derechos, fueron investidas con todos los derechos de las personas, incluso más, puesto que son "personas inmortales" y "personas" de poder y riqueza extraordinarias. Por si fuera poco, ya no estaban limitadas a los términos impuestos por los estados, sino que podían actuar libremente, con controles mínimos. El trasfondo intelectual que permite garantizar esos derechos extraordinarios a "entidades legales colectivas" descansa sobre doctrinas neo-hegelianas también presentes en el bolchevismo y el fascismo: la idea de que ciertas entidades orgánicas tienen derechos sobre y por encima de las personas. Los juristas conservadores se opusieron frontalmente a estas innovaciones, percatándose de que socavan tanto la idea tradicional de que los derechos son inherentes a los individuos, como los principios del mercado. Pero las nuevas formas de derecho autoritario fueron institucionalizadas, y con ellas, la legitimación del trabajo asalariado, que era considerado poco mejor que la esclavitud en el pensamiento estadounidense de gran parte del siglo XIX, no sólo por el emergente movimiento obrero sino también por figuras como Abraham Lincoln, el Partido Republicano y los medios de comunicación oficiales.
Estos son asuntos con tremendas implicaciones para el buen entendimiento de la naturaleza de la democracia de mercado. El resultado material e ideológico ayuda a explicar cómo la "democracia" en el extranjero ha de reflejar el modelo seguido en casa: Formas de control verticales, con el público relegado a una función de "espectador", sin participación en los foros de decisión que han de excluir a esos "ignorantes y entrometidos intrusos", de acuerdo con la moderna teoría democrática convencional. Aquí estoy citando los ensayos sobre democracia de Walter Lippmann, uno de los intelectuales y periodistas estadounidenses más respetados del siglo. Pero las ideas generales son estándar y tienen sólidas raíces en la tradición constitucional, modificada radicalmente sin embargo, en la nueva era de entidades legales colectivas.
Volviendo a la "victoria de la democracia" bajo la tutela de los EE.UU., ni Lakoff ni Carothers se preguntan cómo Washington mantuvo la tradicional estructura de poder en sociedades altamente antidemocráticas. Los temas de su obra no son las guerras terroristas que crearon decenas de miles de cadáveres torturados y mutilados, millones de refugiados, y una destrucción de la que probablemente no haya vuelta atrás. Guerras contra la Iglesia en gran medida, ya que ésta se convirtió en el enemigo allí donde adoptó "la opción preferencial por los pobres" intentando que la gente que estaba sufriendo consiguiera un mínimo de justicia y derechos democráticos. Es más que simbólico que la terrible década de los ochenta se abriera con el asesinato de un arzobispo que se había convertido en "la voz de los sin voz," y se cerrara con el asesinato de seis importantes intelectuales jesuitas que habían tomado el mismo camino, en ambos casos a manos de fuerzas terroristas armadas y entrenadas por los vencedores en la "cruzada por la democracia". Deberíamos tomar debida cuenta del hecho de que los principales intelectuales disidentes de América Central fueron doblemente asesinados: muertos y silenciados. Sus palabras, de hecho sus mismas existencias, son poco conocidas en los Estados Unidos, al contrario que los disidentes en estados enemigos, quienes son festejados y admirados; otro universal cultural, supongo.
Pero estas cosas no forman parte de la historia tal y como la reescriben los vencedores. En el estudio de Lakoff, que no es atípico en este aspecto, lo que quedan son referencias a "intervenciones militares" y "guerras civiles", sin identificarse un factor externo. Sin embargo, estos casos no se olvidarán tan rápidamente por aquellos que buscan un mejor entendimiento de los principios que van a dar forma al futuro si las estructuras de poder logran sus objetivos.
Particularmente reveladora es la descripción que Lakoff hace de Nicaragua, de nuevo de acuerdo al estándar: "una guerra civil concluyó tras una elección democrática, y un gran esfuerzo está en marcha para crear una sociedad más próspera e independiente". En el mundo real, la superpotencia que estaba atacando a Nicaragua intensificó su ofensiva durante los primeros comicios democráticos del país: las elecciones de 1984, monitorizadas y reconocidas como legítimas por la Asociación de Estudios Latinoamericanos (L.A.S.A.), las delegaciones parlamentarias de Irlanda y Gran Bretaña, y otros, incluyendo una hostil delegación del gobierno holandés que era destacadamente admiradora de las atrocidades Reaganitas, así como la principal figura de la democracia centroamericana, José Figueres de Costa Rica, que a pesar de ser también un observador crítico juzgó las elecciones legítimas en ese "país invadido" y pidió a Washington que permitiera a los Sandinistas "acabar lo que empezaron en paz, se lo merecen". Los EE.UU. se opusieron vehementemente a la celebración de las elecciones e intentaron boicotearlas, preocupados por la posibilidad de que unas elecciones democráticas interfirieran con su guerra terrorista. Pero tal preocupación se desvaneció gracias al buen comportamiento del sistema doctrinal, que bloqueó la difusión de esos informes con remarcable eficacia, adoptando la línea oficial de la propaganda estatal según la cual las elecciones eran un fraude carente de todo valor.
También se ignora el hecho de que según se acercaba la fecha de las siguientes elecciones, Washington dejó muy claro que si los resultados no eran los adecuados, los nicaragüenses continuarían sufriendo la ilegal guerra económica y el "ilícito uso de la fuerza" que el Tribunal Internacional había condenado y ordenado que se pusiera fin, por supuesto en vano. Pero esta vez, el resultado fue aceptable, y celebrado en los EE.UU. con una explosión de euforia que es muy reveladora. Al límite de la independencia crítica, el columnista Anthony Lewis del New York Times se mostró desbordado con la admiración producida por el "experimento en paz y democracia" de Washington, prueba de que "vivimos en una era romántica". Los métodos del experimento no eran secreto alguno. Así, la revista Time, uniéndose a la celebración por el "estallido democrático" en Nicaragua, los describía con franqueza: "hundir la economía y sostener una larga y mortífera guerra indirecta hasta que los propios nativos, exhaustos, derroquen el gobierno no deseado", con un "mínimo" coste para nosotros, dejando a la víctima "con puentes destruidos, centrales eléctricas saboteadas, y plantaciones arrasadas", proveyendo al candidato de Washington con "un eslogan ganador" - acabar con el "empobrecimiento del pueblo nicaragüense" -, por no hablar del terror continuado, que es mejor dejar sin mencionar.
Los métodos de esta "era romántica", y la reacción que provocaron en círculos intelectuales, nos muestran los principios democráticos que han emergido victoriosos. También arrojan luz sobre por qué resulta un "esfuerzo tan difícil (...) crear una sociedad más próspera y soberana" en Nicaragua. Es cierto que se está haciendo todo lo posible y que está logrando cierto éxito para una minoría privilegiada, mientras que la mayoría de la población se enfrenta con un desastre social y económico, todo dentro de la conocida pauta seguida en las dependencias occidentales.
Sabremos más sobre los principios vencedores si tenemos en mente que esos mismos representantes del mundo intelectual liberal habían alentado a que las guerras de Washington se combatieran sin piedad, con apoyo militar a "fascistas de estilo latino, (...) sin importar cuántos sean asesinados", porque "los Estados Unidos tienen prioridades más importantes que los derechos humanos salvadoreños". El editor Michael Kinsley, representante de "la izquierda" en la prensa y televisión convencional, reprochaba asimismo la crítica irreflexiva a la política oficial de Washington de atacar objetivos civiles indefensos. Tales operaciones de terrorismo internacional causan "enorme sufrimiento civil", reconoció Kinsley, pero pueden ser "perfectamente legítimos" si "el análisis de costos y beneficios" demuestra que "la cantidad de muerte y miseria provocada" engendra "democracia", tal y como es definida por los soberanos mundiales. La opinión intelectual insiste en que el terror no es un valor en sí mismo, sino que ha de entenderse con un criterio pragmático. Kinsley observó más tarde que los fines deseados habían sido logrados: "empobrecer al pueblo nicaragüense era precisamente el objeto de la guerra de la Contra y de la política complementaria de embargo económico y veto a créditos internacionales para el desarrollo", que "devastó la economía" y "creó el desastre económico que permitió el que fuera posiblemente el mejor eslogan para la oposición vencedora". Tras esto, Kinsley se unió a la bienvenida dada al "triunfo de la democracia" en las "elecciones libres" de 1990.
Los estados satélites disfrutan de privilegios similares. Así, comentando uno más de los ataques israelíes contra el Líbano, el editor de asuntos internacionales del Boston Globe H.D.S. Greenway, corresponsal gráfico durante la primera invasión importante 15 años atrás, afirmaba que "si el bombardeo de aldeas libanesas, a pesar incluso del coste en vidas, y el desplazamiento de refugiados civiles hacia el norte puede consolidar la frontera de Israel, debilitando así a Hezbollah, y promoviendo la paz, yo diría que 'adelante', como lo harían muchos árabes e israelíes. Pero la historia no ha favorecido las aventuras de Israel en el Líbano. Éstas han solucionado muy poco y casi siempre han creado más problemas". Por lo tanto, según el criterio pragmático, el asesinato de numerosos civiles, la expulsión de cientos de miles de refugiados y la destrucción del sur del Líbano es a lo sumo una proposición cuestionable.
También fue reveladora la reacción a las alegaciones periódicas por parte de la administración Reagan sobre los planes de Nicaragua para obtener interceptores aéreos de la Unión Soviética (después de que los EE.UU. hubieran coaccionado a sus aliados para que no los vendieran). Los 'halcones' exigieron que Nicaragua fuera bombardeada inmediatamente. Las 'palomas' replicaron que las alegaciones deberían ser verificadas primero, y si resultaban ciertas, entonces los EE.UU. tendrían que bombardear Nicaragua. Aquellos observadores que estaban en sus cabales entendieron la razón por la cual Nicaragua podría querer los interceptores aéreos: para proteger su territorio de los aviones de la C.I.A. que estaban proveyendo las fuerzas leales a los EE.UU. y suministrándoles información actualizada que les permitiera ejecutar la orden de atacar todo "objetivo débil" expuesto. La premisa tácita es que ningún país tiene el derecho de defender a su población civil de un ataque estadounidense. La doctrina, que se ha mantenido indisputada, es interesante. Sería didáctico buscar equivalentes en otra parte.
El pretexto de las guerras terroristas de Washington era la autodefensa, típica justificación de casi cualquier acto monstruoso, incluso del holocausto nazi. Ronald Reagan, advirtiendo que "la política y acciones del gobierno de Nicaragua constituyen una amenaza inusual y extraordinaria a la seguridad nacional y la política exterior de los Estados Unidos", declaró "una emergencia nacional para hacer frente a la amenaza", sin que dicha medida pareciera ridícula. En otros lugares se reacciona de manera diferente. En respuesta a los esfuerzos de John F. Kennedy para organizar una acción colectiva contra Cuba en 1961, un diplomático mexicano afirmaba que México no podría participar, porque "si declaramos públicamente que Cuba es una amenaza contra nuestra seguridad, cuarenta millones de mexicanos se morirían de risa". La opinión ilustrada occidental toma una actitud más sensata hacia lo que supone una amenaza extraordinaria contra la seguridad nacional. Por la misma regla de tres, la U.R.S.S. tenía todo el derecho de atacar a Dinamarca, puesto que representaba un peligro mucho mayor a su seguridad, al igual que Polonia y Hungría cuando dieron los primeros pasos hacia la independencia. El mero hecho de que tales declaraciones puedan ser hechas regularmente añade un interrogante más sobre la cultura intelectual de los vencedores, y otra indicación de a qué nos enfrentamos.
El caso de Cuba es esclarecedor en lo que concierne a la substancia de los pretextos durante la Guerra Fría, como lo son los principios operativos reales. Éstos se han manifestado de nuevo con gran claridad en las pasadas semanas, tras la negativa de Washington a acatar un dictamen de la Organización Mundial del Comercio (O.M.C.-W.T.O.) favorable a la disconformidad de la Unión Europea con el embargo, único en su severidad y que ya había sido condenado como una violación de la ley internacional por la Organización de los Estados Americanos (O.E.A.) y repetidas veces por las Naciones Unidas, con unanimidad casi total. El embargo ha sido recientemente ampliado con serios castigos para las terceras partes que desobedezcan los edictos de Washington, otra violación más del derecho internacional y los acuerdos comerciales entre países. La respuesta oficial de la administración Clinton, recogida por el Newspaper of Record, es que "Europa está desafiando a 'tres décadas de política norteamericana sobre Cuba que se remonta a la administración Kennedy' cuyo sólo objetivo es forzar un cambio de gobierno en La Habana". La administración Clinton también declaró que la O.M.C. "no tiene competencia para interferir" en un asunto de seguridad nacional estadounidense, y no puede "obligar a los EE.UU. a cambiar sus leyes".
El razonamiento sobre la O.M.C. recuerda a los argumentos oficiales de los EE.UU. para rechazar las sentencias del Tribunal Internacional sobre Nicaragua. En ambos casos, los EE.UU. cuestionaron la jurisdicción ante el previsible veredicto contra los EE.UU.. Siguiendo la misma lógica, por lo tanto, ninguno de ellos es un foro apropiado. El asesor legal del Departamento de Estado reveló que cuando los EE.UU. aceptaron la jurisdicción del Tribunal Internacional en la década de los cuarenta, la mayoría de los miembros de la O.N.U. "estaban alineados con los Estados Unidos y compartían sus puntos de vista sobre el orden mundial". Pero ahora "muchos de ellos no puede decirse que compartan nuestro punto de vista sobre la concepción original de la Carta de las Naciones Unidas", y "esta misma mayoría a menudo se opone a los Estados Unidos en importantes asuntos internacionales". En ausencia de la garantía de que se van a salir con la suya, los EE.UU. ahora han de "reservarse el poder de determinar si el Tribunal tiene jurisdicción sobre nosotros en cada caso particular", bajo el principio de que "los Estados Unidos no reconocen otra autoridad competente sobre ninguna disputa concerniente a materias que se encuentren esencialmente dentro de la jurisdicción doméstica de los Estados Unidos, tal y como es definida por los Estados Unidos". La "materia doméstica" en cuestión era el ataque de EE.UU. contra Nicaragua.
Los medios de comunicación, paralelamente a la opinión intelectual, convinieron en que el Tribunal se había desacreditado a sí mismo al fallar en contra de los Estados Unidos. Las partes cruciales de la sentencia no fueron divulgadas, entre ellas la resolución que afirma que toda ayuda estadounidense a la Contra es militar y no humanitaria. Siguió siendo "ayuda humanitaria" para todo el espectro de opinión respetable hasta que el terror, la guerra económica y la subversión diplomática de Washington provocaron la "victoria del juego limpio de EE.UU".
Volviendo al caso de la O.M.C., no nos demoremos más en la alegación de que los Estados Unidos se están jugando su propia existencia en la estrangulación de la economía cubana. Más interesante aún es la tesis según la cual los EE.UU. tienen todo el derecho de derrocar otro gobierno, en este caso a través de agresión, terrorismo a gran escala durante muchos años y estrangulación económica. Del mismo modo, la ley y acuerdos comerciales internacionales son irrelevantes. Los principios fundamentales del orden mundial que han emergido victoriosos resuenan de nuevo, alto y claro.
Las declaraciones de la administración Clinton nunca fueron cuestionadas, aunque fueron criticadas de un modo restringido por el historiador Arthur Schlesinger. Escribiendo "como alguien implicado en la política de la administración Kennedy sobre Cuba", Schlesinger mantuvo que la administración Clinton había malentendido la postura de Kennedy. El problema había sido el "conflicto en el hemisferio" provocado por Cuba y la "conexión soviética". Pero eso ahora forma parte del pasado, así que la política de Clinton es un anacronismo, aunque intachable por lo demás, hemos de deducir.
Schlesinger no explicó entonces el significado de los términos "conflicto en el hemisferio" y "conexión soviética", aunque lo hace en otra parte, en secreto. En un informe remitido al presidente entrante Kennedy sobre las conclusiones de una Misión Latinoamericana a principios de 1961, Schlesinger explicó en detalle el problema de la "creación de conflictos" por parte de Castro - lo que la administración Clinton ha dado en llamar el esfuerzo de Cuba "por desestabilizar grandes partes de Latinoamérica": es decir, "la propagación de la idea de Castro de llevar los asuntos por uno mismo", un serio problema, añade Schlesinger, cuando "la distribución de tierra y otras formas de riqueza nacional favorece inmensamente a las clases propietarias (...) [y] los pobres y desfavorecidos, estimulados por el ejemplo de la revolución cubana, están demandando ahora oportunidades para tener una vida decente". Schlesinger también explicó la amenaza de la "conexión soviética": "Mientras tanto, la silueta de la Unión Soviética se cierne sobre el panorama, ofreciendo grandes créditos para el desarrollo y presentándose a sí misma como el modelo para lograr la modernización en una sola generación." La "conexión soviética" era percibida en términos similares tanto en Washington como en Londres, desde los orígenes de la Guerra Fría hace 80 años.
A través de esas explicaciones (secretas) de la "desestabilización" y "la creación de conflictos en el hemisferio" de Castro y la "conexión soviética", podemos entender mejor la realidad de la Guerra Fría. No debería sorprendernos que las posturas básicas persistan a pesar de que la Guerra Fría pertenece ya al pasado, lo mismo que existían incluso antes de la revolución bolchevique: por ejemplo, en la brutal y destructiva invasión de Haití y de la República Dominicana, una ilustración del "progresismo global" bajo el lema del "idealismo Wilsoniano".
Habría que añadir que el objetivo de derrocar el gobierno de Cuba precede a la administración Kennedy. Castro tomó el poder en enero de 1959. En junio, la administración Eisenhower ya había tomado la decisión de que el gobierno tenía que ser derrocado. Los ataques terroristas desde bases estadounidenses comenzaron poco después. La decisión formal de destituir a Castro en favor de un régimen "más comprometido con los verdaderos intereses del pueblo cubano y más aceptable para los EE.UU." fue tomada en secreto en marzo de 1960, con la apostilla de que la operación tenía que llevarse a cabo "de tal manera que se evite toda apariencia de una intervención estadounidense", por la reacción que podía esperarse en Latinoamérica y la necesidad de quitarles un peso de encima a los ideólogos domésticos. En aquella época la "conexión soviética" y el "conflicto en el hemisferio" eran nulos, fuera de la versión de Schlesinger. La C.I.A. estimó que el gobierno de Castro disfrutaba del apoyo popular (la administración Clinton tiene evidencia análoga hoy en día). La administración Kennedy reconoció también que sus intenciones violaban la ley internacional y las Cartas de la O.N.U. y la O.E.A., pero estos puntos fueron dejados de lado sin mayor discusión, tal y como revelan los archivos desclasificados.
CONTINUARA SEGUNDA PARTE
AUTOR : NOAM CHOMSKY
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