Tanto la izquierda como la derecha dicen defender el crecimiento económico. ¿Esto quiere decir que los votantes que intentan decidirse entre ambas no tendrían más que pensar que se trata de algo así como elegir equipos de gestión alternativos?
¡Ojalá las cosas fueran tan fáciles! Parte del problema tiene que ver con el papel que juega la suerte. La economía de Estados Unidos estuvo bendecida en los años 1990 con precios bajos de la energía, un ritmo alto de innovación y la oferta cada vez mayor por parte de China de productos de alta calidad a precios cada vez más bajos. Todo esto se combinó para producir una inflación baja y un crecimiento rápido.
El presidente Clinton y el entonces presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Alan Greenspan, merecen escaso crédito por todo esto -aunque, sin duda, la implementación de malas políticas podría haber complicado las cosas-. En cambio, los problemas a los que nos enfrentamos hoy -precios elevados de la energía y de los alimentos y un sistema financiero en crisis- fueron generados, en gran medida, por malas políticas.
Existen, por cierto, grandes diferencias en las estrategias de crecimiento, que tornan factibles diferentes resultados. La primera diferencia tiene que ver con cómo se concibe el crecimiento en sí. El crecimiento no es sólo cuestión de aumentar el PBI. Debe ser sostenible: un crecimiento basado en la degradación ambiental, una orgía de consumo financiado con endeudamiento o la explotación de recursos naturales escasos, sin reinvertir las ganancias, no es sostenible.
El crecimiento también debe ser inclusivo; al menos una mayoría de los ciudadanos deben resultar beneficiados. La economía por carácter transitivo no funciona: un aumento del PBI, en realidad, puede dejar a la mayoría de los ciudadanos peor parados. El reciente crecimiento de Estados Unidos no fue ni económicamente sustentable ni inclusivo. La mayoría de los norteamericanos hoy están peor que hace siete años.
Pero tiene que haber una ventaja relativa entre desigualdad y crecimiento. Los gobiernos pueden mejorar el crecimiento aumentando la inclusividad. El recurso más valioso de un país es su pueblo. De manera que es esencial asegurar que todos puedan vivir de la mejor manera posible, lo que requiere oportunidades de educación para todos.
Una economía moderna también requiere correr riesgos. Los individuos están más dispuestos a asumir riesgos si existe una buena red de contención. De lo contrario, los ciudadanos tal vez exijan protección de la competencia extranjera. La protección social es más eficiente que el proteccionismo.
El no promover la solidaridad social puede tener otros costos, entre los cuales no son menores los gastos sociales y privados necesarios para proteger la propiedad y encarcelar a los delincuentes. Se calcula que de aquí a unos años, Estados Unidos tendrá más gente trabajando en el negocio de la seguridad que en el sector de educación. Un año en la cárcel puede costar más que un año en Harvard. El costo que implica encarcelar a dos millones de norteamericanos –uno de los índices más altos en el mundo- debería considerarse como una deducción del PBI; sin embargo, se suma.
Una segunda diferencia importante entre la izquierda y la derecha tiene que ver con el papel del estado a la hora de promover el desarrollo. La izquierda entiende que el rol del gobierno en cuanto a proporcionar infraestructura y educación, desarrollar tecnología y hasta actuar como emprendedor es vital. El gobierno sentó las bases de Internet y las revoluciones biotecnológicas modernas. En el siglo XIX, la investigación en las universidades respaldadas por el gobierno de Estados Unidos sirvió de base para la revolución agrícola. El gobierno luego acercó estos avances a millones de granjeros norteamericanos. Los préstamos a pequeñas empresas han sido medulares en la creación no sólo de nuevas empresas, sino de nuevas industrias en su totalidad.
La diferencia final puede parecer extraña: la izquierda ahora entiende los mercados y el papel que pueden y deberían desempeñar en la economía. La derecha, especialmente en Estados Unidos, no. La Nueva Derecha, estereotipada por la administración Bush-Cheney, es realmente corporativismo del viejo bajo un nuevo disfraz.
No son libertarios. Creen en un estado fuerte con poderes ejecutivos robustos, pero un estado utilizado en defensa de intereses establecidos, que le brinda escasa atención a los principios del mercado. La lista de ejemplos es larga, pero incluye subsidios a grandes granjas corporativas, aranceles para proteger a la industria del acero y, más recientemente, los mega-rescates de Bear Stearns, Fannie Mae y Freddie Mac. Pero la inconsistencia entre retórica y realidad es de larga data: el proteccionismo se expandió durante el gobierno de Reagan, incluso a través de la imposición de las llamadas restricciones voluntarias a las exportaciones de autos japoneses.
Por el contrario, la nueva izquierda intenta hacer que los mercados funcionen. Los mercados sin trabas no funcionan bien por cuenta propia –una conclusión reforzada por la actual debacle financiera-. Los defensores de los mercados a veces admiten que fallan, incluso de manera desastrosa, pero sostienen que los mercados se “autocorrigen”. Durante la Gran Depresión, se escuchaban argumentos similares: el gobierno no necesitaba hacer nada, porque los mercados, a la larga , llevarían a la economía de nuevo al pleno empleo. Pero, como dijo John Maynard Keynes, a la larga todos estamos muertos.
Los mercados no se autocorrigen en un margen de tiempo relevante. Ningún gobierno puede mantenerse ocioso mientras un país cae en la recesión o la depresión, incluso cuando éstas estuvieran causadas por la ambición excesiva de los banqueros o el error por parte de los mercados de seguridad y las agencias de calificación a la hora de evaluar los riesgos. Pero si los gobiernos van a pagar las cuentas de hospital de la economía, deben actuar de manera tal que la hospitalización no resulte tan necesaria. El mantra de desregulación de la derecha era lisa y llanamente un error, y ahora estamos pagando el precio. Y el precio –en términos de pérdida de producción- será alto, superando quizá los 1,5 billones de dólares sólo en Estados Unidos.
La derecha suele rastrear su origen intelectual hasta Adam Smith, pero mientras que Smith reconocía el poder de los mercados, también reconocía sus límites. Incluso en su época, las empresas pensaban que podían incrementar más fácilmente las ganancias si conspiraban para que aumentaran los precios que si elaboraban productos innovadores de manera más eficiente. Hacen falta leyes antimonopólicas sólidas.
Es fácil ser el anfitrión de una fiesta. Por el momento, todos se sienten bien. Promover el crecimiento sostenible es mucho más difícil. Hoy, a diferencia de la derecha, la izquierda tiene una agenda coherente que no sólo ofrece mayor crecimiento, sino también justicia social. Para los votantes, la elección debería ser sencilla.
AUTOR:Joseph E. Stiglitz, profesor en la Universidad de Columbia, recibió el premio Nobel de Economía en 2001. Es co-autor, junto con Linda Bilmes, de The Three Trillion Dollar War: The True Costs of the Iraq Conflict.
FUENTE:PROJECT SYNDICATE.ORG
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viernes, 26 de septiembre de 2008
EL FIN DEL NEOLIBERALISMO?
El mundo no ha sido piadoso con el neoliberalismo, ese revoltijo de ideas basadas en la concepción fundamentalista de que los mercados se corrigen a sí mismos, asignan los recursos eficientemente y sirven bien al interés público. Ese fundamentalismo del mercado era subyacente al thatcherismo, a la reaganomía y al llamado “consenso de Washington” en pro de la privatización y la liberalización y de que los bancos centrales independientes se centraran exclusivamente en la inflación.
Durante un cuarto de siglo, ha habido una pugna entre los países en desarrollo y está claro quiénes han sido los perdedores: los países que aplicaron políticas neoliberales no sólo perdieron la apuesta del crecimiento, sino que, además, cuando sí que crecieron, los beneficios fueron a parar desproporcionadamente a quienes se encuentran en la cumbre de la sociedad.
Aunque los neoliberales no quieren reconocerlo, su ideología suspendió también en otro examen. Nadie puede afirmar que la labor de asignación de recursos por parte de los mercados financieros a finales del decenio de 1990 fuera estelar, en vista de que el 97 por ciento de los inversores en fibra óptica tardaron años en ver la salida del túnel, pero al menos ese error tuvo un beneficio no buscado: como se redujeron los costos de la comunicación, la India y China pasaron a estar más integradas en la economía mundial.
Pero resulta difícil ver beneficios semejantes en la errónea asignación en masa de recursos a la vivienda. Las casas recién construidas para familias que no podían pagarlas se deterioran y se destruyen, a medida que millones de familias se ven obligadas a abandonar sus hogares en algunas comunidades y el gobierno ha tenido que intervenir por fin... para retirar las ruinas. En otras, se extiende la plaga. De modo que incluso los que han sido ciudadanos modélicos, han contraído préstamos prudenciales y han mantenido sus hogares, ahora se encuentran con que los mercados han disminuido el valor de sus hogares más de lo que habrían podido temer en sus peores pesadillas. Desde luego, hubo algunos beneficios a corto plazo del exceso de inversión en el sector inmobiliario: algunos americanos (tal vez sólo durante algunos meses) gozaron de los placeres de la propiedad de una vivienda y de la vida en una casa mayor de aquella a la que, de lo contrario, habrían podido aspirar, pero, ¡con qué costo para sí mismos y para la economía mundial! Millones de personas van a perder sus ahorros de toda la vida, al perder sus hogares, y las ejecuciones de las hipotecas han precipitado una desaceleración mundial. Existe un consenso cada vez mayor sobre el pronóstico: la contracción será prolongada y generalizada.
Tampoco los mercados nos prepararon bien para unos precios desorbitados del petróleo y de los alimentos. Naturalmente, ninguno de esos dos sectores es un ejemplo de economía de libre mercado, pero de eso se trata en parte: se ha utilizado selectivamente la retórica sobre el libre mercado… aceptada cuando servía a intereses especiales y desechada cuando no.
Tal vez una de las pocas virtudes del gobierno de George W. Bush es la de que el desfase entre la retórica y la realidad es menor de lo que fue durante la presidencia de Ronald Reagan. Pese a su retórica sobre el libre comercio, Reagan impuso restricciones comerciales, incluidas las tristemente famosas restricciones “voluntarias” a la exportación de automóviles.
Las políticas de Bush han sido peores, pero el grado en que ha servido abiertamente al complejo militar-industrial de los Estados Unidos ha estado más a la vista. La única vez en que el gobierno de Bush se volvió verde fue cuando recurrió a las subvenciones del etanol, cuyos beneficios medioambientales son dudosos. Las distorsiones del mercado de la energía (en particular mediante el sistema tributario) continúan y, si Bush hubiera podido salirse con la suya, la situación habría sido peor.
Esa mezcla de retórica sobre el libre comercio e intervención estatal ha funcionado particularmente mal para los países en desarrollo. Se les dijo que dejaran de intervenir en la agricultura, con lo que expusieron a sus agricultores a una competencia devastadora de los Estados Unidos y Europa. Sus agricultores habrían podido competir con sus colegas americanos y europeos, pero no podían hacerlo con las subvenciones de los EE.UU. y de la Unión Europea. Como no era de extrañar, las inversiones en la agricultura en los países en desarrollo fueron disminuyendo y el desfase en materia de alimentos aumentó.
Quienes propagaron ese consejo equivocado no tienen que preocuparse por las consecuencias de su negligencia profesional. Los costos habrán de sufragarlos los de los países en desarrollo, en particular los pobres. Este año vamos a ver un gran aumento de la pobreza, en particular si la calibramos correctamente.
Dicho de forma sencilla, en un mundo de abundancia, millones de personas del mundo en desarrollo siguen sin poder satisfacer las necesidades nutricionales mínimas. En muchos países, los aumentos de los precios de los alimentos y de la energía tendrán un efecto particularmente devastador para los pobres, porque esos artículos constituyen una mayor proporción de sus gastos.
La indignación en todo el mundo es palpable. No es de extrañar que los especuladores hayan sido en gran medida objeto de esa ira. Los especuladores afirman no ser los causantes del problema, sino que se limitan a practicar el “descubrimiento de precios” o, dicho de otro modo, el descubrimiento –un poco tarde para poder hacer gran cosa sobre ese problema este año– de que hay escasez.
Pero esa respuesta es falsa. Las perspectivas de precios en aumento y volátiles animan a centenares de millones de agricultores a adoptar precauciones. Podrían ganar más dinero, si acaparan un poco de su grano hoy y lo venden más adelante y, si no lo hacen, no podrán sufragarlo, en caso de que la cosecha del año siguiente sea menor de lo esperado. Un poco de grano retirado del mercado por centenares de millones de agricultores en todo el mundo contribuye a formar grandes cantidades.
Los defensores del fundamentalismo del mercado quieren atribuir la culpa del fracaso del mercado a un fracaso del gobierno. Se ha citado a un alto funcionario chino, quien ha dicho que el problema radicaba en que el gobierno de los EE.UU. debería haber hecho más para ayudar a los americanos de pocos ingresos con su problema de la vivienda. Estoy de acuerdo, pero eso no cambia los datos: la mala gestión del riesgo por parte de los bancos de los EE.UU. fue de proporciones colosales y con consecuencias mundiales, mientras que los que gestionaban esas entidades se han marchado con miles de millones de dólares de indemnización.
Hoy hay una desigualdad entre los rendimientos privados y los sociales. Si no están bien a la par, el sistema de mercado no puede funcionar bien.
El fundamentalismo neoliberal del mercado ha sido siempre una doctrina política al servicio de ciertos intereses. Nunca ha recibido una corroboración de la teoría económica, como tampoco –ahora ha de quedar claro– de la experiencia histórica. Aprender esta lección puede ser el lado bueno de la nube que ahora se cierne sobre la economía mundial.
AUTOR: JOSEPH STIGLITZ,profesor de la Universidad de Columbia, recibió el premio Nobel de Economía en 2001. Es coautor, junto con Linda Bilmes, de The Three Trillion Dollar War: The True Costs of the Iraq Conflict (“La guerra de los tres billones de dólares. Los verdaderos costos del conflicto del Iraq”).
FUENTE:PROYECT SINDYCATE ORG.
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Durante un cuarto de siglo, ha habido una pugna entre los países en desarrollo y está claro quiénes han sido los perdedores: los países que aplicaron políticas neoliberales no sólo perdieron la apuesta del crecimiento, sino que, además, cuando sí que crecieron, los beneficios fueron a parar desproporcionadamente a quienes se encuentran en la cumbre de la sociedad.
Aunque los neoliberales no quieren reconocerlo, su ideología suspendió también en otro examen. Nadie puede afirmar que la labor de asignación de recursos por parte de los mercados financieros a finales del decenio de 1990 fuera estelar, en vista de que el 97 por ciento de los inversores en fibra óptica tardaron años en ver la salida del túnel, pero al menos ese error tuvo un beneficio no buscado: como se redujeron los costos de la comunicación, la India y China pasaron a estar más integradas en la economía mundial.
Pero resulta difícil ver beneficios semejantes en la errónea asignación en masa de recursos a la vivienda. Las casas recién construidas para familias que no podían pagarlas se deterioran y se destruyen, a medida que millones de familias se ven obligadas a abandonar sus hogares en algunas comunidades y el gobierno ha tenido que intervenir por fin... para retirar las ruinas. En otras, se extiende la plaga. De modo que incluso los que han sido ciudadanos modélicos, han contraído préstamos prudenciales y han mantenido sus hogares, ahora se encuentran con que los mercados han disminuido el valor de sus hogares más de lo que habrían podido temer en sus peores pesadillas. Desde luego, hubo algunos beneficios a corto plazo del exceso de inversión en el sector inmobiliario: algunos americanos (tal vez sólo durante algunos meses) gozaron de los placeres de la propiedad de una vivienda y de la vida en una casa mayor de aquella a la que, de lo contrario, habrían podido aspirar, pero, ¡con qué costo para sí mismos y para la economía mundial! Millones de personas van a perder sus ahorros de toda la vida, al perder sus hogares, y las ejecuciones de las hipotecas han precipitado una desaceleración mundial. Existe un consenso cada vez mayor sobre el pronóstico: la contracción será prolongada y generalizada.
Tampoco los mercados nos prepararon bien para unos precios desorbitados del petróleo y de los alimentos. Naturalmente, ninguno de esos dos sectores es un ejemplo de economía de libre mercado, pero de eso se trata en parte: se ha utilizado selectivamente la retórica sobre el libre mercado… aceptada cuando servía a intereses especiales y desechada cuando no.
Tal vez una de las pocas virtudes del gobierno de George W. Bush es la de que el desfase entre la retórica y la realidad es menor de lo que fue durante la presidencia de Ronald Reagan. Pese a su retórica sobre el libre comercio, Reagan impuso restricciones comerciales, incluidas las tristemente famosas restricciones “voluntarias” a la exportación de automóviles.
Las políticas de Bush han sido peores, pero el grado en que ha servido abiertamente al complejo militar-industrial de los Estados Unidos ha estado más a la vista. La única vez en que el gobierno de Bush se volvió verde fue cuando recurrió a las subvenciones del etanol, cuyos beneficios medioambientales son dudosos. Las distorsiones del mercado de la energía (en particular mediante el sistema tributario) continúan y, si Bush hubiera podido salirse con la suya, la situación habría sido peor.
Esa mezcla de retórica sobre el libre comercio e intervención estatal ha funcionado particularmente mal para los países en desarrollo. Se les dijo que dejaran de intervenir en la agricultura, con lo que expusieron a sus agricultores a una competencia devastadora de los Estados Unidos y Europa. Sus agricultores habrían podido competir con sus colegas americanos y europeos, pero no podían hacerlo con las subvenciones de los EE.UU. y de la Unión Europea. Como no era de extrañar, las inversiones en la agricultura en los países en desarrollo fueron disminuyendo y el desfase en materia de alimentos aumentó.
Quienes propagaron ese consejo equivocado no tienen que preocuparse por las consecuencias de su negligencia profesional. Los costos habrán de sufragarlos los de los países en desarrollo, en particular los pobres. Este año vamos a ver un gran aumento de la pobreza, en particular si la calibramos correctamente.
Dicho de forma sencilla, en un mundo de abundancia, millones de personas del mundo en desarrollo siguen sin poder satisfacer las necesidades nutricionales mínimas. En muchos países, los aumentos de los precios de los alimentos y de la energía tendrán un efecto particularmente devastador para los pobres, porque esos artículos constituyen una mayor proporción de sus gastos.
La indignación en todo el mundo es palpable. No es de extrañar que los especuladores hayan sido en gran medida objeto de esa ira. Los especuladores afirman no ser los causantes del problema, sino que se limitan a practicar el “descubrimiento de precios” o, dicho de otro modo, el descubrimiento –un poco tarde para poder hacer gran cosa sobre ese problema este año– de que hay escasez.
Pero esa respuesta es falsa. Las perspectivas de precios en aumento y volátiles animan a centenares de millones de agricultores a adoptar precauciones. Podrían ganar más dinero, si acaparan un poco de su grano hoy y lo venden más adelante y, si no lo hacen, no podrán sufragarlo, en caso de que la cosecha del año siguiente sea menor de lo esperado. Un poco de grano retirado del mercado por centenares de millones de agricultores en todo el mundo contribuye a formar grandes cantidades.
Los defensores del fundamentalismo del mercado quieren atribuir la culpa del fracaso del mercado a un fracaso del gobierno. Se ha citado a un alto funcionario chino, quien ha dicho que el problema radicaba en que el gobierno de los EE.UU. debería haber hecho más para ayudar a los americanos de pocos ingresos con su problema de la vivienda. Estoy de acuerdo, pero eso no cambia los datos: la mala gestión del riesgo por parte de los bancos de los EE.UU. fue de proporciones colosales y con consecuencias mundiales, mientras que los que gestionaban esas entidades se han marchado con miles de millones de dólares de indemnización.
Hoy hay una desigualdad entre los rendimientos privados y los sociales. Si no están bien a la par, el sistema de mercado no puede funcionar bien.
El fundamentalismo neoliberal del mercado ha sido siempre una doctrina política al servicio de ciertos intereses. Nunca ha recibido una corroboración de la teoría económica, como tampoco –ahora ha de quedar claro– de la experiencia histórica. Aprender esta lección puede ser el lado bueno de la nube que ahora se cierne sobre la economía mundial.
AUTOR: JOSEPH STIGLITZ,profesor de la Universidad de Columbia, recibió el premio Nobel de Economía en 2001. Es coautor, junto con Linda Bilmes, de The Three Trillion Dollar War: The True Costs of the Iraq Conflict (“La guerra de los tres billones de dólares. Los verdaderos costos del conflicto del Iraq”).
FUENTE:PROYECT SINDYCATE ORG.
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