En cualquier crisis sistémica bancaria, existe la necesidad de recapitalizar el sistema financiero bancario para evitar una contracción excesiva y destructiva del crédito. Pero comprar activos no líquidos / tóxicos del sistema financiero no es la forma más efectiva y eficiente para hacerlo. Tal recapitalización –vía el uso de recursos públicos– puede ocurrir en otras formas alternativas: La compra de malos activos /préstamos; La inyección de gobierno a acciones preferidas; La inyección del gobierno a acciones comunes; La compra del gobierno de deuda subordinada; La emisión de bonos del gobierno a ser colocados en los balances de los bancos; La inyección del gobierno con dinero en efectivo; Líneas de crédito del gobierno extendidas a los bancos; La presunción del gobierno de adeudos del gobierno; etc.
Un estudio reciente del FMI (Fondo Monetario Internacional) de 42 crisis sistémicas bancarias a través del mundo, dan evidencias de cómo diferentes crisis fueron resueltas. Ante todo, sólo en 32 de los 42 casos hubo intervención financiera del gobierno de algún tipo; En 10 casos se resolvió sin la intervención financiera el gobierno. De los 32 casos donde el gobierno recapitalizó el sistema bancario, sólo siete incluyeron un programa de compra de malos activos /préstamos (como el propuesto por el Secretario del Tesoro estadounidense). En 25 otros casos no hubo compra del gobierno de tales activos tóxicos. En 6 casos el gobierno compró acciones preferenciales; En 4 casos el gobierno compró acciones comunes; En 11 casos el gobierno compró deuda subordinada; En 12 casos el gobierno inyectó dinero en efectivo a los bancos; En 2 casos se extendió crédito a los bancos; Y en 3 casos el gobierno asumió las deudas bancarias. Aun en los casos dónde los malos activos fueron comprados –como en Chile– los dividendos fueron suspendidos y todas las ganancias y recuperaciones fueron usados para volver a comprar los malos activos. Por supuesto, en la mayoría de los casos el gobierno uso múltiples formas de recapitalización bncaria.
Pero la compra de gobierno de malos activos fue la excepción en vez de la regla. Esto fue usado sólo en México, Japón, Bolivia, República Checa, Jamaica, Malasia, y Paraguay. Incluso en seis de estos siete casos, donde la recapitalización de bancos ocurrió vía la compra de malos activos por parte del gobierno, la recapitalización fue una combinación de compra de malos activos junto con otras formas de recapitalización (como la compra de acciones preferidas o deuda subordinada).
En el caso de la crisis de la banca escandinava (Suecia, Noruega, Finlandia) que son un modelo de cómo debería resolverse una crisis bancaria, no hubo compra del gobierno de malos activos; La mayor parte de la recapitalización ocurrió a través de diversas inyecciones directas de capital público en el sistema bancario. En lugar de eso, la compra de activos tóxicos –en los casos que ocurrió– hizo que el costo fiscal de la crisis fuera mucho más alta y costosa (como en Japón y México).
Así, el reclamo que hacen la Reserva Federal y el Tesoro, de que gastar $700 mil millones del dinero público es la mejor forma para recapitalizar bancos, no tiene justificación o base objetiva. Esta forma de recapitalizar las instituciones financieras es un timo total que, en su mayor parte, beneficiará –con un gasto enorme para el contribuyente estadounidense– a los accionistas comunes y preferenciales, e incluso a los acreedores no asegurados de los bancos. Incluso, la última garantía de que el gobierno pondrá a cambio una inyección masiva de dinero público, es sólo una hoja de parra cosmética de dudoso valor, dado que la forma y el tamaño de tales garantías son completamente ambiguas y borrosas.
Así, este plan de rescate es una enorme y masiva fianza para salvar a los accionistas y los acreedores no asegurados de las firmas financieras (no solo de los bancos sino también de las instituciones financieras no bancarias); Con $700 mil millones, del dinero de los contribuyentes, los banqueros imprudentes y los inversionistas se harán más gordos, bajo el falso argumento de que pagar la fianza de Wall Street es necesario para rescatar a los pequeños empresarios y a la población de una severa recesión. En lugar de eso, la restauración de la salud financiera de las angustiadas firmas financieras pudo lograrse con un uso más barato y eficiente del dinero público.
Ciertamente, el plan tampoco se ocupa de la necesidad de recapitalizar a las instituciones financieras que están severamente infracapitalizadas: Esto pudo haberse logrado usando una parte de los $700 mil millones, para inyectar fondos públicos en otras formas más efectivas que comprar activos tóxicos: Con inyecciones públicas a las acciones preferidas de estas firmas; Con inyecciones de capital que exijan a los actuales accionistas asumir las pérdidas de primera fila ante la recapitalización pública; Vía suspensión de pagos de dividendos; O por la conversión de una parte de la deuda no asegurada en patrimonios netos (un trueque de la deuda por patrimonios).
Todas estas acciones habrían implicado un costo fiscal muy inferior para el gobierno, a la vez que hubiera obligado a los accionistas y los acreedores de los bancos a contribuir a la recapitalización de los bancos. Así, menos de $700 mil millones del dinero público se pudo haber gastado si los accionistas privados y los acreedores se hubieran visto forzados a contribuir a la recapitalización; Y sea cual fuere el tamaño de la contribución pública a ser distribuida entre las compras de malos activos y formas más eficientes de recapitalización (acciones preferenciales, acciones comunes, sub deudas), hubiera sido diferente.
Por ejemplo, si el sector privado hubiera cumplido con su parte sólo se hubiera usado $350 mil millones del dinero público; Y de esa suma la mitad pudo haberse usado en la compra de malos activos y la otra mitad a través de una inyección de capital público en estas instituciones financieras. Así, en lugar de adquirir –probablemente a un precio excesivo– $700 mil millones de activos tóxicos, el gobierno pudo haber logrado el mismo resultado –o uno mejor recapitalizando los bancos– gastando $175 mil millones en la compra directa de activos tóxicos.
Y aun después de que el gobierno derroche $700 mil millones activos tóxicos, muchos bancos que aún no han hecho provisiones para perdidas/retiros estarán aún más infracapitalizados. De modo que este plan ni siquiera logra el objetivo básico: recapitalizar bancos infracapitalizados. El plan del Tesoro tampoco incluye explícitamente un programa estilo-HOLC (Home Owners' Loan Corporation) para reducir la carga de la deuda al sector angustiado de las viviendas; Sin tal componente la deuda de los propietarios de viviendas continuará deprimiendo el consumo y exacerbará la contracción económica actual.
Así, el plan del Secretario del Tesoro es una desgracia: Un rescate de banqueros imprudentes, prestamistas e inversionistas, que provee poco alivio a los grupos familiares agobiados financieramente por las deudas hipotecarias y se convertirá en un costo muy alto para el contribuyente estadounidense. Y el plan tampoco hace nada para resolver la severa depresión en los mercados de valores, y los mercados inter-bancarios que ahora están próximos a un colapso sistémico. Es patético que el Congreso no haya consultado con cualquier de los muchos economistas profesionales que han presentado –como muchos los han hecho en el foro del blog RGE Monitor Financian– planes alternativos que hubieran sido más justos, eficientes y menos costos para resolver esta crisis. Otra vez, éste es un caso de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas; Un rescate y un socialismo para los ricos, los bien relacionados y Wall Street. E incluso es un escándalo de que el Congreso Demócrata haya caído en esta estafa del Tesoro Público, que hace poco por resolver la deuda de millones de afligidos dueños de casas.
AUTOR:Nouriel Roubini
FUENTE:Global EconoMonitor,
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sábado, 18 de octubre de 2008
El Transfondo Estructural de la Crisis Financiera
Una y otra vez nos vienen repitiendo que la debacle financiera que se desató el año pasado en EEUU, al explotar la burbuja hipotecaria, habría sido consecuencia de procesos de especulación irresponsable, de extendida inmoralidad, de ceguera arrogante, de regulación laxa, de codicia irrefrenable, entre otras bellezas que son todas válidas en referencia a lo que ha venido sucediendo en los mercados financieros desde 2002. Lo mismo se decía cuando –después de inflarse por una década- reventó inesperadamente la burbuja tecnológica (dot.com) en 2000. Desafortunadamente, tales análisis son superficiales y parciales, aparte que confunden causas con efectos. Lo que se le escapa a ese tipo de diagnósticos es que esas ‘burbujas’ son lo que su nombre indica: efervescencias que activan artificialmente la actividad productiva, tapando temporalmente las deficiencias estructurales del proceso de acumulación, en el marco de tasas descendentes de ganancia en los sectores propiamente productivos.
En tal sentido es ingenua la creencia de que los recientes super-paquetes financieros de salvataje sacarán de la recesión al Imperio y sus aliados. Bien lo ha dicho Phil Roth, un analista de Miller Tabak: “La gente puede decir, ‘¡Puff, hemos sobrevivido la crisis financiera!’. Pero a continuación tenemos la cuestión de la recesión y no sabemos qué tan profunda será” (WSJ, octubre 14). Más aún, habría que añadir que ella será bien prolongada porque: ¿Sobre qué bases productivas se podría sustentar una recuperación de la inversión y del crecimiento económico de largo plazo en los países ‘desarrollados’, de los que tanto seguimos dependiendo? ¿Sería la industria de automóviles, del acero, de la energía, de las telecomunicaciones y similares, cuando bien sabemos que están en franco declive? Ahí es donde radica el quid del asunto, pero que para entenderlo nos obliga a remitirnos a las bases sobre las cuales se desarrolla inexorablemente el capitalismo y que motoriza las inversiones en manada, provenientes de los ‘espíritus animales’ de los empresarios y de las condiciones materiales e institucionales de producción.
Para entender las afirmaciones precedentes resulta indispensable adoptar un enfoque histórico-sistémico, por más pretencioso que suene. Aplicando algo mecánicamente el paradigma de las ‘ondas largas’ del capitalismo (Kondratieff-Schumpeter-Mandel), coincidimos con la opinión de que el sistema –desde la Revolución Industrial- ha progresado en forma oscilante por extendidos ciclos de entre 40 y 60 años de duración, cada uno de los cuales se sustentó en una serie de ‘innovaciones’. Una compleja combinación de éstas (nuevas tecnologías, productos, materias primas, fuentes de energía, mercados y similares), apoyada por sustanciales créditos, despertaban los ‘espíritus animales’ del empresariado y daban lugar –en la fase ascendente ‘A’- a una manada de inversiones que llevaron a la bonanza macroeconómica por un periodo de veinte a treinta años.
Después de tales auges, y como consecuencia de la sobreproducción a que dan lugar, se agotaban las posibilidades de expansión -lo que se reflejaba en la reducción de la tasa de ganancia- y se pasaba a una etapa –nuevamente de veinte a treinta años- de menor crecimiento económico, deflación y desempleo (fase ‘B’), en que el capital financiero tiende a dominar sobre el propiamente productivo
En la última onda larga, la que se inicia en el periodo de la posguerra, hemos transitado a esta fase ‘descendente’ (en la que seguimos atorados) después de los ‘Treinta Años Gloriosos”, que se agotaron en 1971-73. De manera que, durante los últimos 35 años, en ausencia de bases reales para la innovadora acumulación productiva, las economías altamente desarrolladas –comenzando por EEUU- se han expandido a tasas relativamente bajas, comparadas con las de los ‘Años Dorados’. Estos últimos culminaron en una notoria sobreproducción, la que se reflejó en una reducción paulatina de la tasa de ganancia en los EEUU, que se explica además por el ingreso al mercado global de países como China, India, Rusia y similares. En efecto, como ha mostrado Walden Bello, la rentabilidad del capital –que en los años sesenta del siglo pasado alcanzaba el 7,15% en EEUU- fue encogiéndose paulatinamente: en los ochenta bajó a 5,3%, en los noventa a 2,3% y, en lo que va del siglo XXI, por debajo del 2%. Nótese, sin embargo, el espectacular avance de las ganancias financieras, que llegaron a rebasar el 30% de todas las utilidades corporativas, a pesar de que su contribución al PBI generó un escaso 15%
Se trata, por tanto, de un periodo decadente caracterizado por ciclos coyunturales relativamente cortos, azuzados artificiosamente por el empuje que se dio a las inversiones por efecto de las guerras, la duplicación de la fuerza laboral mundial, las ilusas esperanzas en progresos técnicos revolucionarios y de las bajas tasas de interés, pero que –por eso mismo- se materializaron en auges espurios y, por tanto, en recesiones recurrentes en EEUU (1980-82, 1990-91, 2001-03 y la actual 2008-…?). Podría decirse que se estimuló la economía, la que saltó de burbuja en burbuja, gracias a los lobbies militar-industriales y, sobre todo, a la sobredimensionada dinámica del sector financiero-hipotecario, la que solo podía ser temporal y ficticia, en el sentido que no se nutría de innovaciones profundas de corte tecnológico-productivo, que habrían permitido incrementar sostenidamente la productividad y la tasa de ganancia de las corporaciones no financieras.
De ahí que las economías avanzadas, particularmente EEUU, se haya mantenido a flote durante las tres décadas pasadas gracias a una serie de medidas geopolíticas y financieras truculentas para estimular la demanda doméstica, con lo que lograron vivir -consumir e invertir- más allá de sus posibilidades reales, generando déficit fiscales y externos descomunales, financiados por ahorro externo (especialmente por parte de Japón, China y la UE), en ausencia de ahorros domésticos personales y del gobierno.
Personalmente creíamos que se iba a iniciar una nueva onda larga en 1992, la que vendría propulsada por diversas innovaciones revolucionarias (informática, telecomunicaciones, biotecnología, robótica, energía atómica y similares), las que no llegaron a cuajar y que probablemente –en una década, en el mejor de los casos- permitirían el inicio de un renovado ciclo expansivo de recuperación y auge de varias décadas en el mundo altamente industrializado.
En los próximos días seguramente Bernanke volverá a reducir la tasa de interés de referencia. Sin embargo, por más que las Bolsas muestren signos de recuperación (y una preocupante volatilidad), lo que hasta ahora no se nota, será escaso el flujo de créditos que soltarán los bancos (a pesar de que acaban de recibir US$ 250.000’ de oxígeno), porque uno se preguntaría: ¿adonde iría ese dinero para fines de inversión o consumo, en una economía altamente endeudada y sin posibilidades de rentabilidades apreciables? No parecen existir bases reales prometedoras para hacerlo. En ese contexto, la crisis financiera habrá de impactar con fuerza aún mayor los sectores reales; lo que no nos debe hacer olvidar que el origen último de la debacle norteamericana y la de sus socios radica precisamente en la osteoporosis productiva a falta de innovaciones tecnológicas sustanciales. No son, pues, muy auspiciosos los tiempos que nos esperan.
AUTOR:Jürgen Schuldt
FUENTE:MEMORIAS DE GREGORIO SAMSA
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En tal sentido es ingenua la creencia de que los recientes super-paquetes financieros de salvataje sacarán de la recesión al Imperio y sus aliados. Bien lo ha dicho Phil Roth, un analista de Miller Tabak: “La gente puede decir, ‘¡Puff, hemos sobrevivido la crisis financiera!’. Pero a continuación tenemos la cuestión de la recesión y no sabemos qué tan profunda será” (WSJ, octubre 14). Más aún, habría que añadir que ella será bien prolongada porque: ¿Sobre qué bases productivas se podría sustentar una recuperación de la inversión y del crecimiento económico de largo plazo en los países ‘desarrollados’, de los que tanto seguimos dependiendo? ¿Sería la industria de automóviles, del acero, de la energía, de las telecomunicaciones y similares, cuando bien sabemos que están en franco declive? Ahí es donde radica el quid del asunto, pero que para entenderlo nos obliga a remitirnos a las bases sobre las cuales se desarrolla inexorablemente el capitalismo y que motoriza las inversiones en manada, provenientes de los ‘espíritus animales’ de los empresarios y de las condiciones materiales e institucionales de producción.
Para entender las afirmaciones precedentes resulta indispensable adoptar un enfoque histórico-sistémico, por más pretencioso que suene. Aplicando algo mecánicamente el paradigma de las ‘ondas largas’ del capitalismo (Kondratieff-Schumpeter-Mandel), coincidimos con la opinión de que el sistema –desde la Revolución Industrial- ha progresado en forma oscilante por extendidos ciclos de entre 40 y 60 años de duración, cada uno de los cuales se sustentó en una serie de ‘innovaciones’. Una compleja combinación de éstas (nuevas tecnologías, productos, materias primas, fuentes de energía, mercados y similares), apoyada por sustanciales créditos, despertaban los ‘espíritus animales’ del empresariado y daban lugar –en la fase ascendente ‘A’- a una manada de inversiones que llevaron a la bonanza macroeconómica por un periodo de veinte a treinta años.
Después de tales auges, y como consecuencia de la sobreproducción a que dan lugar, se agotaban las posibilidades de expansión -lo que se reflejaba en la reducción de la tasa de ganancia- y se pasaba a una etapa –nuevamente de veinte a treinta años- de menor crecimiento económico, deflación y desempleo (fase ‘B’), en que el capital financiero tiende a dominar sobre el propiamente productivo
En la última onda larga, la que se inicia en el periodo de la posguerra, hemos transitado a esta fase ‘descendente’ (en la que seguimos atorados) después de los ‘Treinta Años Gloriosos”, que se agotaron en 1971-73. De manera que, durante los últimos 35 años, en ausencia de bases reales para la innovadora acumulación productiva, las economías altamente desarrolladas –comenzando por EEUU- se han expandido a tasas relativamente bajas, comparadas con las de los ‘Años Dorados’. Estos últimos culminaron en una notoria sobreproducción, la que se reflejó en una reducción paulatina de la tasa de ganancia en los EEUU, que se explica además por el ingreso al mercado global de países como China, India, Rusia y similares. En efecto, como ha mostrado Walden Bello, la rentabilidad del capital –que en los años sesenta del siglo pasado alcanzaba el 7,15% en EEUU- fue encogiéndose paulatinamente: en los ochenta bajó a 5,3%, en los noventa a 2,3% y, en lo que va del siglo XXI, por debajo del 2%. Nótese, sin embargo, el espectacular avance de las ganancias financieras, que llegaron a rebasar el 30% de todas las utilidades corporativas, a pesar de que su contribución al PBI generó un escaso 15%
Se trata, por tanto, de un periodo decadente caracterizado por ciclos coyunturales relativamente cortos, azuzados artificiosamente por el empuje que se dio a las inversiones por efecto de las guerras, la duplicación de la fuerza laboral mundial, las ilusas esperanzas en progresos técnicos revolucionarios y de las bajas tasas de interés, pero que –por eso mismo- se materializaron en auges espurios y, por tanto, en recesiones recurrentes en EEUU (1980-82, 1990-91, 2001-03 y la actual 2008-…?). Podría decirse que se estimuló la economía, la que saltó de burbuja en burbuja, gracias a los lobbies militar-industriales y, sobre todo, a la sobredimensionada dinámica del sector financiero-hipotecario, la que solo podía ser temporal y ficticia, en el sentido que no se nutría de innovaciones profundas de corte tecnológico-productivo, que habrían permitido incrementar sostenidamente la productividad y la tasa de ganancia de las corporaciones no financieras.
De ahí que las economías avanzadas, particularmente EEUU, se haya mantenido a flote durante las tres décadas pasadas gracias a una serie de medidas geopolíticas y financieras truculentas para estimular la demanda doméstica, con lo que lograron vivir -consumir e invertir- más allá de sus posibilidades reales, generando déficit fiscales y externos descomunales, financiados por ahorro externo (especialmente por parte de Japón, China y la UE), en ausencia de ahorros domésticos personales y del gobierno.
Personalmente creíamos que se iba a iniciar una nueva onda larga en 1992, la que vendría propulsada por diversas innovaciones revolucionarias (informática, telecomunicaciones, biotecnología, robótica, energía atómica y similares), las que no llegaron a cuajar y que probablemente –en una década, en el mejor de los casos- permitirían el inicio de un renovado ciclo expansivo de recuperación y auge de varias décadas en el mundo altamente industrializado.
En los próximos días seguramente Bernanke volverá a reducir la tasa de interés de referencia. Sin embargo, por más que las Bolsas muestren signos de recuperación (y una preocupante volatilidad), lo que hasta ahora no se nota, será escaso el flujo de créditos que soltarán los bancos (a pesar de que acaban de recibir US$ 250.000’ de oxígeno), porque uno se preguntaría: ¿adonde iría ese dinero para fines de inversión o consumo, en una economía altamente endeudada y sin posibilidades de rentabilidades apreciables? No parecen existir bases reales prometedoras para hacerlo. En ese contexto, la crisis financiera habrá de impactar con fuerza aún mayor los sectores reales; lo que no nos debe hacer olvidar que el origen último de la debacle norteamericana y la de sus socios radica precisamente en la osteoporosis productiva a falta de innovaciones tecnológicas sustanciales. No son, pues, muy auspiciosos los tiempos que nos esperan.
AUTOR:Jürgen Schuldt
FUENTE:MEMORIAS DE GREGORIO SAMSA
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