La actualidad económica, por si no lo han notado, va de mal en peor. Pero por muy mal que esté, no creo que vaya a haber una nueva Gran Depresión. De hecho, no es probable que veamos que la cifra de desempleo iguale el máximo del 10,7% de los años posteriores a la Depresión, alcanzado en 1982 (aunque ojalá lo supiera a ciencia cierta).
No obstante, ya estamos dentro del radio de lo que yo llamo economía de la depresión. Con esto me refiero a un estado de cosas como el de la década de 1930, en el que los instrumentos habituales de la política económica -en especial la capacidad de la Reserva Federal para bombear la economía mediante recortes de los tipos de interés- han perdido su fuerza de arrastre. Cuando prevalece la economía de la depresión, las reglas normales de la política económica ya no son válidas: la virtud se convierte en vicio; la cautela es un riesgo, y la prudencia, un disparate.
Para ver de qué estoy hablando, piensen en las consecuencias de la última y terrible noticia económica: el informe del jueves acerca de las nuevas solicitudes de cobertura por desempleo, que acaban de superar la barrera del medio millón. Por malo que sea este informe, si lo analizamos por separado, puede que no parezca tan catastrófico. Al fin y al cabo, se encuentra en la misma región que las cifras alcanzadas en la recesión de 2001 y en la de 1990-1991, las cuales terminaron siendo relativamente moderadas según baremos históricos (aunque en ambos casos el mercado laboral tardó mucho tiempo en recuperarse).
Pero en estas dos ocasiones previas todavía se pudo recurrir a la respuesta política habitual ante una economía débil: un recorte de los tipos de los fondos federales, el tipo de interés que se ve afectado más directamente por la política de la Reserva Federal. Hoy ya no. El tipo efectivo de los fondos federales (frente al objetivo oficial, que por motivos técnicos no tiene el menor sentido) ha registrado una media inferior al 0,3% en los últimos días. Básicamente, ya no hay dónde recortar.
Y sin la posibilidad de nuevos recortes de los tipos de interés, no hay nada que pueda detener la caída acelerada de la economía. El crecimiento del desempleo inducirá más descensos en el gasto de los consumidores, que, según adelantaba la pasada semana Best Buy, ya ha experimentado una caída "catastrófica". Un consumo flojo provocará recortes en los planes de inversión de las empresas. Y una economía cada vez más débil traerá más despidos y, en consecuencia, un ciclo de contracción mayor.
Para sacarnos de esta espiral descendente, el Gobierno federal tendrá que proporcionar un estímulo a la economía incrementando el gasto y las ayudas a los que más están sufriendo, y este estímulo no llegará a tiempo o no será del calibre necesario a menos que los políticos y las autoridades económicas sean capaces de superar varios prejuicios convencionales.
Uno de esos prejuicios es el miedo a los números rojos. En tiempos normales está bien preocuparse por el déficit presupuestario, y la responsabilidad fiscal es una virtud que tendremos que volver a aprender tan pronto como la crisis quede atrás. Sin embargo, cuando prevalece la economía de la depresión, esta virtud se convierte en un vicio. El intento prematuro de Franklin Delano Roosevelt de equilibrar el presupuesto en 1937 casi llevó al traste el New Deal.
Otro prejuicio es la creencia de que la política debe avanzar con cautela. En tiempos normales, esto tiene sentido: no se deben hacer grandes cambios en la política hasta que esté claro que son necesarios. Sin embargo, en la situación actual, la cautela es un riesgo porque ya se están produciendo enormes cambios a peor, y cualquier retraso a la hora de actuar aumenta las posibilidades de provocar un desastre económico mayor. La respuesta política debería estar muy bien hilvanada, pero el tiempo es oro.
Por último, en tiempos normales, la humildad y la prudencia en los objetivos políticos son buenas cualidades. Sin embargo, en la coyuntura actual es preferible pecar de hacer demasiado que de hacer demasiado poco. El riesgo, si las medidas de estímulo se antojan más que necesarias, es que la economía se caliente en exceso y produzca inflación, pero la Reserva Federal siempre podrá capear esa amenaza subiendo los tipos de interés. Por otro lado, si las medidas de estímulo se quedan demasiado cortas, no habrá nada que la Reserva Federal pueda hacer para compensar ese déficit. De modo que cuando prevalece la economía de la depresión, la prudencia es un disparate.
¿Qué viene a decirnos todo esto sobre la política económica a corto plazo? El Gobierno de Obama, casi con toda seguridad, tomará posesión con una economía en peores condiciones que en la actualidad. De hecho, Goldman Sachs vaticina que la tasa de desempleo, actualmente del 6,5%, alcanzará el 8,5% para finales del año que viene.
Todo parece indicar que el nuevo Gobierno presentará un plan de estímulo de calado. Mis cálculos a bote pronto son que este plan debería ser enorme, del orden de los 475.000 millones de euros.
La pregunta ahora es si la gente de Obama se atreverá a proponer algo de ese calibre. Esperemos que la respuesta sea que sí, y que el Gobierno entrante sea en efecto así de atrevido, pues nos encontramos en una situación en la que sería muy peligroso dejarse llevar por las nociones convencionales de prudencia.
AUTOR : PAUL KRUGMAN, PREMIO NOBEL DE ECONOMIA 2008
FUENTE: EL PAIS.
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domingo, 7 de diciembre de 2008
¿Dañará el gasto de hoy a la economía de mañana?
Hay ahora mismo un intenso debate sobre lo dinámicos que deberían ser los intentos del Gobierno de EE UU por invertir la marcha de la economía. Muchos economistas, entre los que me incluyo, están pidiendo una gran expansión fiscal que impida que la economía entre en caída libre. A otros, sin embargo, les preocupa el lastre que unos grandes déficit presupuestarios puedan suponer para las generaciones futuras.
Pero quienes se preocupan por el déficit están completamente equivocados. En las condiciones actuales, no hay que sacrificar lo que es bueno a largo plazo por lo que lo es a corto plazo; una expansión fiscal fuerte mejoraría realmente las perspectivas económicas a largo plazo.
La afirmación de que los déficit presupuestarios empobrecen a la larga la economía se basa en la creencia de que los préstamos adquiridos por el Gobierno excluyen a la fuerza la inversión privada: que el Gobierno, al emitir grandes cantidades de deuda, impulsa al alza los tipos de interés, lo que hace que las empresas sean reacias a invertir en nuevas plantas y equipos, lo cual, a su vez, reduce la tasa de crecimiento económico a largo plazo. En circunstancias normales, este argumento tendría mucho a su favor.
Pero ahora mismo las circunstancias son de todo menos normales. Plantéense lo que sucedería el año que viene si la Administración de Obama cediese ante los halcones del déficit y redujese la escala de sus planes fiscales. ¿Haría esto que bajasen los tipos? Está claro que no conduciría a una disminución a corto plazo de los tipos de interés, que están más o menos controlados por la Reserva Federal. La Reserva ya está manteniendo esos tipos tan bajos como le es posible -prácticamente a cero- y no variará su política a menos que vea alguna señal de que la economía amenaza con recalentarse. Y esa perspectiva no parece realista por el momento.
¿Y qué hay de los tipos a más largo plazo? Estos tipos, que ya están en su nivel mínimo desde hace medio siglo, son principalmente el reflejo de los tipos a corto plazo que se esperan para el futuro. La austeridad fiscal podría hacerlos bajar aún más, pero a costa de generar expectativas de que la economía siga profundamente deprimida durante mucho tiempo, lo cual reduciría la inversión privada en lugar de incrementarla.
La idea de que, cuando la economía está deprimida, una política fiscal rígida reduce de hecho la inversión privada no es simplemente un razonamiento hipotético: es exactamente lo que sucedió en dos episodios históricos importantes.
El primero tuvo lugar en 1937, cuando Franklin Roosevelt cometió el error de seguir los consejos de quienes se preocupaban por el déficit en aquella época. Redujo radicalmente el gasto del Gobierno recortando a la mitad la inversión en la Administración para la Mejora del Trabajo y subiendo los impuestos, entre otras cosas. El resultado fue una grave recesión y una caída pronunciada de la inversión privada.
El segundo episodio tuvo lugar en Japón 60 años después. En 1996 y 1997, el Gobierno japonés intentó equilibrar su presupuesto recortando el gasto y subiendo los impuestos. Y, de nuevo, la recesión que provocó indujo una caída pronunciada de la inversión privada.
Para que quede claro, no estoy argumentando que tratar de reducir el déficit presupuestario sea siempre negativo para la inversión privada. Se puede afirmar razonablemente que la moderación fiscal de Bill Clinton en los años noventa contribuyó a alimentar la gran explosión de la inversión que se produjo en EE UU durante esa década, la cual, a su vez, llevó a una recuperación en el crecimiento de la productividad.
Lo que hizo que la austeridad fiscal fuese tan mala idea tanto en los EE UU de Roosevelt como en el Japón de los años noventa fue el hecho de que se daban unas circunstancias especiales: en ambos casos, el Gobierno dio marcha atrás frente a una trampa de la liquidez, una situación en la que, a pesar de que la autoridad monetaria había recortado los tipos de interés todo lo posible, la economía seguía funcionando muy por debajo de su capacidad.
Y ahora nos encontramos ante la misma clase de trampa, y por eso quienes se preocupan por el déficit están fuera de contexto.
Una cosa más: la expansión fiscal será todavía mejor para el futuro de EE UU si una gran parte de ella se lleva a cabo en forma de inversión pública: construcción de carreteras, reparación de puentes y desarrollo de nuevas tecnologías, todo lo cual hará más rico al país a largo plazo.
¿Debería el Gobierno mantener indefinidamente una política de grandes déficit presupuestarios? Desde luego que no. Aunque la deuda pública no es tan mala como mucha gente cree -básicamente, es dinero que nos debemos a nosotros mismos-, a la larga, el Gobierno, al igual que los particulares, tiene que compensar sus gastos con sus ingresos.
Pero ahora mismo tenemos un déficit básico en el gasto privado: los consumidores están redescubriendo las ventajas del ahorro en el mismo momento en que las empresas, quemadas por los excesos del pasado e incapacitadas por las dificultades del sistema financiero, están recortando sus inversiones. Ese desfase terminará por corregirse, pero, hasta que lo haga, el gasto del Gobierno debe cargar con el muerto. De otro modo, la inversión privada, y la economía en su conjunto, se hundirán aún más.
Resumiendo: la gente que piensa que una expansión fiscal hoy será mala para las generaciones futuras se equivoca radicalmente. La mejor línea de actuación, tanto para los trabajadores de hoy como para sus hijos, es hacer todo lo que haga falta para poner esta economía en el camino hacia su recuperación. -
AUTOR :PAUL KRUGMAN, PREMIO NOBEL DE ECONOMIA 2008
FUENTE:EL PAIS.
Pero quienes se preocupan por el déficit están completamente equivocados. En las condiciones actuales, no hay que sacrificar lo que es bueno a largo plazo por lo que lo es a corto plazo; una expansión fiscal fuerte mejoraría realmente las perspectivas económicas a largo plazo.
La afirmación de que los déficit presupuestarios empobrecen a la larga la economía se basa en la creencia de que los préstamos adquiridos por el Gobierno excluyen a la fuerza la inversión privada: que el Gobierno, al emitir grandes cantidades de deuda, impulsa al alza los tipos de interés, lo que hace que las empresas sean reacias a invertir en nuevas plantas y equipos, lo cual, a su vez, reduce la tasa de crecimiento económico a largo plazo. En circunstancias normales, este argumento tendría mucho a su favor.
Pero ahora mismo las circunstancias son de todo menos normales. Plantéense lo que sucedería el año que viene si la Administración de Obama cediese ante los halcones del déficit y redujese la escala de sus planes fiscales. ¿Haría esto que bajasen los tipos? Está claro que no conduciría a una disminución a corto plazo de los tipos de interés, que están más o menos controlados por la Reserva Federal. La Reserva ya está manteniendo esos tipos tan bajos como le es posible -prácticamente a cero- y no variará su política a menos que vea alguna señal de que la economía amenaza con recalentarse. Y esa perspectiva no parece realista por el momento.
¿Y qué hay de los tipos a más largo plazo? Estos tipos, que ya están en su nivel mínimo desde hace medio siglo, son principalmente el reflejo de los tipos a corto plazo que se esperan para el futuro. La austeridad fiscal podría hacerlos bajar aún más, pero a costa de generar expectativas de que la economía siga profundamente deprimida durante mucho tiempo, lo cual reduciría la inversión privada en lugar de incrementarla.
La idea de que, cuando la economía está deprimida, una política fiscal rígida reduce de hecho la inversión privada no es simplemente un razonamiento hipotético: es exactamente lo que sucedió en dos episodios históricos importantes.
El primero tuvo lugar en 1937, cuando Franklin Roosevelt cometió el error de seguir los consejos de quienes se preocupaban por el déficit en aquella época. Redujo radicalmente el gasto del Gobierno recortando a la mitad la inversión en la Administración para la Mejora del Trabajo y subiendo los impuestos, entre otras cosas. El resultado fue una grave recesión y una caída pronunciada de la inversión privada.
El segundo episodio tuvo lugar en Japón 60 años después. En 1996 y 1997, el Gobierno japonés intentó equilibrar su presupuesto recortando el gasto y subiendo los impuestos. Y, de nuevo, la recesión que provocó indujo una caída pronunciada de la inversión privada.
Para que quede claro, no estoy argumentando que tratar de reducir el déficit presupuestario sea siempre negativo para la inversión privada. Se puede afirmar razonablemente que la moderación fiscal de Bill Clinton en los años noventa contribuyó a alimentar la gran explosión de la inversión que se produjo en EE UU durante esa década, la cual, a su vez, llevó a una recuperación en el crecimiento de la productividad.
Lo que hizo que la austeridad fiscal fuese tan mala idea tanto en los EE UU de Roosevelt como en el Japón de los años noventa fue el hecho de que se daban unas circunstancias especiales: en ambos casos, el Gobierno dio marcha atrás frente a una trampa de la liquidez, una situación en la que, a pesar de que la autoridad monetaria había recortado los tipos de interés todo lo posible, la economía seguía funcionando muy por debajo de su capacidad.
Y ahora nos encontramos ante la misma clase de trampa, y por eso quienes se preocupan por el déficit están fuera de contexto.
Una cosa más: la expansión fiscal será todavía mejor para el futuro de EE UU si una gran parte de ella se lleva a cabo en forma de inversión pública: construcción de carreteras, reparación de puentes y desarrollo de nuevas tecnologías, todo lo cual hará más rico al país a largo plazo.
¿Debería el Gobierno mantener indefinidamente una política de grandes déficit presupuestarios? Desde luego que no. Aunque la deuda pública no es tan mala como mucha gente cree -básicamente, es dinero que nos debemos a nosotros mismos-, a la larga, el Gobierno, al igual que los particulares, tiene que compensar sus gastos con sus ingresos.
Pero ahora mismo tenemos un déficit básico en el gasto privado: los consumidores están redescubriendo las ventajas del ahorro en el mismo momento en que las empresas, quemadas por los excesos del pasado e incapacitadas por las dificultades del sistema financiero, están recortando sus inversiones. Ese desfase terminará por corregirse, pero, hasta que lo haga, el gasto del Gobierno debe cargar con el muerto. De otro modo, la inversión privada, y la economía en su conjunto, se hundirán aún más.
Resumiendo: la gente que piensa que una expansión fiscal hoy será mala para las generaciones futuras se equivoca radicalmente. La mejor línea de actuación, tanto para los trabajadores de hoy como para sus hijos, es hacer todo lo que haga falta para poner esta economía en el camino hacia su recuperación. -
AUTOR :PAUL KRUGMAN, PREMIO NOBEL DE ECONOMIA 2008
FUENTE:EL PAIS.
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