Por Michael R. Krätke
Decir las cosas tal y como son. Caer en este
atrevimiento es llamar al ostracismo social en Alemania, el país de los
ilusionistas. [1] “¿Crisis? ¿Qué
crisis?”, se preguntan los ciudadanos de la República Federal Alemana mientras
señalan con el dedo al resto de Europa. La crisis es cosa más bien de los
demás, no nuestra. A nosotros nos va estupendamente. 2011 fue un año récord.
Por vez primera el volumen de las exportaciones alemanas a todas las regiones
del mundo rompió todos los récords y alcanzó cifras billonarias. Alemania es
una isla en auge económico rodeada por la miseria de los países vecinos,
que uno tras otro caen en la crisis.
Alemania logró escapar de la crisis económica mundial
de 2008-2009, pero se dejó la piel en el proceso. La canciller de hierro rescató
bancos en quiebra y autorizó inyecciones económicas a la industria alemana como
el llamado Abwrackprämie, que facilitaba la adquisición de nuevos
automóviles. Gracias a estas medidas el país de las virtudes incrementó su
deuda estatal a la considerable suma de 2'1 billones de euros. A pesar del
crecimiento económico actual muchos ciudadanos alemanes contemplan con ansiedad
la llamada eurocrisis. La superioridad económica del “modelo Alemania” no
parece ser inmune a la duda.
Los programas de austeridad impuestos por Alemania a
los países de la Eurozona han conducido a ésta y más allá a una depresión
económica. La economía de la mayoría de los países PIIGS (Portugal, Italia,
Irlanda, Grecia y España) está en dramático declive y el resto de la Unión Europea
no sale del atolladero de la crisis. La consecuencia es que los países más
endeudados de la Unión Europea pueden hacer cada vez menos lo que, según la
lógica del modelo exportador alemán, de hecho deberían hacer: reducir la
importación a crédito de las mercancias de calidad de la industria alemana y
preocuparse por obtener crecientes ganancias y plusvalías en la exportación.