Por Daniel Raventós
En
el mundo rico, aunque cada vez esté menos claro si pertenecen a este
selecto grupo algunas economías que antes sin duda sí resultaban
incluidas, estamos unas 4 ó 5 veces mejor, si tomamos en cuenta algunos
indicadores habituales como el PIB per cápita, de lo que estábamos en
1930. Pero en el mismo lugar y para el mismo intervalo de tiempo, la
jornada de trabajo solamente se ha reducido en un quinto. Esto por una
parte.
Por
la otra: más conocidos son los datos crecientes de desempleo y pobreza
en el mismo mundo rico, para no apartarnos del mismo lugar. ¿Y cuáles
son las medidas más reiteradas en los últimos años para intentar
contener tanto el desempleo creciente y la pobreza? También son
conocidas: aumento de la edad de jubilación, alargamiento de la jornada
laboral, mayores facilidades para el despido.
Se
tiene que ser economista de una pasta muy especial para no ya no
digamos constatar, sino intuir, recelar, sospechar… que algo no cuadra.
En
fecha tan temprana como 1732, Sir William Pulteney había declarado en
la Cámara de los Comunes británica: "Es ahora mismo una queja universal
en el País que los salarios ofrecidos a los trabajadores son la causa
principal de la decadencia de nuestros comercio y de nuestras
manufacturas; nuestra tarea, así pues, consiste en tomar todas las
medidas imaginables para hacer que nuestros trabajadores trabajen por
salarios más bajos que los actuales." Casi tres siglos después, el año
pasado de 2012, Eric Green, jefe del gabinete de investigación de tasas
de cambio exterior en TD Securities, llegó a sostener, en plena
crisis, que las grandes empresas estadounidenses estaban amenazadas por
una "contracción en sus márgenes de beneficios causada por los costes
laborales". La continuidad es hasta sorprendente.
La
afirmación de Green no es ninguna flor de verano, como cualquiera que
esté acostumbrado a leer, no ya publicaciones académicas sino revistas y
periódicos económicos. Forma parte de la miseria de la teoría
económica. Ya hace un buen número de años que más que teoría debería
llamarse en propiedad dogma de la peor especie. En todo caso, un cuerpo
doctrinario completamente inútil para entender el mundo, aunque sea el
mundo más estrictamente económico. Ya en el año 2000 un grupo de
estudiantes parisinos realizó una sonada protesta contra la teoría
económica que les enseñaban y pedían "romper con el paradigma de los
mundos imaginarios". Los mismos estudiantes se denominaban con toda la
retranca del mundo "economistas post-autistas".
Han
pasado 13 años, estamos inmersos desde hace un lustro en la mayor
crisis económica desde los años 30, y seguimos de forma académicamente
predominante con la prevalencia de esta economía autista. Si solamente
su influencia fuera académica, la verdad es que no tendría mucha
importancia. En el mundo académico de la economía, de la sociología, de
la politología… se escriben y se idean, junto a algunas
investigaciones de indudable interés, muchas necedades y despropósitos.
Y lo mejor que pueda pasar es que queden confinados en el pequeño
mundo de sus cuidadores. Pero la cosa cambia sobremanera cuando su
influencia se extiende entre los gobernantes de los países ricos, aunque
sea con muchos matices, por supuesto, entre ellos. La teoría económica
estándar no pudo prever la crisis porque el capitalismo no puede ser
intrínsecamente inestable para dicha teoría. Con las consecuencias de
la crisis bien a la vista, desempleo y pobreza crecientes, la teoría
económica estándar seguía apuntando a los sindicatos y las distintas
"rigideces" del mercado laboral y, por supuesto, de todas las formas de
protección laboral que en muchos lugares la clase trabajadora había
logrado después de duras luchas. Una vez que los primeros instantes de
la crisis hubieron pasado y con ellos la inicial sorpresa (¿se acuerdan
de las "refundaciones del capitalismo" que iban a emprender en el
2008?) se prosiguió con mayor altanería si cabe la ofensiva contra el
déficit público y por la necesidad de "reformas" (contrareformas, en
pura ley) estructurales. Bajo la palabra austeridad, la teoría
económica estándar dejó claro que el objetivo era una ofensiva contra
el estado de bienestar. Se llamó durante muchos años lucha de clases.
Este término se eclipsó durante unas décadas a lo largo del siglo XX
por alguna de las modas académicas de turno. Fue el multimillonario
estadounidense Warren Buffet que, lejos de estar afectado por estas
modas, realizó unas declaraciones recogidas por Ben Stein en el New York Times del
26 de noviembre de 2006 que dejó sorprendidos a mucha gente: "Claro
que hay lucha de clases, pero es mi clase, la clase de los ricos, la
que está haciendo esta guerra, y estamos ganando". Es una frase muy
reiterada y por ello muy conocida en estos últimos siete años, sí, pero
que difícilmente puede resumir mejor la situación aún desde que fue
dicha hasta ahora. Entonces, muchos incautos inteligentes cayeron en la
cuenta de que la lucha de clases se puede hacer desde arriba de forma
muy agresiva. Otros incautos no inteligentes no se enteraron de nada. Y
siguen aún sin hacerlo. En todo caso, la clase del señor Buffet,
después de 2006, no solamente va ganando la lucha, sino que va
arrasando.
Daniel Raventós es profesor de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona