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sábado, 7 de abril de 2012

El gobierno del humo

 Por Augusto Klappenbach



En este mundo de especializaciones proliferan los expertos en casi todo. Y una consecuencia de ello consiste en negar a los ciudadanos de a pie el derecho a que se tengan en cuenta sus opiniones  sobre casi todo: solo pueden hacerlas valer quienes ostenten el preciado título de expertos. Entre los cuales sobresalen los economistas, que utilizan una jerga incomprensible para los no iniciados, con abundancia de siglas y palabras inglesas. Sin embargo, no se puede negar el derecho a los profanos en esta ciencia económica –si es que tal cosa existe- a opinar sobre el producto de su trabajo, aceptando de antemano las acusaciones de intrusismo e ingenuidad que esta tarea trae consigo.
No es necesario acudir al marxismo para comprender que la riqueza proviene fundamentalmente del trabajo. Una vaca pastando en el campo carece de valor económico.  Pero cuando comenzamos a sacar su leche, dividirla en filetes, convertir su cuero en un par de zapatos, comienza la actividad económica basada en ese inocente animal.  Primero en forma de trueque, un sistema muy limitado porque es difícil establecer una equivalencia adecuada entre bienes diversos. Y luego mediante el dinero, un instrumento mucho más cómodo y flexible y que puede fraccionarse a voluntad gracias a su naturaleza simbólica.
Pero sucede que ese dinero se independiza. El símbolo adquiere vida propia y se constituye él mismo en una fuente de riqueza, olvidando su humilde origen. Y como creamos más riqueza de la que podemos consumir inmediatamente, el sobrante comienza a vagar por el mundo. Y los símbolos, cada vez más independientes de la vaca que les dio la vida, se multiplican y siguen caminos diversos.