Por Augusto Klappenbach
En este mundo de especializaciones proliferan los expertos en casi todo. Y una consecuencia de ello consiste en negar a los ciudadanos de a pie el derecho a que se tengan en cuenta sus opiniones sobre casi todo: solo pueden hacerlas valer quienes ostenten el preciado título de expertos. Entre los cuales sobresalen los economistas, que utilizan una jerga incomprensible para los no iniciados, con abundancia de siglas y palabras inglesas. Sin embargo, no se puede negar el derecho a los profanos en esta ciencia económica –si es que tal cosa existe- a opinar sobre el producto de su trabajo, aceptando de antemano las acusaciones de intrusismo e ingenuidad que esta tarea trae consigo.
No es necesario acudir al marxismo para comprender que la riqueza proviene fundamentalmente del trabajo. Una vaca pastando en el campo carece de valor económico. Pero cuando comenzamos a sacar su leche, dividirla en filetes, convertir su cuero en un par de zapatos, comienza la actividad económica basada en ese inocente animal. Primero en forma de trueque, un sistema muy limitado porque es difícil establecer una equivalencia adecuada entre bienes diversos. Y luego mediante el dinero, un instrumento mucho más cómodo y flexible y que puede fraccionarse a voluntad gracias a su naturaleza simbólica.
Pero sucede que ese dinero se independiza. El símbolo adquiere vida propia y se constituye él mismo en una fuente de riqueza, olvidando su humilde origen. Y como creamos más riqueza de la que podemos consumir inmediatamente, el sobrante comienza a vagar por el mundo. Y los símbolos, cada vez más independientes de la vaca que les dio la vida, se multiplican y siguen caminos diversos.
Surge entonces un grupo de voluntarios que se dedica a gestionar esos símbolos en lugar de ocuparse de las vacas reales: los acumula, los cambia por otros, los presta, los recupera, los hace crecer exponencialmente. Y, con el paso del tiempo, ese grupo termina dominando esas humildes tareas concretas a las que debe su existencia. Hasta el punto de que se vuelve prácticamente imposible cualquier trabajo productivo sin contar previamente con su consentimiento. De tal modo que su poder aumenta en proporción directa a la abstracción de la vida económica y llega a determinar la organización del conjunto de la vida social.
Desde luego, este hecho no es nuevo, y no habría que pensar que en nuestra época el poder del dinero es mayor que en tiempos pasados. Recordemos esos tiempos en que poderosos reyes debían inclinarse ante oscuros usureros para financiar sus cortes y sus guerras. Pero hoy su dominio sigue una nueva estrategia, en la medida en que el mundo financiero ha logrado aumentar su independencia de la intromisión del poder político en su gestión. El hecho de la globalización ha hecho casi total su anonimato, condición indispensable para evitar cualquier exigencia de responsabilidades. Si en algún tiempo fue posible conocer a los gestores del dinero y en contadas ocasiones pedirles cuenta de sus decisiones, hoy han logrado situarse a salvo de cualquier contacto con la realidad en su mundo especulativo, hasta el punto de que su rostro ha desaparecido en medio de un confuso conjunto de siglas, fondos de inversión y paraísos fiscales. Resulta sintomático que la misma palabra especulación tenga su origen en la palabra latina que significa espejo: en el espejo no existe la realidad sino un reflejo al que se ha privado de todo contenido concreto.
La vida económica avanza hacia la abstracción. En sus comienzos, el valor residía en los objetos –un terreno, una oveja, un arado-, luego vinieron las monedas, luego el papel moneda y finalmente las transacciones electrónicas, que viven en las tripas de los ordenadores despojadas de toda materialidad. El problema consiste en que el poder político ha seguido, durante las últimas décadas, un proceso de debilitamiento paralelo. De tal modo que el esfuerzo de varios siglos por establecer un régimen democrático que, pese a sus imperfecciones, pretende situar la soberanía en la voluntad de los ciudadanos se ve obligado a abandonar esas aspiraciones: el poder político debe ceder a los mercados financieros la gestión de la vida económica.
La pregunta es: ¿responde este proceso a una ley inevitable de la naturaleza o de la historia o es posible una gestión democrática de la economía? Cualquiera sea la respuesta, lo que parece claro es que la situación actual del capitalismo financiero no es compatible con el sistema democrático. Y es el momento de preguntarnos si estamos dispuestos a abandonar nuestros derechos sobre todo aquello que depende de la economía, como la sanidad, la educación, la cooperación al desarrollo, la protección al desempleo, en manos de oscuros gestores que pueden decidir por sí mismos el destino en que se va a emplear el resultado de nuestro trabajo, es decir, el dinero. ¿Sería imposible una sociedad en que los seres humanos convirtieran el mundo financiero en un servicio público?
Las abstracciones siempre han sido peligrosas. A millones de seres humanos concretos les ha costado el cuello el imperio de grandes palabras escritas con mayúsculas, como Nación, Raza, Progreso o Voluntad de Dios. Hemos sustituido ahora el modesto concepto de mercado, donde los hombres intercambiaban bienes necesarios para su vida, por otra abstracción no menos peligrosa: el imperio de los Mercados a quienes esos bienes les resultan insuficientes y pretenden reemplazar al poder político, como ya han demostrado poniendo y quitando gobiernos y exigiendo la reforma de la Constitución. Queda por saber si la democracia va a ceder todavía más sus derechos a este abstracto gobierno del humo.
En este mundo de especializaciones proliferan los expertos en casi todo. Y una consecuencia de ello consiste en negar a los ciudadanos de a pie el derecho a que se tengan en cuenta sus opiniones sobre casi todo: solo pueden hacerlas valer quienes ostenten el preciado título de expertos. Entre los cuales sobresalen los economistas, que utilizan una jerga incomprensible para los no iniciados, con abundancia de siglas y palabras inglesas. Sin embargo, no se puede negar el derecho a los profanos en esta ciencia económica –si es que tal cosa existe- a opinar sobre el producto de su trabajo, aceptando de antemano las acusaciones de intrusismo e ingenuidad que esta tarea trae consigo.
No es necesario acudir al marxismo para comprender que la riqueza proviene fundamentalmente del trabajo. Una vaca pastando en el campo carece de valor económico. Pero cuando comenzamos a sacar su leche, dividirla en filetes, convertir su cuero en un par de zapatos, comienza la actividad económica basada en ese inocente animal. Primero en forma de trueque, un sistema muy limitado porque es difícil establecer una equivalencia adecuada entre bienes diversos. Y luego mediante el dinero, un instrumento mucho más cómodo y flexible y que puede fraccionarse a voluntad gracias a su naturaleza simbólica.
Pero sucede que ese dinero se independiza. El símbolo adquiere vida propia y se constituye él mismo en una fuente de riqueza, olvidando su humilde origen. Y como creamos más riqueza de la que podemos consumir inmediatamente, el sobrante comienza a vagar por el mundo. Y los símbolos, cada vez más independientes de la vaca que les dio la vida, se multiplican y siguen caminos diversos.
Surge entonces un grupo de voluntarios que se dedica a gestionar esos símbolos en lugar de ocuparse de las vacas reales: los acumula, los cambia por otros, los presta, los recupera, los hace crecer exponencialmente. Y, con el paso del tiempo, ese grupo termina dominando esas humildes tareas concretas a las que debe su existencia. Hasta el punto de que se vuelve prácticamente imposible cualquier trabajo productivo sin contar previamente con su consentimiento. De tal modo que su poder aumenta en proporción directa a la abstracción de la vida económica y llega a determinar la organización del conjunto de la vida social.
Desde luego, este hecho no es nuevo, y no habría que pensar que en nuestra época el poder del dinero es mayor que en tiempos pasados. Recordemos esos tiempos en que poderosos reyes debían inclinarse ante oscuros usureros para financiar sus cortes y sus guerras. Pero hoy su dominio sigue una nueva estrategia, en la medida en que el mundo financiero ha logrado aumentar su independencia de la intromisión del poder político en su gestión. El hecho de la globalización ha hecho casi total su anonimato, condición indispensable para evitar cualquier exigencia de responsabilidades. Si en algún tiempo fue posible conocer a los gestores del dinero y en contadas ocasiones pedirles cuenta de sus decisiones, hoy han logrado situarse a salvo de cualquier contacto con la realidad en su mundo especulativo, hasta el punto de que su rostro ha desaparecido en medio de un confuso conjunto de siglas, fondos de inversión y paraísos fiscales. Resulta sintomático que la misma palabra especulación tenga su origen en la palabra latina que significa espejo: en el espejo no existe la realidad sino un reflejo al que se ha privado de todo contenido concreto.
La vida económica avanza hacia la abstracción. En sus comienzos, el valor residía en los objetos –un terreno, una oveja, un arado-, luego vinieron las monedas, luego el papel moneda y finalmente las transacciones electrónicas, que viven en las tripas de los ordenadores despojadas de toda materialidad. El problema consiste en que el poder político ha seguido, durante las últimas décadas, un proceso de debilitamiento paralelo. De tal modo que el esfuerzo de varios siglos por establecer un régimen democrático que, pese a sus imperfecciones, pretende situar la soberanía en la voluntad de los ciudadanos se ve obligado a abandonar esas aspiraciones: el poder político debe ceder a los mercados financieros la gestión de la vida económica.
La pregunta es: ¿responde este proceso a una ley inevitable de la naturaleza o de la historia o es posible una gestión democrática de la economía? Cualquiera sea la respuesta, lo que parece claro es que la situación actual del capitalismo financiero no es compatible con el sistema democrático. Y es el momento de preguntarnos si estamos dispuestos a abandonar nuestros derechos sobre todo aquello que depende de la economía, como la sanidad, la educación, la cooperación al desarrollo, la protección al desempleo, en manos de oscuros gestores que pueden decidir por sí mismos el destino en que se va a emplear el resultado de nuestro trabajo, es decir, el dinero. ¿Sería imposible una sociedad en que los seres humanos convirtieran el mundo financiero en un servicio público?
Las abstracciones siempre han sido peligrosas. A millones de seres humanos concretos les ha costado el cuello el imperio de grandes palabras escritas con mayúsculas, como Nación, Raza, Progreso o Voluntad de Dios. Hemos sustituido ahora el modesto concepto de mercado, donde los hombres intercambiaban bienes necesarios para su vida, por otra abstracción no menos peligrosa: el imperio de los Mercados a quienes esos bienes les resultan insuficientes y pretenden reemplazar al poder político, como ya han demostrado poniendo y quitando gobiernos y exigiendo la reforma de la Constitución. Queda por saber si la democracia va a ceder todavía más sus derechos a este abstracto gobierno del humo.
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