Editorial del The Guardian
Davos
solía ser el club de los ganadores. A lo largo de los años de auge en
la década de los 90 y el primer decenio del siglo, los altos ejecutivos
empresariales se reunían todos los inviernos en lo alto de los Alpes
suizos para discutir de modo señorial sobre la economía mundial y cómo
podía revisarse para que se ajustara a sus objetivos y opiniones. Más
globalizada, más mercantilizada. Pero en los cinco años transcurridos
desde el derrumbe de Lehman Brothers (cuyo jefe, Dick Fuld era una
presencia habitual en Davos), el Foro Económico Mundial (FEM) ha
adoptado un tono necesariamente menos triunfalista. Hoy se le podría
llamar el club de los fracasos. No el club de los perdedores, se
entiende: incluso en medio de la depresión, a los ricos les sigue yendo
bastante bien – tal como deja en evidencia Emmanuel Saez, el economista
de Berkeley, que ha descubierto que el 1% superior de los
norteamericanos vio incrementarse sus ingresos en un 11,6% en 2010,
aunque mientras tanto la renta del 99% inferior aumentó sólo un 0.2%.
Pero el modelo económico por el que suspira el conjunto de Davos está
hoy quebrado; cualquier arreglo o reforma duradero tendrá que venir de
lugares y perspectivas muy diferentes.