Por su propia naturaleza, el capitalismo vive articulado en ciclos largos y cortos, de expansión y retracción. La actual crisis económico-financiera internacional no escapa a esta regla: tiene sus inicios a mediados de la década de 1970 y se inscribe en el marco de un largo ciclo recesivo del cual el capitalismo no ha logrado salir.
Por lo tanto, es imposible prever su alcance. Sin embargo, sin esta visión histórica se torna difícil evaluar su carácter, las consecuencias que puede producir y el escenario que podría surgir después de ella. La única certeza es que el mundo sufrirá transformaciones, principalmente en lo que respecta a tres puntos nodales de las relaciones económicas: dinero, energía y alimentos.
El capitalismo, por la propia naturaleza de su mecanismo de reproducción, vive articulado por ciclos, cortos y largos. Estos ciclos cortos presentan una perspectiva expansiva si la curva de las subidas y bajadas apunta hacia arriba, y una perspectiva recesiva si apunta hacia abajo, de acuerdo con la teoría del economista ruso Nicolai Kondratieff, retomada por Ernst Mandel.
Eric Hobsbawm afirma que el capitalismo vivió su “edad de oro” en el perío¬do posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando coincidió virtuosamente con la mayor expansión de las grandes economías capitalistas: Estados Unidos, Alemania, Japón; la expansión del llamado “campo socialista”, dirigido por la Unión Soviética; y la expansión de las economías periféricas, como México, Argentina y Brasil, con sus procesos de industrialización dependiente. Durante esa época la economía capitalista también tuvo ciclos cortos de crisis, pero en cada nuevo ciclo retomaba la expansión y empujaba a la economía hacia niveles cada vez más altos.
Ese largo ciclo expansivo, comandado por las grandes corporaciones internacionales de carácter industrial y comercial, se apoyaba en un sistema financiero en expansión y en una gran transformación en la producción agrícola. Un modelo hegemónico keynesiano –o de bienestar, como se lo quiera llamar– incentivaba las inversiones productivas, fortalecía la demanda de consumo interno, promovía el fortalecimiento y el papel regulador de los Estados nacionales y la protección de sus economías.
Las crisis, como es típico en el capitalismo, expresaban procesos de superproducción o de subconsumo, reflejando el desequilibrio estructural entre la enorme capacidad de expansión de las fuerzas productivas y su incapacidad de distribuir la renta en forma equivalente a la expansión, proceso ya identificado por Karl Marx en el Manifiesto Comunista.
En su fase final el largo ciclo expansivo del período posterior a la Segunda Guerra Mundial vio ese excedente (resultado acumulado del desfasaje entre producción y consumo) transformarse en capital financiero bajo la forma de eurodólares. Tal liquidez financiera fue aprovechada por países como Brasil para reciclar su modelo económico, diversificando su dependencia externa y favoreciendo la reanudación de la expansión económica interna. En Brasil, el golpe militar de 1964, aun en tiempos del ciclo expansivo, diferenció el escenario económico brasileño del escenario vivido por los otros países de la región. En éstos, las dictaduras coincidieron con la recesión, porque ocurrieron en el inicio del largo ciclo recesivo del capitalismo internacional.
Las crisis en la fase neoliberal
¿Qué características tuvo el final de ese ciclo y el inicio del nuevo, de carácter recesivo? Al haber triunfado el diagnóstico de que el estancamiento económico se debía al exceso de regulaciones, el nuevo modelo se centró en la desregulación, expresada en las privatizaciones, en las aperturas al mercado externo, en las políticas de “flexibilización laboral” y de ajuste fiscal.
Para entender el carácter de la crisis actual y sus efectos en los países latinoamericanos es necesario recordar el gigantesco proceso de transferencia de capitales del sector productivo hacia el especulativo que la desregulación promovió a escala nacional e internacional. Libre de trabas, el capital migró masivamente hacia el sector financiero y en particular hacia el sector especulativo, donde obtiene mucho más lucro, con mucha mayor liquidez y con menos o ninguna tributación para circular.
De este modo se configuró en el modelo neoliberal la hegemonía del capital financiero especulativo, haciendo que más del 90% de los movimientos económicos se dieran no en la esfera de la producción o del comercio de bienes, sino en la compra y venta de papeles en la Bolsa de Valores o de papeles de las deudas públicas de los gobiernos.
Se promovió la financiarización de las economías y de los Estados, cuyo primer y mayor compromiso pasó a ser el pago de las deudas. Para ello los gobiernos necesitan promover la reserva de recursos mediante el llamado “superávit primario” y realizan la transferencia masiva y sistemática de tales recursos del sector productivo al capital financiero.
Los grandes grupos económicos con un banco o una institución financiera a la cabeza acostumbran a ganar más en las inversiones financieras que en las que dieron origen a las empresas que los componen. En cambio, en este escenario, gran cantidad de pequeñas y medianas empresas entraron en procesos de endeudamiento de los cuales no logran salir. Otras, al igual que los consumidores, no se atreven a buscar préstamos por el temor al endeudamiento y a las altas tasas de interés.
El capital financiero pasó a ser la sangre que corre por las economías de los países, definiendo el metabolismo que las preside. Un capital que tiene en la volatilidad, en su extrema liquidez, un elemento esencial que le permite desplazarse rápidamente hacia donde puede tener mayores ventajas y al mismo tiempo le atribuye un gran poder de presión frente a la fragilidad de las economías que dependen estructuralmente de él.
De tales características deriva el carácter centralmente financiero de las crisis en el período neoliberal, lo que se evidenció en las crisis mexicana, asiática, rusa, brasileña y argentina, entre otras. El sector financiero captura los excedentes de capital, producto del desfasaje estructural entre producción y consumo, que aumentan en la fase actual del capitalismo debido al aumento de la productividad y a la innovación tecnológica, generando procesos de concentración de las ganancias entre clases sociales, países y regiones del mundo.
El poder devastador de estas crisis y su potencial de contagio se revelaron tanto mayores cuanto mayor fue la apertura de las economías al mercado internacional y el peso que el capital financiero pasó a desempeñar a escala nacional y mundial.
México sufrió durante muchos años los impactos de la crisis de 1994. Lo mismo ocurrió con los países del Sudeste Asiático. En Brasil la crisis de 1999 significó años de recesión que sólo recientemente fueron superados. En Argentina la crisis tuvo consecuencias devastadoras desde el punto de vista económico, financiero, político y social.
Son crisis que se desatan desde el sector financiero, pero que rápidamente se propagan por el resto de la economía, debido al papel central que pasó a tener ese sector y debido a los aspectos psicológicos en los que se basa. No por casualidad el segundo libro de Francis Fukuyama se llamó Confianza, para denotar cómo las expectativas, positivas o negativas, asumen fuerza material en el juego especulativo.
América Latina fue una víctima privilegiada de estas crisis. No por casualidad alcanzaron justamente a sus tres economías más fuertes, que habían sido exhibidas como modelos: la mexicana, la brasileña y la argentina. En los tres casos la crisis asumió la forma de un ataque especulativo, de crisis financiera, que se extiende al conjunto de la economía. Los capitales especulativos se valen del peso desestabilizador que tienen en la economía, presionando con una salida brusca y masiva de capitales para hacer valer sus intereses frente a acciones gubernamentales, o simplemente actuando en el juego del mercado y lucrando enormemente con tales operaciones.
Las crisis anteriores tenían como escenario a países de la periferia, con efectos que intensificaron la tendencia a su debilitamiento, la concentración de los ingresos y el aumento de poder de los países globalizadores. Incluso la crisis en Rusia podría ser caracterizada como la de una economía que se volvió periférica, especialmente a mediados de la década de 1990. La excepción fue el ataque del megaespeculador George Soros a la libra esterlina inglesa, que terminó siendo un caso puntual y no alteró la regla general de incidencia de las crisis en las periferias.
En su conjunto las crisis neoliberales demandaron remedios neoliberales: más apertura de las economías, como ocurrió fuertemente en los países del Sudeste Asiático; mayores préstamos del Fondo Monetario Internacional (FMI), condicionado por las correspondientes cartas de intención; aumento de los ajustes fiscales.
La economía mexicana recibió un préstamo gigante de Estados Unidos durante la crisis de 1994, principalmente porque ocurrió en el momento en que se firmaba el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y los zapatistas se sublevaban en Chiapas. México se comprometió a usar tales recursos para pagar los préstamos de los bancos estadounidenses y continuó profundizando el modelo neoliberal.
Frente a la crisis de 1999, el gobierno brasileño de Fernando Henrique Cardoso elevó la tasa de interés anual al 49% y firmó la tercera carta de intención con el FMI, cuyas consecuencias extendieron la recesión por varios años. En Argentina la crisis provocada por la explosión del modelo de paridad del peso y el dólar produjo la mayor regresión económica y social que el país conoció en toda su historia. El gobierno de Fernando de la Rúa intentó mantener el modelo heredado de Carlos Menem y como consecuencia cayó, a los pocos meses de haber asumido su mandato presidencial.
Consecuencias de la crisis actual
La crisis anterior de la economía estadounidense se dio en el año 2000, cuando se desvanecía la ilusión de que la “nueva economía” permitiría que el capitalismo no sufriese más sus crisis cíclicas, ya sea porque la informática lograría preverlas y de este modo evitarlas, ya sea porque nuevas demandas, como las de computadoras, generarían, de la misma forma que en el caso de los automóviles, el lanzamiento anual de nuevos modelos, que extenderían cada vez más la demanda. En aquel momento el papel del mercado estadounidense continuaba siendo determinante para el mundo, transfiriendo los efectos de su recesión al resto de la economía mundial.
Esta vez la crisis estadounidense se produce en un escenario internacional diferente. La continua expansión de los países emergentes –sobre todo China e India, pero también países latinoamericanos como Brasil y Argentina– amortigua la disminución de la demanda de Estados Unidos y por primera vez la recesión de la economía estadounidense no tiene efectos directos y devastadores sobre el sistema económico mundial.
Sin embargo, como esa crisis se ve agravada con el aumento de precios de los productos agrícolas y la suba del petróleo, se transforma en una triple crisis (1) y sus efectos son más profundos y extensos que los de un simple movimiento cíclico de la economía estadounidense. No sólo se ven afectadas las exportaciones hacia Estados Unidos, sino también los países importadores de energía y de productos agrícolas, lo que en mayor o menor proporción afecta a todos.
Como todo fenómeno de un sistema caracterizado por la extrema desigualdad de riqueza y de poder entre regiones y países y dentro de cada país, los efectos de las crisis no se reparten de manera igual entre todos. Hay ganadores y perdedores, verdugos y víctimas.
La crisis está en pleno desarrollo y sus alcances todavía no se pueden evaluar en toda su plenitud. Surgen disputas para ver quién logra sacar ventaja, quién pierde menos. Aún no es posible conocer con precisión los daños en toda su extensión y quién cargará con ellos. Lo cierto, sin embargo, es que el mundo cambiará con esta crisis especialmente porque incide en tres puntos nodales de las relaciones económicas y de poder actuales: dinero, energía y alimentos. No obstante, sabemos que las actuales estructuras de poder, de producción y de distribución de la riqueza garantizan resultados absolutamente diferenciados para las distintas regiones y países como efecto de las crisis.
En la combinación entre aumento de los precios del petróleo, de productos agrícolas y la disminución de demanda de Estados Unidos y Europa, los países más pobres, que abarcan a la mayoría de África, de Asia y de América Latina, serán claros perdedores. Pesarán sobre ellos fuertes presiones recesivas, déficits en la balanza comercial y aumentos del endeudamiento. Los países exportadores de petróleo y de productos agrícolas, con alzas más significativas en los precios de su producción, sufrirán un menor impacto de la crisis, pero las presiones inflacionarias no perdonan a ningún país y así las políticas recesivas vuelven a ganar peso.
En América Latina los efectos de la crisis son más pesados y directos para los países que dependen más fuertemente del comercio con Estados Unidos: México, América Central y el Caribe, en primer lugar. En segundo lugar, sufrirán las naciones con pautas exportadoras menos valorizadas o aquellas que direccionaron excesivamente su ciclo de expansión económica hacia las exportaciones, en particular las economías más abiertas, entre ellas las que tienen tratados de libre comercio con Estados Unidos, como Chile, Perú, además de los ya mencionados México, Costa Rica y otros países centroamericanos y caribeños. De manera relativa, los menos afectados serán los países con pautas de productos exportados más variadas y mayor diversificación de mercados, como Brasil y en parte Argentina. En la misma situación están los que participan de los procesos de integración regional, ya sea el Mercosur, ya sea el ALBA. Para éstos, las crisis son una oportunidad especial para acelerar e intensificar los procesos de integración comercial, financiera y energética.
La combinación de estas crisis afecta profundamente a Estados Unidos en un momento en que por primera vez su peso en la economía mundial disminuye. El mundo –y América Latina en particular– tendrán fisonomías distintas, ya sea por la aceleración de las transformaciones que están en marcha, ya sea por el inicio de nuevas dinámicas cuyas duraciones y profundidades, pasadas las crisis, aún no se pueden medir con precisión. ♦
AUTOR:EMIR SABER.
FUENTE:LE DIPLOMATIQUE
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