“Lejos de limitarse a retraer la economía, lo que persigue ahora el neoliberalismo es alterar la trayectoria en la que ha venido moviéndose la civilización occidental en los dos últimos siglos. Se trata nada menos que de hacer retroceder a la seguridad social y a las pensiones de los trabajadores, a la asistencia sanitaria, a la educación y a otros servicios públicos, de desmantelar el Estado Democrático y Social de Derecho, de poner fin a los logros de la Era Progresista y aun al ideario programático del republicanismo clásico.”
“… estamos asistiendo a la ejecución de una política largo tiempo planeada, puesta ahora por obra a toda máquina y por doquiera. Los intereses rentistas, los intereses creados que un siglo de Era Progresista, de New Deal y de reformismo buscaron subordinar al conjunto de la economía, están contraatacando. Y tienen el control de la situación, con sus propios representantes en el poder, muchos de los cuales son, irónicamente, dirigentes de partidos socialdemócratas o laboristas, desde el presidente Obama al presidente Papandreu, pasando por el presidente José Luis Rodríguez Zapatero en España.”
“Europa se nos muere. Si no cambia su trayectoria, la Unión Europea sucumbirá a un golpe de estado financiero que habrá de llevarse por delante los tres últimos siglos de filosofía social de ascendencia ilustrada.”
Europa está en vías del suicidio fiscal, y no le costará demasiado esfuerzo encontrar aliados en las reuniones del G20 el próximo fin de semana en Toronto. A despecho de una Gran Recesión que se hace más y más honda, hasta el punto de amenazar con una depresión declarada, el presidente del Banco Central Europeo (BCE), Jean-Claude Trichet, y los primeros ministros de Gran Bretaña y Grecia, David Cameron y George Papandreu (presidente de la Internacional Socialista), así como el anfitrión, el primer ministro canadiense Stephen Harper, llaman de consuno al recorte del gasto público.
Los EEUU están jugando un papel ambiguo. La administración Obama está por el recorte drástico de la Seguridad Social y de las pensiones, bajo el eufemismo de “equilibrar el presupuesto”. Wall Street exige reducciones “realistas” de las pensiones ofrecidas por estados federados y municipios, a fin de mantener la “capacidad de pago” (es decir, sin recaudar impuestos en los bienes raíces, en las finanzas y en los estratos superiores del ingreso). Esas pensiones locales han dejado sin el respaldo financiero necesario para permitir a los municipios recortar los impuestos a los bienes raíces, recorte que, a su vez, permite que los valores rentistas de emplazamiento urbano puedan servir de colateral para los intereses bancarios. Sin una depreciación de la deuda (por parte de los bancos hipotecarios o de los tenedores de obligaciones), ningún modelo matemático podrá excogitar una forma de pagar esas pensiones. Capacitar a los trabajadores para que puedan vivir “libremente” cuando hayan quedado atrás los días de su vida laboral, requeriría: o bien 1) que los tenedores de obligaciones y bonos no cobraran (“impensable”); o bien 2) que aumentaran los impuestos a la propiedad, lo que haría que más hogares entraran en situación de quiebra técnica y llevaría todavía a más gente a abandonar su casa [1] y a más pérdidas de los bancos en sus hipotecas basura. Dado que son los bancos quienes actualmente dictan la política económica nacional, eso no pinta bien para las gentes que esperan una sociedad del ocio a la vuelta de la esquina.
El problema para las autoridades estadounidenses es que la súbita pasión europea por recortar drásticamente las pensiones y otros gastos sociales traerá consigo la retracción de las economías europeas, ralentizando el crecimiento de las exportaciones norteamericanas. Las autoridades estadounidenses urgen a Europa a no precipitarse lanzando antes de tiempo una guerra fiscal contra el mundo del trabajo. Mejor hacerlo coordinadamente con los EEUU, luego de una modesta recuperación.
El sábado y el domingo se verá un hito semestral en una guerra financiera cuidadosamente orquestada contra la “economía real”. La escenificación comenzó aquí, en los EEUU. El 18 de febrero, el presidente Obama reclutó su comisión parlamentaria para el déficit (formalmente, la Comisión Nacional para la Responsabilidad y la Reforma Fiscales) entre ideólogos neoliberales de la misma laya que los que compusieron en 1982 la Comisión de Greenspan para la “reforma” de la Seguridad Social.
A todas las reestructuraciones profinancieras, antisindicales y antiestatales que han venido produciéndose desde 1980 se les ha dado el inapropiado nombre de “reforma”. La comisión está encabezada por el senador republicano por Wyoming, Alan Simpson (quien con humor involuntario se refirió a los usuarios de la Seguridad Social como a “gentes menores”), y por el neoliberal clintoniano Erskine Bowles, el que dirigió la batalla a favor de la Ley de Equilibrio Presupuestario en 1997. En el comité están también el demócrata conservador Max Bacus, de Montana, presidente del muy pro-Wall Street Comité de Finanzas. El resultado es un obamesco sueño hostil al cambio: un patrocinio bipartidista del equilibrio presupuestario, lo que en la práctica significa poner freno a los déficits presupuestarios, déficits que, como explicó Keynes, resultan de todo punto necesarios para alimentar la recuperación económica suministrando liquidez y capacidad de compra.
Un presupuesto equilibrado en momentos de declive económico significa el retraimiento del sector privado. Y en unos momentos en que las economías privadas se precipitan en una deflación por deuda, este tipo de política significa la retracción de los mercados de bienes y servicios. Todo, en apoyo de las exigencias que los bancos plantean a la economía “real”.
El ejercicio de manipular a la opinión pública para darle a entender que todo eso es bueno conoció una escalada en abril pasado con la fabricación de la crisis griega. Los periódicos de todo el mundo se quedaron boquiabiertos al descubrir que en Grecia las clases ricas no tributaban a hacienda. Y se unieron al coro de los que exigían que los trabajadores pagaran más impuestos, a fin de llenar ese hueco fiscal. Era su versión del Plan Obama (es decir, rubineconomía [2] al viejo estilo).
El 3 de junio, el Banco Mundial reiteró la Nueva Doctrina de la Austeridad, como si de un descubrimiento nuevo se tratara. El camino a la prosperidad pasaría por la austeridad. “Los países ricos pueden ayudar a las economías en vías de desarrollo a crecer más rápidamente recortando rápidamente el gasto público o incrementando los impuestos”. El Nuevo Conservadurismo Fiscal busca acorralar a todos los países, disminuyendo el gasto social para “estabilizar” a las economías con un presupuesto equilibrado. Lo que habrá de lograrse depauperando al mundo del trabajo, recortando drásticamente salarios, reduciendo el gasto social y haciendo retroceder las manecillas del reloj a los buenos viejos tiempos de la guerra abierta de clases, tal como se daba antes del inicio de la Era Progresista. [3]
La razón ofrecida para ello es la desacreditada teoría del “efecto expulsión”:
Los déficits presupuestarios significan mayores empréstitos, lo que incrementa los tipos de interés. Se supone que unos tipos más bajos ayudan a los países (o lo harían, si el préstamo se empleara en la formación de capital productivo). Pero no es así como operan los mercados financieros en el mundo de hoy. Unos tipos de interés más bajos simplemente hacen más barato y más fácil a los saqueadores profesionales de empresas o a los especuladores capitalizar un flujo dado de ingresos hasta un múltiplo más alto, hundiendo aún más a la economía al cargarla con mayores deudas.
Alan Greenspan repitió como un lorito casi palabra por palabra el anuncio del Banco Mundial en una columna de opinión publicada por el Wall Steet Journal. Incurrir en déficits incrementaría los tipos de interés. Diríase que se está preparando el terreno para un gran incremento de los tipos de interés (y para el correspondiente desplome de los mercados de valores y de obligaciones, cuando en los meses venideros la carrera alcista de los inversores “mamones” tenga un abrupto final).
La idea es crear una crisis financiera artificial que venga, “salvadora”, a imponer a Europa y a la América del Norte “recortes a la griega” en la seguridad social y en las pensiones. En el caso de los EEUU, las pensiones ofrecidas por los estados federados y los municipios, en particular, serán recortadas con medidas de “emergencia”, a fin de “liberar” los presupuestos públicos.
Todo eso es exactamente lo contrario de la filosofía social abrazada por el grueso de los votantes. Este es el problema político inherente en la visión del mundo neoliberal. En el siglo XIX, al concepto de un “mercado libre” correspondía la idea de un mercado libre de exigencias predatorias de financieros y propietarios inmobiliarios. Hoy, un “mercado libre” à la Ayn Rand significa un mercado libre para los predadores. El mundo al revés.
Eso muestra la habitual ignorancia sobre el funcionamiento de los tipos de interés, un punto ciego que resulta condición necesaria para acceder hoy en día al cargo de banquero central. Se ignora el hecho de que los bancos centrales determinan los tipos de interés al crear crédito. A tenor de las reglas del BCE, los bancos centrales no pueden hacer nada de eso. Y sin embargo, para eso precisamente fueron creados. Los gobiernos europeos se ven obligados a tomar prestado de los bancos comerciales.
Esa camisa de fuerza financiera amenaza con romper a Europa, o con abismarla en el mismo tipo de pobreza que la Unión Europea está imponiendo a los países bálticos. Letonia es el ejemplo supremo. A pesar de un desplome rayano en el 20% de su PIB, sus banqueros centrales siguen acumulando un excedente presupuestario, en la esperanza de rebajar las tasas salariales. Los salarios del sector público han sido recortados más de un 30%, y el gobierno dice esperar que ulteriores recortes se comuniquen al sector privado. El gasto en hospitales, servicio de ambulancias y escuelas ha sido drásticamente recortado.
¿Qué falla en este tipo de argumentos? El coste del trabajo puede rebajarse mediante una restauración clásica de la fiscalidad progresiva y una reforma fiscal centrada de nuevo en la propiedad (en el ingreso inmobiliario y rentista). En cambio, el coste de la vida no hará sino aumentar al seguir desplazando la carga fiscal hacia el trabajo, en descargo del sector inmobiliario y del financiero. La idea es ofrecer el excedente económico como colateral del servicio de la deuda.
En Inglaterra, Ambrose Evans-Pritchard ha hablado de un “euromotín” contra la política fiscal regresiva. Pero es más que eso. Lejos de limitarse a retraer la economía, lo que persigue ahora el neoliberalismo es alterar la trayectoria en la que ha venido moviéndose la civilización occidental en los dos últimos siglos. Se trata nada menos que de hacer retroceder a la seguridad social y a las pensiones de los trabajadores, a la asistencia sanitaria, a la educación y a otros servicios públicos, de desmantelar el Estado Democrático y Social de Derecho, de poner fin a los logros de la Era Progresista y aun al ideario programático del republicanismo clásico. [4]
Así pues, a lo que estamos asistiendo es a la ejecución de una política largo tiempo planeada, puesta ahora por obra a toda máquina y por doquiera. Los intereses rentistas, los intereses creados que un siglo de Era Progresista, de New Deal y de reformismo buscaron subordinar al conjunto de la economía, están contraatacando. Y tienen el control de la situación, con sus propios representantes en el poder, muchos de los cuales son, irónicamente, dirigentes de partidos socialdemócratas o laboristas, desde el presidente Obama al presidente Papandreu, pasando por el presidente José Luis Rodríguez Zapatero en España.
Habiendo aguardado pacientemente estos últimos años, la clase predatoria global se lanza ahora a “liberar” a las economías de la filosofía social que se pensaba irreversiblemente incorporada al sistema económico: seguridad social y pensiones de jubilación, para que los trabajadores no tengan que ahorrar de unos mayores salarios para su vejez; educación y asistencia sanitaria públicas, para incrementar la productividad del trabajo; regulación antimonopólica de precios, a fin de evitar un alza de precios por encima de los costes de producción necesarios; y bancos centrales, para estabilizar las economías monetizando los déficits públicos, en vez de forzar a la economía a depender de un crédito bancario comercial que obligue a colateralizar la propiedad y el ingreso para pagar las deudas con sus intereses y traiga consigo, como corolario lógico del “milagro del interés compuesto”, confiscaciones y desahucios.
Tal es la teoría económica basura que los lobistas financieros tratan de vender a los votantes: “La prosperidad exige austeridad”; “Un banco central independiente es el sello de la democracia”; “Los Estados son como las familias: tienen que tener un presupuesto equilibrado”; “Todo viene del envejecimiento de las poblaciones, no de los gastos de la deuda”. Esos son los oximorones que se difundirán por el mundo la próxima semana desde Toronto.
Es la retórica de la guerra de clases fiscal y financiera. El problema es que no hay bastante excedente económico disponible para cubrir los malos préstamos del sector financiero y, simultáneamente, cubrir pensiones y seguridad social. O una cosa o la otra. La comisión tiene que forjar una historia para revivir la rubieconomía, esta vez no para la Unión Soviética, sino para la propia nación. Su propósito es hacer retroceder a la Seguridad Social, recuperando el abortado plan de privatización de George W. Bush para poner en el mercado de valores las cotizaciones a la seguridad social (es decir, en manos de los gestores monetarios, para que las junten con un rimero de paquetes financieros basura concebidos para esquilmar los ahorros de los trabajadores).
Así pues, Obama es hipócrita cuando advierte a Europa para que no se apresure a retraer la economía y poner en pie un acrecido ejército de desempleados. Su idea es hacer lo mismo en casa. La estrategia: asustar a los votantes con el espantajo de la deuda federal, asustarles lo bastante como para que se opongan al gasto en programas sociales destinados a ayudarles. De la crisis fiscal se culpa a las matemáticas de la demografía de una población en trance de envejecimiento, no a los gastos exponencialmente disparados en servicio de deudas, préstamos basura y fraude financiero masivo, gastos a los que tiene que subvenir el gobierno con rescates.
Lo que realmente está causando el estrangulamiento financiero y fiscal, huelga decirlo, es el hecho de que la financiación pública resulta ahora necesaria para compensar al sector financiero de las pérdidas que tendrá año tras año, a medida que los préstamos entren en mora en unas economías sobreendeudadas que se hunden más y más en el mar de la quiebra técnica de los deudores.
Cuando los políticos permiten que el sector financiero lleve la voz cantante, la preferencia natural de éste es convertir a la economía en un saquito de todo a cien. Y muchas veces, los políticos se ponen en cabeza. Eso es lo que significan las palabras “desahucio”, “penalización” o “liquidación”, de la mano siempre de “dinero razonable”, “confianza empresarial” y las consecuencias usuales: “deflación por deuda” y “servidumbre por deuda”.
Alguien tiene que acabar perdiendo en el asunto de los malos préstamos, y lo que los banqueros quieren es que sea la economía la que cargue con las pérdidas, a fin de “salvar el sistema financiero”. Desde el punto de vista del sector financiero, la economía ha de gestionarse para mantener la liquidez bancaria, y no el sistema financiero para servir a la economía. El gasto social del gobierno (el gasto en cualquier cosa que no sean rescates bancarios y subsidios financieros), así como el ingreso personal disponible, han de ser drásticamente recortados para evitar que se deprecie el gasto de deuda. El flujo de caja de las empresas ha de servir para pagar a los acreedores, no para emplear a más trabajadores y para hacer inversiones de capital a largo plazo.
La economía ha de ser sacrificada para subsidiar la fantasía según la cual las deudas pueden ser devueltas con sólo que los bancos puedan reponerse “por entero” y comenzar a prestar de nuevo (es decir, volver a hundir a la economía en deudas todavía mayores, causando una deflación por deuda aún más grave).
Esto no es la tradicional guerra de clases del siglo XIX, empresarios industriales contra trabajadores, aunque eso es también parte de lo que está pasando ahora. Es sobre todo una guerra del sector financiero contra la economía “real”: contra los empresarios industriales y contra los trabajadores.
La realidad subyacente es, en efecto, que las pensiones no pueden pagarse, o al menos, que no pueden pagarse con ganancias financieras. En los últimos 50 años, las economías occidentales han fantaseado con la idea de pagar a los jubilados a partir de ganancias puramente financieras (D-D’, como dirían los marxistas), no a partir de una economía en expansión (D-M-D’, utilizando trabajo para producir más mercancías). El mito era que las finanzas tomarían la forma de activos productivos, capaces de incrementar la formación de capital y la contratación laboral. La realidad es que la forma que toman las finanzas es la de las deudas (y las apuestas). Sus ganancias se hacían, por consiguiente, a costa del conjunto de la economía: eran extractivas, no productivas. La riqueza en la cúspide rentista encogía la base de la pirámide. Así pues, alguien tiene que dar. La cuestión es: ¿qué forma tomará ese “dar”? ¿Y quién será el que dé, y quiénes los receptores?
El gobierno griego no se ha mostrado dispuesto a hacer que los ricos paguen impuestos. Así que los trabajadores tienen que llenar el hiato fiscal, permitiendo a su gobierno socialista que recorte las pensiones, la asistencia sanitaria, la educación y otros gastos sociales: todo para rescatar al sector financiero de un crecimiento exponencial de deuda insatisfecha, rescate que resulta imposible de realizar en la práctica. La economía es sacrificada en el altar de un sueño imposible. Sin embargo, en vez de centrarse en el problema de un crecimiento exponencial del volumen de títulos bancarios de deuda que no se puede pagar, los lobistas bancarios –y los políticos del G20, cuyas campañas electorales dependen de sus fondos— lo que hacen es promover el mito de que el problema es demográfico: una población envejecida abatida sobre la Seguridad Social y los fondos públicos de pensiones. Y se dice a los políticos que lo que tienen que hacer es servirse de su poder y recaudar impuestos y crear crédito, pero no para pagar pensiones y asistencia social, sino para rescatar a un sector financiero abrumado por la acumulación títulos de deuda crecientemente insatisfecha.
Letonia ha sido presentada como el niño modelo de lo que la UE recomienda a Grecia y a otros países meridionales de la UE en dificultades: los recortes drásticos del gasto público en educación y sanidad han reducido los salarios del sector público en un 30%, y siguen cayendo todavía. Los precios de la propiedad de la vivienda han caído un 70%, y los propietarios y sus familiares cofirmantes de las hipotecas han entrado en quiebra técnica [deben más al banco de lo que ahora valen sus viviendas; T.], hundiéndose en una vida de servidumbre por deuda si no toman sus bártulos y emigran del país. [1]
La extravagante pretensión de esos recortes en el presupuesto público para enfrentarse al declive económico pos-burbuja es que eso restaurará la “confianza”. Es como si la autodestrucción fiscal pudiera inspirar confianza, y no, como es el caso, empujar a los inversores a huir del euro. La lógica parece la de la vieja guerra de clases, haciendo retroceder las agujas del reloj a la filosofía de dura disciplina fiscal de una época que se creía superada: hacer retroceder la seguridad social, las pensiones públicas, el gasto público en educación y otras necesidades sociales básicas, y sobre todo, incrementar el desempleo para empujar a los salarios a la baja. Algo que hizo explícito el Banco Central de Letonia –tenido por “modélico en punto a retraer la economía por los banqueros centrales de la UE—.
Es una lógica autodestructiva. Exacerbar el declive económico reducirá la recaudación fiscal, empeorando aún más los déficits presupuestarios en una catastrófica espiral bajista. La experiencia de Letonia muestra que la respuesta a la retracción económica es la emigración del trabajo calificado y la fuga de capitales. Lo cierto es que la política europea de retracción económica planificada choca frontalmente con el primer axioma de los libros de texto de política económica, y es a saber: que los votantes actúan conforme al propio interés y que las economías prefieren crecer, no destruirse a sí propias. Hoy, las democracias europeas –y hasta los partidos socialdemócratas, socialistas y laboristas— concurren al poder con una plataforma programática en materia fiscal y financiera que se opone derechamente a los intereses del grueso de los votantes y aun al de los industriales.
La explicación, huelga decirlo, es que la planificación económica no la hacen hoy en día los representantes surgidos de las elecciones. La autoridad planificadora ha sido abandonada en manos de los bancos centrales “independientes”, quienes, a su vez, actúan como lobistas de bancos comerciales que venden su producto: deuda. Desde el punto de vista de los bancos centrales, el “problema económico” es cómo mantener solventes a los bancos comerciales y a otras entidades financieras en una economía pos-burbuja; cómo pueden éstos cobrar deudas, el volumen de las cuales está harto más allá de la capacidad de pago de muchas gentes de a pié en un ambiente de mora e impago crecientes.
Y la respuesta es que los acreedores sólo pueden cobrar a costa de la economía. El excedente económico subsistente tiene que ir para ellos, no para la inversión de capital, no para la contratación laboral, no para el gasto social.
Tal es el problema de la óptica financiera. Es miope y cortoplacista: es predatoria. Ante la disyuntiva de intervenir los bancos para promover la economía, o destruir la economía para beneficiar a los bancos, los bancos siempre optarán por la primera alternativa. Y lo mismo los políticos subvencionados por los bancos.
Los gobiernos precisan de sumas gigantescas para rescatar a los bancos de sus malos préstamos. Pero no pueden seguir tomando prestado a causa de las presiones sobre la deuda pública. De manera que las pérdidas derivadas de las malas deudas tienen que cargarse a los trabajadores y a la industria. La coartada narrativa es que los rescates públicos permitirán a los bancos volver a prestar de nuevo y reinflar el préstamo piramidal à la Ponzi de la economía de la burbuja. Pero el volumen de la quiebra técnica es demasiado grande, y no hay paso franco alguno que permita el tránsito a reinflar la burbuja. Las economías están todas anegadas de deuda. Las rentas de los bienes raíces, los flujos de caja de las empresas y el poder público recaudatorio del fisco ya no pueden soportar ulteriores empréstitos, no importa cuánta riqueza transfieran los gobiernos a los bancos. Los precios de los activos se han desplomado hasta el territorio de la quiebra técnica. La deflación por deuda ha retraído los mercados, los beneficios empresariales y los flujos de caja. La dinámica del “milagro del interés compuesto” ha culminado en quiebras y concursos de acreedores que reflejan la incapacidad en que se hallan los deudores de sostener el crecimiento exponencial de las cargas financieras requeridas por la “solvencia financiera”.
Si el sector financiero sólo puede ser rescatado recortando el gasto social en Seguridad Social, atención sanitaria y educación y avilantándose a más ventas privatizadoras, la gran pregunta es: ¿vale la pena? Sacrificar de este modo a la economía violaría los valores sociales de equidad y justicia de la mayoría de la gente, los valores profundamente arraigados en la filosofía de la Ilustración.
Este es el problema político. ¿Cómo pueden persuadir los banqueros a los votantes para que aprueben eso en un sistema democrático? Es necesario orquestar y manipular sus percepciones. Su miseria ha de pintarse con los colores de lo deseable, como un paso ineludible hacia la prosperidad venidera.
Medio siglo de planes de austeridad fracasados impuestos por el FMI a desdichados países deudores del Tercer Mundo deberían haber destruido para siempre la idea de que la austeridad es la vía a la prosperidad. Una generación cuyo currículo académico ha sido purgado a conciencia ha borrado prácticamente todo vestigio de que hubo en otro tiempo una filosofía económica alternativa a esta teoría contrailustrada, patrocinada por los rentistas. La teoría clásica del valor y de los precios reflejaba la teoría de la propiedad fundada en el trabajo de John Locke. La riqueza de una persona debería ser lo que esa persona creara merced a su propio trabajo y a su propia industria, no merced a apuestas financieras basadas en información obtenida desde dentro o merced a privilegios especiales.
Por eso digo que Europa se nos muere. Si no cambia su trayectoria, la Unión Europea sucumbirá a un golpe de estado financiero que habrá de llevarse por delante los tres últimos siglos de filosofía social de ascendencia ilustrada. La cuestión es si disolver la Unión es la única manera de recuperar sus ideales democrático-sociales y emanciparse de los bancos que han tomado el control de sus órganos de planificación central.
AUTOR : Michael Hudson trabajó como economista en Wall Street y actualmente es Distinguished Professor en la University of Misoury, Kansas City, y presidente del Institute for the Study of Long-Term Economic Trends (ISLET). Es autor de varios libros, entre los que destacan: Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire (nueva ed., Pluto Press, 2003) y Trade, Development and Foreign Debt: How Trade and Development Concentrate Economic Power in the Hands of Dominant Nations (ISLET, 2009).
Traducción Miguel de Puñoenrostro
FUENTE : SIN PERMISO
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