El gasto público financiado con déficit no es sino la contraparte contable del ahorro privado. Lo que hace el gasto público financiado con déficit es permitir que el sector privado alcance el nivel deseado de ahorro. Cuando ese nivel cambia, el gasto público debe ajustarse en sentido opuesto para compensar (a menos que la balanza por cuenta corriente haga ya el trabajo).
Pero piénsese lo que ocurrirá, si unos de los tres sectores importantes de la economía –en este caso, el sector empresarial— ahorra muy por encima de lo que requieren la reinversión y el crecimiento de la producción en la economía.
Si se atiende a casos recientes en los que el sector empresarial mantuvo una condición de ahorrador neto, saltan a la vista las experiencias de Japón y Canadá. Aún hoy, el sector empresarial japonés sigue siendo el principal bastión del ahorro no público, y sin embargo, el crecimiento del empleo es prácticamente inexistente. Análogamente, durante los 80 y el primer lustro de los 90, en Canadá, el sector compuesto por los hogares fue un prestador neto, mientras que el sector empresarial fue un prestatario neto. De modo que el mayor ajuste que se produjo en Canadá a través del boom exportador significó un enorme incremento del ahorro del sector empresarial durante los años de la austeridad fiscal impulsada por Paul Martin. Pero ese ahorro no derivó en enérgicas inversiones en la economía productiva, y a través de ellas, en la creación de empleo.
Como ha observado recientemente el profesor Mario Seccareccia, de la Universidad de Ottawa, en el segundo lustro de los 90 y en la década siguiente el sector empresarial en Canadá empezó a actuar como los rentistas económicos de Keynes ("The Role of Public Investment in a Coordinated "Exit Strategy" to Promote Long-Term Growth: The Keynes Legacy" [El papel de la inversión pública en una estrategia de promoción del crecimiento a largo plazo: el legado de Keynes]). De su análisis se infiere que, aun si las empresas privadas logran acumular un ahorro masivo, como ahora mismo están haciendo en Japón (y como hicieron en el Canadá de mediados de los 90), no puede obviarse la cuestión siguiente: si esos beneficios no se reinvierten para crear un ulterior crecimiento del empleo, ¿no deberían los gobiernos gravarlos fiscalmente, a fin de usar los ingresos así recaudados por la hacienda pública para promover políticas en esa dirección?
Como bien observa Seccareccia en el contexto canadiense, un gigantesco acúmulo de flujo de caja puede facilitar, y de hecho facilitó, todo tipo de desmanes: zaitech a la japonesa [ingeniería financiera], fraudes contables y fraude de control:
“Esa inversión de la posición prestador/prestatario registrada en los sectores privados de las empresas y de los hogares tiene una importancia crucial a la hora de entender la evolución del capitalismo financiero en la última década, en la que el grueso de la deriva especulativa ha sido alimentada por el creciente ahorro del sector empresarial. Ha sido el comportamiento rentista del sector empresarial --cada vez más lucrativo en sus adquisiciones financieras— lo que ha llevado, y por mucho, al abandono de la inversión productiva desde los 90.”
Es verdad: gravar fiscalmente a los rentitas empresariales no necesariamente llevará, por sí propio, a un mayor gasto en la economía. Y desde la perspectiva de la Teoría Monetaria Moderna (TMM), es verdad también que el Estado no “necesita” los llamados recursos fiscales para gastar. Los Estados no están nunca restringidos por los recursos per se, y podrían fácilmente arreglárselas con independencia de la recaudación fiscal procedente de los impuestos a las empresas.
Al hacer esta concesión, lo que quiero decir no es tanto que los impuestos a las empresas son necesarios para el gasto público, cuanto que la amenaza de los impuestos podría inducir al sector empresarial a desempeñar algunas de las más arduas tareas del sector público en el frente de la creación de empleo. Hay ventajas políticas en esto, porque, como se está viendo ahora mismo, no faltan fuerzas poderosas y profundas movilizadas contra el gasto público con el espurio argumento de la “sostenibilidad fiscal”.
Aprovechémonos, pues, de su farol.
Hay beneficios sociales adicionales derivables de esta propuesta. Si el Estado grava fiscalmente el exceso de ahorro empresarial, éste tendrá menos oportunidades para embarcarse en la ingeniería financiera, ene l fraude del control, etc., y por lo mismo, habrá mayor estabilidad en una economía menos pronta a la financiarización. Un bien social puro.
En efecto, se trata de un impuesto explícitamente concebido para los rentistas empresariales que no reinvierten sus superbeneficios en equipo tangible de capital, salvo en burbujas tecnológicas y de telecomunicaciones, o en esquemas de pseudoinversión en China. Y sirve al propósito ideológico de: a) forzar a los capitalistas no financieros a ser capitalistas, no especuladores; y b) obligar a las iniciativas de reducción del déficit (que, como hemos dicho ya muchas veces, son patológicas y suicidas, pero que, de todas formas, se abren paso) a hacer pagar a los rentistas su “parte equitativa”.
Los halcones del déficit han ganado un impulso político significativo, pero nosotros necesitamos hacer las llaves de jiujitsu que hagan falta para apuntar a la fuente real del llamado “exceso de ahorro”, que no es sino falta de reinversión empresarial, salvo en zaitech, ingeniería financiera, dividendos y otras delicias del capitalismo de casino. Tenemos que desmitificar lo que significa tener a todo el sistema engranado con el exclusivo propósito de servir a los “valores de los accionistas”, y tenemos que demostrar que los capitalistas son un fracaso en punto a cumplir su papel: habrá que pasar por aquí antes de poder reconstruir, a partir de las ruinas de Austeria, un amplio consenso a favor de iniciativas pública y público-privadas de inversión.
Ello es que el masivo acúmulo de flujos de caja facilita todo tipo de trapacerías; ingeniería financiera, fraudes contables, fraude de control, etc. Y eso ocurrió en la época en la que los sistemas modernos de remuneración empezaron a cambiar, ligando cada vez más las bonificaciones de los ejecutivos al precio de las acciones. Por eso se ve hoy a empresas que “invierten” sus ingresos en la recompra masiva de sus propias acciones.
En Canadá, la inversión que se dio en la posición prestador/prestatario de empresas y hogares resulta crucial para entender la evolución del capitalismo financiero en la última década, en la que buena parte del impulso especulativo se alimentó del creciente ahorro del sector empresarial. Fue el comportamiento rentista del sector empresarial --cada vez más lucrativo en sus adquisiciones financieras— lo que levó, y por mucho, al abandono de la inversión productiva desde los 90.
Cuando una economía se financiariza, y por lo mismo, se hace harto menos productiva, resulta también más pronta al fraude, a una mayor inestabilidad financiera y mayores tasas de desempleo. Pero sirve a los intereses de los rentistas. Minsky llevaba razón: se necesita una “gran Estado” para que actúe a modo de baluarte estabilizador frente a la financiarización de la economía. Gravar fiscalmente los ingresos empresariales retenidos es, claramente, otra forma de lidiar con los estragos del capitalismo del mercado monetario.[1].
AUTOR : Marshall Auerback
Traducción Casiopea Altisench
FUENTE : SIN PERMISO
No hay comentarios.:
Publicar un comentario