domingo, 1 de abril de 2012

Brécol y mala fe

 Por Paul Krugman.

Está en peligro la cobertura sanitaria a 30 millones de estadounidenses



Nadie sabe lo que decidirá el Tribunal Supremo de Estados Unidos en relación con la ley de reforma sanitaria de Barak Obama. Pero tras las vistas de esta semana parece bastante posible que el tribunal revoque el llamado mandato—la obligatoriedad de que los individuos contraten un seguro sanitario—, y puede que la ley en su totalidad. La supresión del mandato haría la ley mucho menos factible, mientras que revocarla por entero equivaldría a negar la cobertura sanitaria a 30 millones de estadounidenses o más.
 Dado lo que está en juego, uno podría haber esperado que todos los miembros del tribunal tuviesen mucho cuidado al hablar tanto de la realidad de la asistencia sanitaria como de los antecedentes legales. Sin embargo, el hecho es que el segundo día de vistas indicó que los jueces más hostiles a la ley no comprenden, o prefieren no comprender, cómo funcionan los seguros. Y el tercer día fue, en cierto sentido, todavía peor, ya que los jueces contrarios a la reforma parecían aceptar cualquier argumento, por endeble que fuese, que pudiesen utilizar para acabar con la reforma.
Empecemos con la ya famosa intervención en la que el juez Antonin Scalia comparaba la contratación de un seguro sanitario con la compra de brécol, dando a entender que si el Gobierno puede obligarnos a hacer lo primero, también puede obligarnos a hacer lo segundo. Esa comparación horrorizó a los expertos en asistencia sanitaria de todo Estados Unidos, porque los seguros sanitarios no se parecen en nada al brécol.
¿Por qué? Cuando la gente decide no comprar brécol, no hace que el brécol deje de estar al alcance de aquellos que lo quieren. Pero cuando la gente no contrata un seguro sanitario hasta que enferma —que es lo que pasa cuando no existe un mandato—, el consiguiente empeoramiento del fondo contra riesgos hace que los seguros sean más caros, y a menudo inasequibles, para el resto de la gente. Como consecuencia, los seguros sanitarios no regulados básicamente no funcionan, y nunca lo han hecho.
 Hay al menos dos formas de hacer frente a esta realidad (que, por cierto, es en gran medida un proceso que entraña comercio interestatal y, por tanto, es un problema que atañe a las autoridades federales). Una es gravar a todo el mundo —sanos y enfermos por igual— y utilizar el dinero recaudado para proporcionar cobertura sanitaria. Eso es lo que hacen Medicare y Medicaid. La otra es exigir que todo el mundo contrate un seguro, a la vez que se ayuda a aquellos para los que esto supone una dificultad económica.


¿Son estos planteamientos diferentes en el fondo? ¿Exigir que los ciudadanos paguen un impuesto que financie la cobertura sanitaria está bien, pero exigir que contraten un seguro sanitario es inconstitucional? Resulta difícil ver la razón (y no somos solo los que no tenemos formación en temas legales los que consideramos extraña esa distinción). Esto es lo que decía Charles Fried —que fue subsecretario de Justicia de Ronald Reagan— en una entrevista reciente con The Washington Post: “Nunca he entendido por qué establecer una norma que obligue a las personas a comprar algo es por alguna razón más doloroso que establecer una norma que les obligue a pagar impuestos para luego dárselo”.
De hecho, a los conservadores solía gustarles la idea de las compras obligatorias como una alternativa a los impuestos, que es la razón por la que la idea del mandato fue inicialmente propuesta no por los liberales, sino por la ultraconservadora Fundación Heritage. (Por cierto, otro proyecto predilecto de los conservadores —las cuentas privadas como sustitutas de la Seguridad Social— depende de, sí, las contribuciones obligatorias de los individuos).
De modo que ¿ha habido aquí un cambio real en el pensamiento legal? Fried opina que no es más que política (y otros debates durante las vistas respaldan fuertemente esa percepción).
En concreto, me llamó la atención la discusión sobre si exigir que los Gobiernos estatales participen en la ampliación de Medicaid —una ampliación, por cierto, por la que solo pagarían una pequeña parte del coste total— constituía una coacción inaceptable. Uno habría pensado que esta afirmación era manifiestamente absurda. Después de todo, los Estados son libres de descolgarse de Medicaid si así lo deciden; el poder de coacción de Medicaid proviene solo del hecho de que el Gobierno federal ofrece subvenciones a los Estados que están dispuestos a seguir las directrices del programa. Si ustedes se ofrecen a darme un montón de dinero, pero solo si llevo a cabo ciertas tareas, ¿es servidumbre?
Sin embargo, varios de los jueces conservadores parecían defender la premisa de que la ampliación de un programa con financiación federal en el que los Estados deciden participar porque reciben ayuda federal representa un abuso de poder, simplemente porque los Estados se han vuelto dependientes de esa ayuda. A la juez Sonia Sotomayor le dejó atónita esta afirmación: “Vamos a decirle al Gobierno federal que, cuanto mayor es el problema, menor es su poder. Porque una vez que entrega todo ese dinero, no puede estructurar el programa como le venga en gana”. Y la juez tenía razón: es una afirmación que no tiene ningún sentido (a menos que el objetivo sea destruir la reforma sanitaria usando cualquier argumento al alcance de la mano).
Como he dicho, no sabemos cómo evolucionará esto. Pero es difícil no tener una sensación de aprensión y preocuparse por el hecho de que la ya gravemente dañada fe del país en la capacidad del Tribunal Supremo para estar por encima de la política esté a punto de sufrir otro duro golpe.

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