domingo, 1 de abril de 2012

La sombra de la depresión

 Por J. Bradford DeLong




Cuatro veces durante el siglo pasado, una porción importante del mundo industrial cayó en profundas y largas depresiones caracterizadas por la persistencia de un alto nivel de desempleo: Estados Unidos en la década de 1930, los países industrializados de Europa occidental en esa misma década, Europa occidental otra vez en los ochenta y Japón en los noventa.
 Las dos últimas caídas de la lista todavía arrojan una larga y oscura sombra sobre el desempeño futuro de la economía. En ambos casos, el regreso de Europa o Japón (si es que se produjo o producirá) a una tendencia de crecimiento económico similar a la de antes de la crisis les llevó (o les llevará) décadas. En cuanto al ejemplo de Europa a fines de la década de 1930, no sabemos qué habría pasado si el continente no se hubiera convertido en un campo de batalla después de la invasión de Polonia por la Alemania nazi.

Solamente en el caso restante la tendencia de crecimiento a largo plazo permaneció inalterada: los niveles de producción y empleo en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial no acusaron el impacto macroeconómico de la Gran Depresión en forma considerable. Por supuesto, si no hubiera existido la movilización para la Segunda Guerra Mundial, es posible, e incluso probable, que la sombra de la Gran Depresión también se hubiera extendido sobre el crecimiento económico de los Estados Unidos después de 1940. Al menos, ese era el panorama a fines de la década de 1930, con altos niveles de desempleo estructural y capitalización por debajo de la tendencia, antes de que la movilización y las guerras en Europa y el Pacífico empezaran en serio.
En Estados Unidos, ya podemos ver señales de que la crisis iniciada en 2008 proyectará su sombra hacia el futuro: desde hace un tiempo, las proyecciones de prestigiosos analistas (tanto públicos como privados) respecto del PIB de Estados Unidos a largo plazo se vienen revisando a la baja.
Podemos poner como ejemplo la participación de la fuerza laboral: lo habitual es que este indicador deje de caer una vez superado el punto más bajo del ciclo económico y que a partir de allí empiece a ascender otra vez; pero en los últimos dos años y medio la participación de la fuerza laboral no ha dejado de disminuir. Hay al menos algunos responsables de política monetaria que creen que la reciente reducción de la tasa de desempleo en Estados Unidos (que en gran medida se debió a la disminución citada) es una razón tan valedera para adoptar políticas más austeras como si la causa hubiera sido un aumento del nivel de empleo. En Europa, mientras tanto, se verifican más o menos los mismos procesos y las mismas respuestas (incluso, con mayor fuerza).

Pero hay algo mucho más importante: visto desde el presente, parece haber un colapso permanente de la capacidad de los mercados privados para asumir riesgos y un aumento, persistente y prolongado, del riesgo que se percibe en todo el mundo en relación con los activos financieros (y con las empresas de cuyos flujos de efectivo dependen). Mientras tanto, el envejecimiento poblacional de los países industriales, el importante compromiso de los Estados con los sistemas de seguridad social y la falta de planes claros para equilibrar los presupuestos fiscales en el largo plazo dan motivos para pensar en un futuro donde haya inflación y en el que incluso las economías más grandes y prósperas deban pagar primas de riesgo (tal vez no muy altas, pero claramente visibles) para poder emitir deuda.
En algún momento durante la próxima generación, podría ocurrir que los niveles de precios en Estados Unidos, Japón y Alemania se eleven considerablemente, si algunos gobiernos, sin pensar en las consecuencias, apelaran a la impresión de moneda para financiar parte de sus gastos en bienestar social. Lo contrario, una caída del nivel de precios, es improbable. Aunque este es un factor de riesgo fundamental a largo plazo, el apetito por poseer activos que escapen a los riesgos a mediano plazo asociados con el ciclo económico pudo más que él.
Pero el riesgo del que los inversores mundiales escapan buscando refugio en las deudas soberanas de Estados Unidos, Japón y Alemania no es “fundamental”. No hay preferencias psicológicas, limitaciones de recursos naturales o factores tecnológicos que impliquen que hoy invertir en empresas privadas sea más arriesgado que hace cinco años. Más bien, el riesgo nace de que los gobiernos rechacen (aun cuando no queda otro remedio) igualar la demanda agregada con la oferta agregada para evitar el desempleo a gran escala.
Pero los gobiernos tienen que administrar la demanda agregada. Aunque la ley de Say (la idea de que la oferta crea su propia demanda) sea falsa en teoría, en la práctica es suficientemente verdadera para que los emprendedores y las empresas puedan creer en ella (y de hecho, es lo que hacen).
Si, como escribió John Maynard Keynes hace 76 años, el gobierno no hace bien su trabajo y “la demanda (…) es deficiente, (…) el empresario individual (...) opera en lucha desigual contra todas las fuerzas contrarias. El juego de azar que practica está plagado de ceros”; es decir que “el crecimiento de la riqueza mundial [es] menor que [los] ahorros”, lo cual se debe a “las pérdidas de aquellos cuyo valor e iniciativa no se han completado con habilidad excepcional o desusada buena fortuna. Pero si la demanda efectiva es adecuada, bastará con la habilidad y la buena suerte ordinarias”.
Durante los 62 años que transcurrieron entre 1945 y 2007 (con algunas interrupciones bruscas, pero temporales y de alcance regional), los emprendedores y empresarios podían apostar a que si ellos creaban la oferta, la demanda no tardaría en llegar. Esa certeza contribuyó en gran medida a sentar las condiciones que hicieron posibles las dos generaciones de crecimiento económico global más veloz que el mundo haya visto. Pero ahora ya no está.

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