Por Jeffrey D. Sachs.
Project Syndicate
El éxito económico de un país depende de la educación, las aptitudes y la salud de su población. Cuando sus jóvenes están sanos y bien educados, pueden encontrar empleos bien remunerados, lograr la dignidad y conseguir ajustarse a las fluctuaciones del mercado laboral mundial. Las empresas invierten más cuando saben que sus trabajadores serán productivos. Sin embargo, muchas sociedades de todo el mundo no cumplen con el imperativo de garantizar una salud básica y una educación decorosa para todas las generaciones de niños.
Project Syndicate
El éxito económico de un país depende de la educación, las aptitudes y la salud de su población. Cuando sus jóvenes están sanos y bien educados, pueden encontrar empleos bien remunerados, lograr la dignidad y conseguir ajustarse a las fluctuaciones del mercado laboral mundial. Las empresas invierten más cuando saben que sus trabajadores serán productivos. Sin embargo, muchas sociedades de todo el mundo no cumplen con el imperativo de garantizar una salud básica y una educación decorosa para todas las generaciones de niños.
¿Por qué no se
cumple con el imperativo de la educación en tantos países? Algunos son,
sencillamente, demasiado pobres para disponer de escuelas decorosas. Los
propios padres pueden adolecer de una ecuación insuficiente, lo que les
impide ayudar a sus hijos más allá del primer o segundo año de escuela,
con lo que el analfabetismo y la falta de conocimientos básicos de
aritmética se transmiten de una generación a la siguiente. La situación
más difícil es la de las familias numerosas (de seis o siete hijos,
pongamos por caso), porque los padres invierten poco en la salud, la
nutrición y la educación de cada uno de los hijos.
Sin
embargo, también los países ricos fallan. Los Estados Unidos, por
ejemplo, permiten cruelmente el sufrimiento de sus niños más pobres. Los
pobres viven en barrios pobres con escuelas pobres. Con frecuencia los
padres están desempleados, enfermos, divorciados o incluso encarcelados.
Los niños quedan atrapados en un persistente ciclo generacional de
pobreza, pese a la riqueza general de la sociedad. Con demasiada
frecuencia, los niños que se crían en la pobreza acaban siendo adultos
pobres.
Un nuevo y notable documental, The house I Live In
(“La casa en la que vivo”), muestra que el caso de los Estados Unidos
es incluso más triste y cruel, a consecuencia de unas políticas
desastrosas. Hace unos cuarenta años, los políticos de los Estados
Unidos declararon una “guerra a las drogas” aparentemente para luchar
contra el uso de drogas adictivas como la cocaína. Sin embargo, como
muestra claramente el documental, la guerra contra las drogas se
convirtió en una guerra contra los pobres, en particular los grupos
minoritarios pobres.
En realidad, la guerra contra las drogas provocó la encarcelación en masa de jóvenes pobres de grupos minoritarios. Actualmente en los Estados Unidos hay 2,3 millones de personas encarceladas
en todo momento, una mayor parte de los cuales son pobres que fueron
detenidos por vender drogas para poder costearse su adicción. A
consecuencia de ello, los EE.UU. han acabado con la tasa más elevada de
encarcelación del mundo: ¡la escandalosa de 743 personas por 100.000
habitantes!
El documental
retrata un mundo de pesadilla, en el que la pobreza de una generación se
transmite a la siguiente, con la facilitación del proceso por la cruel,
costosa e ineficiente “guerra contra las drogas”. Los pobres, con
frecuencia afroamericanos, no pueden encontrar empleos o han vuelto del
servicio militar sin aptitudes ni contactos laborales. Caen en la
pobreza y se entregan a las drogas.
En
lugar de recibir asistencia social y médica, son detenidos y
convertídos en delincuentes. A partir de ese momento, no cesan de entrar
y salir del sistema penitenciario y tienen pocas posibilidades de
conseguir jamás un puesto de trabajo legal que les permita escapar de la
pobreza. Sus hijos crecen sin un padre en casa… y sin esperanza ni
apoyo. Los hijos de los usuarios de drogas con frecuencia llegan a
serlo, a su vez; también ellos acaban con frecuencia en la cárcel o
sufren violencia o una muerte temprana.
Lo
demencial de esta situación es que los EE.UU. no han advertido una
evidencia… y durante cuarenta años. Para acabar con el ciclo de la
pobreza, un país debe invertir en el futuro de sus hijos, no en el
encarcelamiento de 2.3 millones de personas al año, muchas de ellas por
delitos no violentos que son síntomas de pobreza.
Muchos
políticos son cómplices entusiastas de esa locura. Juegan con los
miedos de la clase media, en particular con el miedo de la clase media a
los grupos minoritarios, para perpetuar ese extravío de las medidas
sociales y el gasto estatal.
La
cuestión general es la siguiente: a los gobiernos corresponde un papel
excepcional para velar por que todos los jóvenes de una generación –los
niños pobres igual que los ricos– tengan una oportunidad. Si no existen
programas estatales sólidos y eficaces que apoyen la enseñanza y la
atención de salud de la máxima calidad y la nutrición adecuada, no es
probable que un niño pobre se libre de la pobreza de sus padres,
Ése
es el genio de la “democracia social”, la filosofía cuya adelantada fue
Escandinavía, pero que también se ha plasmado en muchos países en
desarrollo, como, por ejemplo, Costa Rica. La idea es sencilla y sólida:
todas las personas merecen una oportunidad, por lo que la sociedad debe
ayudar a todo el mundo a conseguirla. Lo más importante es que las
familias necesitan ayuda para criar a niños sanos, bien alimentados y
educados. Las inversiones sociales son importantes, se financian con
impuestos altos, que los ricos pagan de verdad, en lugar de evadirlos.
Ése
es el método básico de acabar con la transmisión intergeneracional de
la pobreza. Un niño pobre en Suecia tiene subsidios desde el principio.
Sus padres tienen una licencia de maternidad o paternidad para ayudarlos
a criar al niño. Además, el Estado brinda guarderías de la máxima
calidad, lo que permite a la madre –por saber que el niño se encuentra
en un ambiente seguro– volver al trabajo. El Estado vela por que todos
los niños tengan una plaza en la enseñanza preescolar, a fin de que
estén listos para la escolarización oficial a la edad de seis años, y la
atención de salud es universal, para que el niño pueda criarse sano.
Así,
pues, una comparación entre los EE.UU. y Suecia es reveladora. Si
recurrimos a datos y definiciones comparables facilitados por la
Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos, vemos que los
EE.UU. tienen una tasa de pobreza del 17,3 por ciento, el doble,
aproximadamente, de la de Suecia, que es del 8,4 por ciento. Y la tasa
de encarcelación de los Estados Unidos es diez veces la de Suecia, que
asciende a 70 personas por 100.000 habitantes. Los Estados Unidos son,
por término medio, más ricos que Suecia, pero el desfase en ingresos
entre los más ricos y los más pobres de los Estados Unidos es mucho
mayor que el de Suecia y los EE.UU. tratan a sus pobres con una actitud
punitiva y no de apoyo.
Una
de las realidades escandalosas de los últimos años es la de que los
Estados Unidos tienen ahora el menor grado de movilidad social de los
países con grandes ingresos. Lo más probable es que los niños nacidos
pobres sigan siendo pobres y que los niños nacidos en la abundancia sean
adultos acomodados.
Esa
distancia entre generaciones equivale a un profundo despilfarro de
talentos humanos. Los Estados Unidos pagarán el precio a largo plazo, a
no ser que cambien de rumbo. La inversión en sus niños y jóvenes brinda
el mayor rendimiento que una sociedad puede obtener, tanto económica
como humanamente.
Jeffrey D. Sachs, Director del Proyecto del Milenio de las Naciones Unidas desde 2002 hasta 2006, es profesor en la Universidad de Columbia.
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