Por Richard Peet
Espai Icaria
El final del siglo XX ha visto emerger un nuevo tipo de sociedad. Un capitalismo dominado por enormes empresas produciendo mercancías y servicios ha sido substituido por un capitalismo dominado por enormes empresas que controlan el acceso a los capitales de inversión. En el nuevo «capitalismo financiero global» las finanzas son la parte más importante del capital; los gobiernos y las instituciones de gobernanza global son parte integral del aparato financiero, rescatan al sector financiero e incluso se unen a él en tiempos de crisis; el capitalismo financiero opera normalmente a escala global; por tanto, el capitalismo financiero toma la forma de un sistema espacial y político-económico-financiero-ético-cultural. El término «capital financiero» fue acuñado originalmente por el marxista austríaco Rudolf Hilferding (1981). Con ese término se refería a la creciente concentración y centralización de capital, en su forma institucional de empresas, cártels, trusts y bancos que organizaron la exportación de excedentes de capital de los países industrializados, especialmente Gran Bretaña, en búsqueda de tasas de beneficios más elevadas en otras partes. Más recientemente, David Harvey (2005) ha sostenido que en las empresas capitalistas, la propiedad (los accionistas) y la gestión (los directores ejecutivos de las empresas) han llegado a fundirse ya que la gestión de más alto nivel se retribuye con «stock options». El aumento del precio de las acciones se convierte en el objetivo de funcionamiento de la empresa. Y las empresas productivas, diversificadas en créditos, seguros y sector inmobiliario, crecientemente se convierten en financieras en su orientación.
Ello está relacionado con un estallido de actividad en un sector financiero crecientemente desregulado y rápidamente globalizado en «la financiación de absolutamente todo», lo que significa el control de todas las áreas de la economía global por parte de las finanzas. Los estados-nación, individualmente (como los Estados Unidos) o colectivamente (como el G7/8), tienen que apoyar a las instituciones financieras y la integridad del sistema financiero ya que ello es lo que hace funcionar la economía (como atestigua la intervención masiva de los bancos centrales en la crisis financiera de 2007- 08). En el marco de este sistema capitalista pre-fijado, Harvey observa que el poder de los accionistas disminuye, mientras que el de los directores ejecutivos de las empresas, el de los miembros clave de los consejos de administración y el de los financieros, aumenta. El tremendo poder económico de esta nueva clase empresarial-financiera les permite una amplísima influencia sobre los procesos políticos (Harvey, 2005: 31-38).
La principal diferencia entre el capital financiero de
Hilferding y el capitalismo financiero global actual es la mayor
abstracción del capital de su base productiva original, la mayor
velocidad con la que el dinero se mueve a través de espacios
más amplios y diversos, la intensidad y la frecuencia de las crisis
que toman ahora formas más financieras que productivas,
y la extensión de la especulación y de las apuestas en todas las
esferas de la vida. Hemos visto también la «democratización»
del capital a través de la inclusión en el ejército de reserva
de los financieros a millones de personas que se benefician a
través de la propiedad de la vivienda, inversiones en fondos
de pensiones, fondos de inversiones y fondos de educación.
Ya no tenemos a peces gordos ni tipos listos manipulando los
precios de las acciones sino a millones de «cuasi-capitalistas»
preocupados todas las noches por sus ahorros de jubilación o
por sus precios de vivienda totalmente inflados. Por un lado, el
capitalismo financiero ha desarrollado grandes y sofisticados
mecanismos de control social y cultural sobre los gobiernos,
las clases y las poblaciones regionales, de modo que la respuesta
política crítica a las crecientes desigualdades e inestabilidades
puede ser largamente silenciada: vivimos en un tiempo de
cooptación global. Por otra parte, el nivel y la profundidad
de la crisis financiera ha aumentado, el «espacio de la crisis»
se ha ampliado para incluir virtualmente todas las economías
nacionales, y el «espacio de las víctimas» (directas e indirectas)
es ahora virtualmente universal. La intersección de estas
tendencias crea una sensación de irrealidad y distanciamiento
en la que las crisis son abordadas con mayor superficialidad
cuanto más aumenta su intensidad. Las crisis, que son estructurales
y endémicas, parecen irrumpir en el escenario políticoeconómico
como sucesos aparentemente espontáneos. Pero en
realidad las crisis se acumulan porque no son ni comprendidas
ni controladas, ni siquiera hay demasiada voluntad popular de
controlarlas, porque mucha gente combina el doble papel de
perpetrador y de víctima, y el sistema financiero es tan grande
y amorfo que parece inexpugnable. Inevitablemente, la desidia
tiende a la catástrofe.
Al igual que en el sistema liberal global de finales del siglo
XIX, el sistema neoliberal de finales del XX e inicios del XXI
opera globalmente bajo el dominio de un solo estado-nación
«democrático» hegemónico. El cambio de la Pax Britannica a
la Pax Americana mantiene una estructura política esencialmente
parecida pero el poder militar de las fuerzas armadas
del estado financiero ha aumentado, mientras que el tiempo
necesario para llevar a cabo una intervención ha disminuido
radicalmente con las nuevas tecnologías de la guerra. Las transacciones
instantáneas del capitalismo financiero corren en paralelo
a respuestas armadas casi instantáneas. Y recientemente
los principales estados capitalistas financieros se han mostrado
proclives a la intervención geopolítica en la creencia de que
están siendo atacados por un contra-movimiento organizado,
también globalmente organizado, y preparado para utilizar
medios de destrucción masiva.
Este artículo proporciona algunos términos y perspectivas
que pueden contribuir a un análisis crítico del capitalismo
financiero global. Tras repasar algunas de sus características
básicas y sugerir algunos términos para organizar el debate
futuro, el artículo continúa con lo que podría llamarse una socio-
psicología de las finanzas contemporáneas, especialmente
el manejo del sistema hacia la toma de riesgos y la especulación
que llevó a la crisis de 2007-2008: «locura». El artículo prosigue
afirmando que incluso las sociedades desquiciadas tienen
una conciencia, y ello se expresa en el discurso anti-pobreza
global que conforma una parte manifiesta del sistema financiero
global: la «civilización». No obstante, un sistema económico
corrupto necesariamente signifi ca que las expresiones
de benevolencia se convierten en políticas antipobreza caracterizadas
por su «beneviolencia». De modo que las políticas
que aparentemente se dirigen a perdonar la deuda del Tercer
Mundo y a «acabar con la pobreza ahora»[1] llevan a lo contrario:
la inclusión en una economía global cargada de niveles
imposibles de deuda y, en todo caso, mayores niveles aún de
deuda y de creciente inseguridad. El artículo concluye con un
breve comentario sobre qué hacer con la pobreza global desde
una posición radical de izquierdas.
Formaciones sociales y regímenes políticos
Este nuevo capitalismo financiero apareció en la escena global
en medio de un estallido de exhuberancia económica y cultural
que solo puede ser admirado (venerado) como un signo de los
nuevos tiempos globales por parte de un público atemorizado.
Al menos eso es lo que aparece en los medios de comunicación
que son parte fundamental de un sistema del que se supone
que informan. Pero entonces el capitalismo financiero global
puede ser llamado capitalismo mediático global ya que la mediatización
es tan importante como la financiación, y las dos
comparten ese aire de irrealidad fantástica que ha sustituido lo
que una vez se llamó «vida cotidiana». De modo que las noticias
de deportes disponen de más tiempo y desgraciadamente
de más atención, que las noticias sobre las guerras. Que no te
maten en sábado: nadie se enterará. Y aun así, como Marx casi
dijo una vez, analizar significa romper el fascinante resplandor
del espectáculo global dirigiendo la atención a descubrir la
esencia estructural.
El capitalismo financiero global emerge de cambios estructurales
comprensibles. Para llegar a esos cambios estructurales
necesitamos utilizar un par de términos taquigráficos: unas
pocas palabras que describan una infi nidad de cosas, de modo
que nuestra mente no piense en listados. Hasta ahora hemos
hablado de formas históricas de una totalidad capitalista político-cultural-económica tales como formaciones sociales en
un modo de producción en general. Parece que ha habido tres
formaciones sociales intracapitalistas en los últimos cien años
más o menos: el capitalismo industrial competitivo, ya en desaparición
a finales del siglo XIX pero aún presente en el margen
de las pequeñas empresas y en la frontera innovadora del nuevo
capitalismo de riesgo; el capitalismo industrial empresarial
que asumió la hegemonía a finales del siglo XIX y que persiste
aún hoy como una base poderosa, aunque dependiente, de
actividad productiva; y el capitalismo financiero global, que
toma el papel hegemónico y dominante en la reproducción
del capitalismo a partir de los años 1980 y 1990: la transición
estaba oculta por un hipoblasto de high-tech, tecnología de
la información-internet, que era en parte industrial, en parte
mediático, y en parte financiero.
Una terminología más directa describe las instituciones e
ideologías que constituyen «regímenes» más concretos dentro
de (a veces en transición entre) formaciones sociales capitalistas.
Aquí podemos destacar varias dimensiones como por
ejemplo los regímenes de imagen, en un análisis ideológico-imaginario
más orientado hacia los medios de comunicación.
Pero quedémonos de momento en el banal mundo de los
«regímenes políticos»: los mecanismos político-económicos
(instituciones, ideologías, discursos) de poder mediante los
cuales los gobiernos y las instituciones gubernamentales intentan
dirigir el cambio económico y social en una formación
social. Un régimen político alude a: una aproximación sistemática
a la formación política de un conjunto gubernamental
o de instituciones de gobierno; algo que trata un conjunto
de asuntos limitado y definible; algo que prevalece como el
marco regulador/intervencionista dominante; cuestiones que
abarcan un período histórico de al menos varias décadas. Los
regimenes políticos toman coherencia por las interpretaciones
político-económicas subyacentes de las causas de un conjunto
de problemas socio-económicos relacionados; dichas interpretaciones
representan los intereses de una fracción de capital
(Peet, 2007: 4-10).
Desde la Segunda Guerra Mundial, el mundo capitalista
ha conocido dos principales regímenes político-económicos:
la democracia keynesiana, predominante entre 1945 y 1973, y
la democracia neoliberal, predominante entre 1980 y la actualidad;
los años 1973-80 representan un período de transición,
cuando los dos regímenes competían por la hegemonía. En el
régimen de políticas keynesianas, un Estado intervencionista
comprometido en alcanzar el pleno empleo y sueldos elevados
para todos utilizó políticas macro-económicas contra-cíclicas
en un capitalismo básicamente de libre empresa. Este régimen
de políticas respondió a la Depresión de los años 1930, una
crisis que deslegitimizó la racionalidad teórica y las insistentes
demandas del régimen precedente, un duradero régimen
político liberal (libre comercio), al utilizar la autoridad del
Estado para estabilizar la acumulación y democratizar los
benefi cios económicos. Las diferencias regionales en la tradición
teórico-interpretativa y político-económica dieron pie a
tres variantes principales: el keynesianismo social democrático
en los países de Europa occidental y sus antiguas colonias;
el keynesianismo democrático liberal en los Estados Unidos;
el keynesianismo desarrollista en Japón y muchos países industrializados
del Tercer Mundo (Chang y Rowthorn 1995;
Kohli 2004).
El régimen de políticas neoliberales revive el liberalismo de
libre comercio de finales del siglo XIX, aparentemente mediante
la renuncia del Estado-nación a la gestión macroeconómica
en beneficio de los mecanismos de mercado. Pero esta aparente
renuncia del Estado a la economía esconde un movimiento que
mejor puede describirse como una reorientación de la intervención
gubernamental para servir los intereses de las instituciones
de gobernanza globales. Sin embargo, «reorientación»
es solo el barniz de un profundo proceso de control del Estado
por parte de gente adinerada, empresas, bancos y compañías
de gestión de inversiones y, especialmente, de los bancos de
inversiones bajo un sistema de «democracia empresarial», que
empieza con el control sobre el proceso electoral por parte de
las grandes donaciones y el control sobre el proceso legislativo
a través del «lobbying» (Peet, 2007: 94-98).
El régimen de políticas neoliberales respondió sin duda a la
globalización de la economía, la sociedad y la cultura de finales
del siglo XX. Desde luego que el neoliberalismo ayudó a organizar
la emergencia de una globalización que beneficia a una
nueva clase re-emergente, superadinerada, financiero-capitalista,
que mayormente vive en los principales países occidentales,
especialmente en los Estados Unidos de América, pero
que opera transnacionalmente en términos del ámbito de su
actividad de inversión. Concentrémonos en el momento de interpretación
de los regímenes de políticas vistos como agentes
creativos colectivos en la reorganización de la sociedad capitalista.
El keynesianismo interpretó la crisis político-económica
de los años 1930 como resultado del miedo a un futuro impredecible.
Para Keynes, la incertidumbre de los empresarios
provocó incoherencias y retrasos en la compra de maquinaria
y bienes de equipo. Con la extensión del fordismo en el período
de postguerra, las deficiencias sistémicas en la demanda se
originaron más en la inadecuación e inestabilidad de la compra
masiva de bienes de consumo. En el contexto de la democracia
social y liberal de postguerra, los estados respondieron a ese
infraconsumo a través de la gestión keynesiana de la demanda.
Las políticas se centraron en una redistribución masiva de
los ingresos de la gente rica hacia los consumidores-votantes
de clase obrera, gente que, en virtud de la necesidad o la persuasión,
¡tenía que gastar cada centavo que tenía... y más! El
principal mecanismo para la redistribución de los ingresos fue
una fiscalidad federal progresiva sobre las rentas: la tasa fiscal
marginal sobre la banda impositiva más alta bajo el régimen
de políticas suavemente keynesianas en los Estados Unidos
fue del 70 al 92% en el período entre 1945 y 1981. En vez
de añadirse a la riqueza acumulada, los ingresos se reciclaban
inmediatamente en consumo. Ello permitió el funcionamiento
del ciclo de producción-consumo y alimentó altos niveles de
crecimiento económico. Tuvo efectos geográficos espectaculares,
como la eclosión de espacios de consumo allá donde la
gente se reunía o viajaba: así, las autopistas fueron corredores
de feliz exceso consumista.
Lo convencional es afirmar que durante los años 1970
el keynesianismo entró en crisis. El término utilizado para
describirlo es estanflación: altas tasas de inflación junto con
altas tasas de desempleo. Además, la convención afirma que el
keynesianismo fue sustituido por un régimen de políticas neoliberales
más efectivo. Pero las convenciones analíticas surgen
a partir de interpretaciones opuestas basadas en intereses, a las
que se les da diferente crédito en la toma de decisiones, según
el talante político y cultural del momento. Recuérdese que los
gobiernos, las economías, los sistemas sociales y las culturas
en las democracias políticas occidentales afrontaron continuas
protestas masivas en los años 1960 y principios de los 1970.
Empezando con el movimiento por los derechos civiles y la
oposición a la guerra del Vietnam, la protesta llevó al rechazo
masivo de los valores consumistas del capitalismo fordistakeynesiano
cada vez más vistos como contradictorios con un
medio natural fatigado. A la vista de la escalada de conflictividad
que amenazaba el orden social, cultural y político, la élite
capitalista se comprometió en la actividad contrarrevolucionaria.
«Durante los años 1970, el ala política del sector empresarial
de la nación montó una de las campañas más notorias por
la conquista del poder de la historia reciente» de modo que
a principios de los 1980 «las empresas tenían un nivel de infl
uencia nunca visto desde los días del boom de los años 1920»
(Edsall, 1985: 107; Harvey, 2006). Un parte esencial de ello era
la interpretación hecha sobre las crisis económicas que reconocía
que las principales contradicciones estructurales residían
en la falta de inversión en economías poco activas Los estados
respondieron con políticas económicas neoliberales centradas
en la redistribución de las rentas hacia los ricos. Así,
la Ley del Impuesto de Recuperación Económica (Economic
Recovery Tax Act) de 1981 recortaba la tasa fi scal marginal de
la banda de mayores ingresos al 50%, seguida muy pronto por
la Ley de Reforma Fiscal de 1986 que reducía aún más la tasa
máxima al 28%, la cual se elevó durante las administraciones
demócratas en los años 1990 al 39,6% para ser recortada de
nuevo al 35% por la Ley de Reconciliación de crecimiento
económico y alivio fiscal (Economic Growth and Tax Relief
Reconciliation Act) de 2001. En comparación con el keynesianismo
(tasas fiscales marginales del 70-90%), el régimen
de políticas neoliberales bajó las tasas fiscales marginales de
las rentas más elevadas al 28-50%. Las apariencias ideológicas
de esta redistribución eran «recuperación, reforma, crecimiento», términos que sugieren un régimen al servicio de intereses
amplios, populares, nacionales e internacionales. La realidad
fue estancamiento en los ingresos reales de la clase obrera y la
gente pobre.
Locura económica
Este régimen de políticas neoliberales contribuyó a producir
un capitalismo financiero global. En los años 1980, las rentas
fueron deliberadamente reorientadas hacia gente que no podían
gastarlas, no importa cuanto lo intentaran (apartamentos
de 20 millones en centros financieros que se convirtieron en
multiplicadores de los precios inmobiliarios); solo podían
ahorrar dichas rentas e invertirlas. De modo que, bajo el neoliberalismo,
cada año un billón de dólares fue a parar a cuentas
de inversión en manos de solo unos pocos centenares de miles
de personas ya muy ricas (Johnston, 2005). Las instituciones
financieras compiten por el uso de fondos de inversión sobreacumulados
por millonarios y por los ahorros de los trabajadores
en fondos de pensiones, en seguros, etc. Las empresas compiten
por atraer capital de inversión no tanto por ofrecer altos
dividendos sino por el rápido aumento del precio de las acciones
de las empresas. Los directores ejecutivos de las empresas
y los consejos de administración van y vienen, prosperan o no,
en gran parte sobre la base ya no de cómo manejan la empresa
sino de cuanto pueden hacer subir el precio de las acciones de
la empresa a corto plazo. El capital empresarial experimenta
esta competencia por las inversiones como una obligación externa
originada en la fracción financiera dominante del capital:
los directores ejecutivos que fracasan en el cumplimiento de
esta obligación están sujetos a escrutinio por parte de empresas
de capital privado que ganan dinero comprando empresas
que no funcionan, reestructurándolas sin piedad (por ejemplo,
despidiendo trabajadores) y luego vendiéndolas para obtener
un beneficio rápido que reporte altos rendimientos a los inversores.
Como ello sugiere, el alcance del poder financiero (en
todos sus aspectos) se ha expandido, desde sus bases capitalistas
originales en los países industriales avanzados hacia un
campo de juego global, en el que billones de dólares se mueven
cada día con facilidad y velocidad en búsqueda de altos rendimientos.
Este campo de juego global para el capital está aún
claramente delimitado por límites políticos y culturales. Pero,
cada vez más, dentro del espacio de inversiones global establecido,
los países son juzgados meramente con ratios de riesgo/
beneficio y, al ser así incluidos en los cálculos de beneficio, los
estados pierden significado a menos que actúen como protectores
de las acciones destinadas a la búsqueda de beneficios del
capital global. Esta nueva versión del capitalismo financiero
está centrada en el despliegue de grandes acumulaciones de
riqueza por parte de instituciones especializadas como bancos
de inversiones y empresas asesoras de riesgos, concentradas en
una pocos centros de poder financiero: el escalón más alto de
las «ciudades globales».
Sin embargo, incluso con las incursiones más brutales en
busca de benefi cios que llevan a cabo las empresas como modus
operandi, el mercado de valores es un mercado de inversiones
relativamente estable y seguro. La bolsa de valores está
regulada por el Estado y en los Estados Unidos de América
por una agencia gubernamental: la Securities and Exchange
Comission establecida en 1934, tras un anterior episodio de
crisis. Las sociedades de gestión de inversiones que controlan
los activos colectivos en forma de, por ejemplo, fondos de
inversión, están también reguladas por la Ley de Sociedades
de Inversión de 1940. Sin embargo, bajo el neoliberalismo, los
superricos han encontrado cada vez más la manera de evitar
las regulaciones estatales de las inversiones. Lo hacen en parte
escapando de las jurisdicciones nacionales como las sedes sociales
de empresas fantasma en lugares como las Islas Caimán.
Y escapan de la regulación en sus propios países de origen
formando exóticos vehículos de inversión. En los Estados
Unidos, los fondos de inversión se abren a un pequeño número
(menos de un centenar) de «inversores acreditados»
y los fondos conformados por «compradores cualificados»
(consistiendo la cualificación en más de cinco millones de
dólares en activos de inversión) no están sujetos a regulación
gubernamental más allá del registro comercial. De modo que
las inversiones temporales en el mercado de valores (la bolsa)
propician un beneficio rápido para luego vender y así competir
con otros fondos de inversión libre mucho más especulativos
y escasamente regulados, con compañías de valores privadas,
con paquetes de hipotecas de alto riesgo, futuros, derivados,
operadores de divisas, etc. En el contexto de la globalización,
de los «mercados emergentes» y de los mercados de inversiones
exóticas, se espera que los fondos de inversión tengan un
retorno de al menos el 20% anual, doblando la riqueza de las
élites cada cuatro o cinco años. Así pues, vivimos en sociedades
en las que la dinámica de la fracción dominante del capital
es la consecución, por cualquier medio, de más dinero para
aquellos que ya tienen demasiado. Esta persecución temeraria
de dinero para tener más dinero es locura fi nanciera, social.
Solo puede tener como resultado el desastre.
Porque el precio de los altos beneficios es… el riesgo eterno.
Cualquier fondo de inversión que no genera altos retornos
y por tanto, no toma riesgos extremos, sufre una desinversión
en los mercados altamente competitivos, en los que el
dinero cambia de manos con solo tocar una tecla. Así, hay
una compulsión competitiva para tomar riesgos temerarios
crecientes en búsqueda de altos retornos que temporalmente
atraen inversiones. La especulación, el riesgo y el miedo son
estructuralmente endémicos del capitalismo financiero. El
miedo mismo se convierte en fuente de más especulación
—comprando oro o futuros, por ejemplo. La especulación y
el juego se extiende desde Wall Street a todos los sectores de
la sociedad: el precio de la vivienda, las loterías del Estado,
casinos, bingos, porras, cartas de Pokemon; todo el mundo
juego, incluso los niños. El entrelazado de especulaciones es
la fuente de su intratabilidad y de la ampliación del espacio
de sus efectos. De modo que la crisis fi nanciera de 2007-2008
tiene los siguientes momentos: viviendas muy a sobreprecio
especialmente cerca de los centros financieros en auge; competencia
entre instituciones financieras para ofrecer crédito fácil
a todo el mundo; el empaquetado de hipotecas domésticas en
papel negociable; niveles muy altos de compras apalancadas; y
el uso de activos cuyo valor puede desaparecer en el instante
de titulizar otras inversiones incluso aun más arriesgadas. No
es solo que la crisis se extienda de un sector a otro. Es más bien
que la crisis en un sector (como el inevitable fin de la burbuja
inmobiliaria) tiene efectos exponenciales en los demás (bancos
de inversión desplazados a especulaciones de alto riesgo) hasta
el punto que las pérdidas se acumulan más allá del poder de
rescate de los estados y las instituciones financieras. De ahí la
tendencia hacia la catástrofe.
Civilización y filantropía
Cuando la especulación y el juego se convierten en algo normal,
la fuente original de la creación de valor, el trabajo realizado
sobre recursos del medio, se pierde en la memoria. El dinero
sale de la nada especulativa más que de las actividades reales,
visibles y conocibles. La especulación financiera no regulada
es lo más cercano a una economía dirigida por la agresión y el
propio interés egoísta (cf. Freud, 1966). Los financieros ganan
más en unos segundos al teléfono que el 99% de nosotros
puede ganar en toda una vida de duro y entregado trabajo.
Los trabajadores son despedidos, los propietarios de viviendas
desposeídos, pero el gestor de los fondos no es testigo de esos
atroces hechos, ni siquiera le importan. Hay muchos otros intentando
irrumpir ahí donde el inversor ético teme hacer daño.
Y si la intermediación de las mercancías en las relaciones de
producción conduce a una sociedad alienada (Marx, 1967: cap.
1) y la intermediación de las imágenes conduce a una sociedad
hipnotizada (Debord, 1967), la intermediación del dinero y el
juego en las relaciones sociales conduce a una sociedad corrupta
que ha caído en la locura. Incluso así, la corrupción no alivia
del todo al capitalismo financiero de remordimientos de conciencia.
Solo corrompe esa «conciencia» y todo lo que emerge
de esa turbia moralidad.
En la tradición calvinista occidental, la filantropía es la
manera en la que la gente rica salva su conciencia. En el capitalismo
financiero global, a ese gesto filantrópico se añade un
barniz emotivo, idealista y moralista. En la época fordista del
consumismo y la publicidad, las personas están en sintonía con
la imagen, la sugestión y la exageración subjetiva en todas las
esferas de la vida, incluyendo la filantrópica. La imagen, los
medios de comunicación y el espectáculo se aprovechan de la
preocupación de la gente aparentemente para buscar apoyos a
la acción global y, de modo menos evidente, para canalizar lo
que podría convertirse en ira colectiva en una intervención segura
y responsable limitada a las instituciones. El giro simbólico
del milenio ha sido testimonio de una escalada de la lástima,
institucionalizada en un complejo filantrópico global que confunde
la «ayuda» con el «fin de la pobreza» y el «desarrollo».
El panóptico geofinanciero (O’Tuathail, 1997) se refleja en un
panóptico geofilantrópico. Los países capitalistas hegemónicos,
las instituciones financieras internacionales, los principales miembros de las finanzas globales y la élite industrial, los
académicos famosos, la deslumbrante colección de estrellas
pop… todos los grupos culpables quieren «el fi n de la pobreza
ahora». En el FMI y en el Banco Mundial, el ajuste estructural
se rebautizó como «crecimiento y reducción de la pobreza».
La Declaración del Milenio de Naciones Unidas se centró en
reducir a la mitad la pobreza extrema para 2015. Jeffrey Sachs
(2005), «el economista del desarrollo más destacado de nuestro
tiempo», escribió un libro ampliamente leído en el que afi rma
que la pobreza global podría acabarse para 2025. Después de
una presión popular masiva, organizada por los conciertos de
rock Live 8 por cantantes como Bono y Bob Gedolf, los países
del G7/G8 acordaron condonar los 40.000 millones de dólares
que se debían a las agencias internacionales. En 2006, Warren
Buffet, la tercera persona más rica del mundo, prometió 31.000
millones de dólares a la Fundación Bill y Melinda Gates, fundada
por la persona más rica del mundo con el objetivo de acabar
con la pobreza global. Y en 2007 las Naciones Unidas han
afirmado que se han realizado progresos significativos en la
consecución de los objetivos de la Declaración del Milenio, especialmente
en el campo de la reducción de la pobreza global.
¿Podemos aceptar estos actos ampliamente aplaudidos de
benevolencia altruista en sus propios términos optimistas? ¿O
es que «acabar con la pobreza ahora… el mundo no puede
esperar» es una apariencia civilizada para una búsqueda de un
interés personal especulativo cada vez más brutal? Los países
ricos miran desde lo alto a los pobres y, compadeciéndolos, se
dedican a «acabar con la pobreza global» con declaraciones o,
cuando son presionados, a través de medios sin riesgos como
la educación, fi nanciando la investigación contra el HIV-sida,
etc. Al mismo tiempo, acabar con la pobreza global es un pretexto
para extender el dominio del capitalismo financiero global:
pacifica nuevos espacios de explotación. Es de este modo,
y de mucho otros, como se relacionan el capitalismo financiero
global, el neoliberalismo, la antipobreza, y las políticas de
condonación de la deuda.
El discurso sobre la pobreza
Difícilmente podríamos saberlo a partir de los informes de las
noticias. Pero esta «cancelación de los 40.000 millones que se
deben a organismos internacionales» equivale básicamente a la
refinanciación de la deuda por parte de la iniciativa HIPC (acrónimo
de «Heavily Indebted Poor Countries», países pobres
muy endeudados) del FMI y el Banco Mundial. La iniciativa
HIPC empezó en 1996 después de una crítica ampliamente
extendida de las instituciones de Bretton Woods por parte de
Jubilee 2000, una coalición religiosa que creía que el 2.000º aniversario
del nacimiento de Cristo señalaba el momento oportuno
para el perdón de las deudas. El programa HIPC combina
la reducción de la deuda con «reformas políticas» dirigidas a
aumentar los niveles de crecimiento económico y «por tanto»
a reducir la pobreza en los países más pobres de mundo. Así,
en varios de sus encuentros anuales recientes, los ministros de
finanzas de los países del G7/G8 han acordado financiar el
Banco Mundial, el FMI y los Bancos de Desarrollo Regional en
apoyo de la iniciativa HIPC. Ello llevará finalmente a la cancelación
de las obligaciones de la deuda pendiente de los países
más pobres del mundo. Hay muchas críticas a propósito de
que solo una pequeña parte de la deuda de los países pobres va
a ser condonada, y que el alivio de la deuda va a tardar mucho
tiempo. Pero cualesquiera que sean los problemas de ritmo y
cobertura, este compromiso de terminar con la deuda internacional
de los países más pobres tiene sus componentes de
generosidad. Hay que reconocer el intento benévolo. Pero hay
que mirar más allá de los titulares, al fi nal de la lista de conclusiones de los Ministros de Finanzas de la reunión del G8 de
julio de 2005, por ejemplo, el punto 2. Dice así:
Reafirmamos nuestra visión de que para realizar progresos
en el desarrollo económico y social, es esencial que
los países en desarrollo pongan en marcha políticas para
el crecimiento económico, el desarrollo sostenible y la
reducción de la pobreza: políticas e instituciones sólidas,
responsables y transparentes; estabilidad macroeconómica;
aumento de la transparencia fi scal para afrontar la
corrupción, estimular el desarrollo del sector privado y
atraer inversiones; un marco legal creíble; y la eliminación
de las barreras a la inversión privada, tanto interna como
externa. (G8, 2005)
El aspecto del punto 2 que los medios de comunicación
convencionales destacan son las «prácticas de buen gobierno»
como la transparencia, los marcos legales creíbles y la anticorrupción,
en el supuesto de que la pobreza es el resultado de
chanchullos. Otros aspectos del punto 2 como la estabilidad
macroeconómica, el desarrollo del sector privado y la supresión
de barreras a la inversión privada, nacional e internacional,
junto con las cuestiones de libre comercio y abertura de
mercados que se mencionan más adelante, son omitidos ya que
se dan completamente por sentados en mentes poseídas por la
ideología neoliberal. Los países HIPC tienen que demostrar a
los economistas del FMI y del Banco Mundial que han adoptado
y que están llevando a cabo políticas que son juzgadas
como «sólidas» por la «comunidad internacional». Esta «comunidad
» son las Instituciones Financieras Internacionales
y, tras ellas, el Secretario del Departamento del Tesoro de
los Estados Unidos de América, el Ministro de Hacienda
Británico y los Ministros de Economía de los otros poderes
occidentales y, tras ellos, los intereses financieros que controlan
los principales estados capitalistas. Las políticas que se juzgan
como sólidas siguen, esencialmente, el programa neoliberal
del Consenso de Washington. Aquí encontramos los países
del G7/G8, o más bien a sus Departamentos de Finanzas, en
connivencia con las instituciones financieras internacionales,
diciendo a los países pobres cómo deben conducir sus economías
si quieren beneficiarse de la condonación de la deuda.
Del mismo modo que a los «pobres dignos de ayuda» les hacen
arrastrar su arrepentimiento si quieren obtener una limosna, o
los sintecho fingen una teatral conversión cristiana para tener
una cama donde pasar la noche, ahora nos encontramos a los
países ricos diciendo a los países pobres del mundo cómo deben
«reformarse» para obtener su condonación de la deuda.
Una cláusula clave de la declaración del G8 se refiere a «la
eliminación de las barreras a la inversión privada tanto nacional
como extranjera». La política antipobreza filantrópica global
opera condicionando el alivio de la pobreza a la apertura de
los mercados de capitales, permitiendo la repatriación libre de
los beneficios. El capital financiero limpia su conciencia aportando
nuevas fuentes de riesgo y de beneficio en línea. Pero
la globalización de la conciencia ensancha el espacio de crisis.
De modo que las crisis se agravan ante las respuestas ofrecidas
por la falsa conciencia que atraviesa el brazo filantrópico del
régimen de políticas neoliberales.
Si las políticas neoliberales recetadas por las instituciones
financieras internacionales funcionaran realmente, la hipocresía
del gesto anti-pobreza de la élite filantrópica (dando ayuda
para obtener aún más dinero) probablemente podría perdonarse.
Pero para obtener su dinero, los países pobres deben
acceder a abrir sus mercados a la competencia extranjera, privatizar
las empresas públicas, apartar al Estado de la provisión
de servicios, reducir los déficits presupuestarios del Estado,
remodelar sus economías orientándolas a la exportación,
«flexibilizar» sus mercados de trabajo, suprimir las barreras
a los movimientos de capital y flujos de beneficios, etcétera,
siguiendo una lista escrita bajo la creencia que los mercados
y la libre competencia pueden conducir la economía al reino
mágico del crecimiento económico. Pero la apertura de mercados
significa perder puestos de trabajo protegidos —o sea,
crear desempleo en nombre de la «eficiencia» en países en los
que el trabajo ya está infrautilizado. La privatización significa
introducir la búsqueda del beneficio en, por ejemplo, el subministro
de agua o electricidad, y cortarlo a quien no pueda o no
quiera pagar las altas tasas —mucha gente ha sido tiroteada por
protestar contra ello. Reducir los abultados déficits del Estado
en nombre de la responsabilidad fiscal puede sonar bien hasta
que se recuerda que hay gente desesperada que depende de los
subsidios de comida y de la atención sanitaria del Estado para
vivir. Y en cuanto a exportar más, el problema es «¿exportar
qué?». China monopoliza las industrias de trabajo barato y los
precios de la mayoría de productos tropicales y subtropicales
como el café, el cacao y el algodón, que son volátiles y a la larga
han ido cayendo, de modo que los pequeños agricultores se
parten la espalda por menos que nada. (Nótese que al mismo
tiempo la producción local de alimentos se ve rebajada por la
concentración en cultivos de exportación y la supresión de
protecciones arancelarias, dando lugar a una peligrosa vulnerabilidad
masiva a episodios de hambrunas.) La flexibilidad
del mercado de trabajo significa atacar a los sindicatos, pagar
salarios más bajos y eliminar las pocas leyes que puedan existir
para proteger a los trabajadores: ¡bonita manera de «acabar
con la pobreza»! La apertura de los mercados de capitales deja
a todos los países del mundo en el espacio de las contagiosas
crisis financieras. Y finalmente, incluso el resultado esperado,
el crecimiento económico, no reduce necesariamente la pobreza, especialmente cuando el crecimiento sigue un diseño neoliberal.
En su lugar, da como resultado una réplica de su original
estadounidense: estancamiento de salarios para la mayoría y
más ingresos para los que ya son ricos. En otras palabras, para
conseguir la condonación de la deuda, los países solicitantes
tienen que reestructurar sus economías neoliberalmente, de
modo que recompensen al capital extranjero. La condonación
de la deuda en su forma actual, bajo la tutela de las instituciones
financieras internacionales, produce la pobreza a la que
supuestamente pone fin. En el enloquecido mundo del capitalismo
financiero, la benevolencia es beneviolencia.
¿Es que, bajo el neoliberalismo, la pobreza ha disminuido
realmente, tal como afirman las instituciones financieras internacionales
y el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas?
El reciente análisis de Sanjay Reddy y Camilia Minoiu (2007)
concluye que, a causa de las imprecisiones en los métodos utilizados
para medir los niveles de pobreza (ingresos de uno y
dos dólares diarios por persona) y las defi ciencias en los datos
recogidos, «la pobreza global puede o no haber disminuido.
El grado del aumento o disminución estimada en la pobreza
del mundo es totalmente dependiente de los supuestos adoptados
». En un examen muy importante de los datos sobre pobreza
del Banco Mundial, Robert Wade (2004) concluye: «La
magnitud del aumento de la población mundial en los últimos
veinte años es tan grande que las cifras de pobreza del Banco
tendrían que estar enormemente infraestimadas para que la
tasa de pobreza del mundo hubiera disminuido. Cualquier
afirmación más precisa sobre el número exacto de personas
que viven en la extrema pobreza y el cambio a lo largo del
tiempo descansa sobre bases poco sólidas.» Lo que sabemos
con certeza es que el neoliberalismo está asociado con una
creciente desigualdad: en los Estados Unidos y en otros países
ricos, pero también de modo más general en el capitalismo
global. Utilizando los datos recogidos por el Proyecto sobre
Desigualdad de la Universidad de Texas sobre las estructuras
nacionales de sueldos, Galbraith (2007: 587) encuentra un
«modelo mundial de disminución de la desigualdad entre 1971
y 1980, seguido por un largo y acusado período de desigualdad
creciente desde 1981 hasta el fin del siglo», una tendencia que
él asocia con la cambiante «macroeconomía global».
Mi propia investigación reciente está relacionada con la
India desde la adopción de la Nueva Política Económica en
1991. El nuevo régimen político incluía medidas de ajuste
estructural estándar (neoliberales), bajo la tutela del FMI y el
BM (después de un crédito de urgencia en 1991), incluyendo
la devaluación de la rupia, un aumento en las tasas de interés,
la reducción de la inversión pública, la reducción de las
ayudas a los alimentos y los fertilizantes por parte del sector
público, la reestructuración del sector industrial, el aumento
de las importaciones y la inversión extranjera en actividades
de alta tecnología e intensivas en capital, y la abolición de las
ayudas compensatorias de caja para las exportaciones. Hay
muchísimas interpretaciones que ven este programa de neoliberalización
económica como una transformación a mejor de
la economía que conduce a un aumento sustancial de la tasa
de crecimiento económico de la India (de hecho, los datos
sugieren que el rápido crecimiento económico de la India se
inició antes de la transformación del régimen de políticas de la
India). Y el caso de la India se utiliza a menudo como la principal
historia de éxito de las reformas neoliberales del régimen
de políticas de un país. Pero la cuestión es quien se beneficia
de este nuevo régimen de crecimiento y si puede mejorar de
modo significativo las condiciones de vida de los 350 millones
de personas con una renta inferior a un dólar diario, o de los
800 millones con menos de dos dólares diarios. Con los criterios
de valoración convencionales, se trataría de una economía
que ha crecido rápidamente durante una período lo suficientemente
largo como para que problemas sociales como la pobreza
mostraran signos claros de haberse reducido. A primera
vista éste parece ser el caso. La cifra de personas en la India por
debajo del umbral de pobreza (defi nido en términos de ingesta
diaria de calorías) supuestamente aumentó en 8 millones durante
los años 1970, disminuyó en 21,8 millones en los 1980,
aumentó en 13 millones a principios de los 1990 pero disminuyó
de nuevo en 60 millones de mediados a fi nales de los 1990.
Sin embargo, existe un considerable escepticismo sobre la fiabilidad
de las estimaciones sobre la pobreza, hasta el punto de
que las tasas de pobreza podrían ser el doble según el método
de medida utilizado. Es imposible afi rmar a partir de los datos
disponibles si la pobreza en la India ha aumento o ha disminuido
desde 1991 (Palmer-Jones y Sen, 2001). Con mayor certidumbre
se sabe si la desigualdad ha cambiado a partir de las
reformas neoliberales de principios de los años 1990. Tal como
afi rma un autor, el «excepcional crecimiento agregado» de la
India ha ido acompañado de una creciente desigualdad (Basu,
2008) y tal como señalan otros, las desigualdades regionales de
la India permanecieron en gran parte sin cambios durante los
años 1980 pero aumentaron dramáticamente tras la adopción
de las reformas (Kar y Sakthivel, 2007). En un informe de
2007, Inequality in Asia, el Banco para el Desarrollo Asiático
(2007) señala que en la última década la mayoría de países asiáticos,
especialmente los más poblados, China e India, han experimentado
un aumento en la desigualdad, especialmente en
la desigualdad absoluta (por ejemplo, diferencias absolutas en
la renta del 20% de la población más rica respecto el 20% más
pobre). Tal como el Banco para el Desarrollo Asiático afirma,
de modo suave: «Los aumentos en la desigualdad reducen el
impacto de la reducción de la pobreza de un cantidad determinada
de crecimiento». Podemos añadir lo que es obvio, aunque
el BDA no lo haga: esa «reducción» sucede porque casi toda la
riqueza producida por el crecimiento neoliberal va a parar a
unos pocos ricos.
¿Qué puede hacerse?
¿Cómo puede la izquierda influir en el debate antipobreza?
De entrada, criticando las explicaciones existentes y las propuestas
políticas como discursos superficiales que sirven a
fines ideológicos. Para ello necesitamos poco más que aportar
información fidedigna porque el neoliberalismo fracasa en
sus propios términos declarados de reducción de la pobreza.
Pero deconstruir el neoliberalismo y sus políticas antipobreza
mediante la crítica es solo el principio de la lucha ideológica
contra-hegemónica. Quizá más importante sea la reconstrucción
del imaginario económico de la izquierda de modo que
podamos aportar políticas más profundas y más transformadoras
estructuralmente para acabar con la pobreza, trazando
modelos alternativos de desarrollo. Ello puede hacerse a dos
niveles relacionados entre ellos: con ideas de la izquierda liberal
para mejorar las condiciones de la gente trabajadora dentro
del capitalismo global existente; y con ideas de un desarrollo
alternativo basado en los ideales políticos socialistas dirigidos
a transformar el capitalismo global. En términos del primero,
encontramos la competencia entre empresas para vender
mercancías a los precios más bajos produciendo lo que se ha
llamado una «carrera hacia abajo» —la competencia entre países
para mantener bajos los salarios. La estrategia apropiada
dentro del sistema existente es subir los estandares de vida
de los trabajadores que están en el nivel más bajo de la escala
salarial global. Para ello sugiero una campaña por el «salario
mínimo global» llevada a cabo por los movimientos sociales
(sindicales, ambientales, de consumidores, estudiantiles) con
el objetivo de conseguir el compromiso gubernamental por
unos estándares mínimos para los trabajadores en la economía
global. En términos del segundo, el trabajo recibe una parte
creciente del poder económico solo cuando el valor producido
por los trabajadores circula fundamentalmente dentro de los
sistemas de producción-consumo regionales y nacionales, en
los que la productividad del trabajo puede relacionarse con
los ingresos de los trabajadores, como en el régimen de políticas
socialdemócratas-fordistas del período 1945-1980. Este
vínculo se rompió por la globalización de la producción bajo
el régimen subsecuente de políticas neoliberales. La estrategia
apropiada es establecer «sistemas de valores regionales» por
grupos de países, protegidos parcialmente de la competencia
internacional, que compartan un compromiso en la producción
que aumente el poder de los trabajadores y sus ingresos: el
sistema que actualmente está emergiendo en Venezuela, Cuba,
Bolivia y Ecuador indica el camino. La protección mediante
aranceles, intervenciones no arancelarias, controles de capital,
etc. elimina parcialmente a grupos de países de la competencia
internacional. Ello permite a los estados intervencionistas establecer
sus propios principios político-económicos que guíen
sus políticas de desarrollo y antipobreza. Pero la protección
también conlleva, necesariamente, el rechazo a invertir por
parte del capital financiero global: una especie de «lock out»
del capital global. En el contexto actual, esta estrategia de valor
regional solo puede funcionar donde los fondos de inversión
se generen localmente, como en las áreas que controlan los recursos
clave necesarios para la economía global. A largo plazo
debemos exigir un banco de desarrollo global que invierta en
desarrollo alternativo. Y ello requiere un ambiente político
bastante diferente del de la era neoliberal, uno que reaccione
contra las trágicas consecuencias de las aventuras políticas
neoconservadoras y de los terribles errores de las políticas
económicas neoliberales y mire hacia el socialismo, la socialdemocracia
y un compromiso real para acabar con la pobreza
global, eliminando las raíces de la desigualdad.
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[*] Traducido por Núria Benach del original inglés: "Madness and
Civilization: Global Finance Capitalism and the Antipoverty Discourse",
Human Geography, 1(1), 2008; pp. 82-93.
[1] End Poverty Now es una organización no gubernamental de ámbito
mundial y con base en Montreal dedicada a aliviar la pobreza [N. de la T.]
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