Por Michael Spence
Project Syndicate
El huracán ocurrido la semana pasada en el litoral oriental de Estados Unidos (durante el cual yo me encontraba en el sur de Manhattan) se suma a una creciente serie de fenómenos meteorológicos extremos de los cuales se deben aprender lecciones (lessons should be drawn). Desde hace ya mucho tiempo atrás los expertos en clima han sostenido que tanto la frecuencia como la magnitud de tales eventos están en aumento, y los hechos que evidencian esta situación deberían, sin duda, influir en las medidas de precaución – y deberían conducirnos a revisar tales medidas con regularidad.
Project Syndicate
El huracán ocurrido la semana pasada en el litoral oriental de Estados Unidos (durante el cual yo me encontraba en el sur de Manhattan) se suma a una creciente serie de fenómenos meteorológicos extremos de los cuales se deben aprender lecciones (lessons should be drawn). Desde hace ya mucho tiempo atrás los expertos en clima han sostenido que tanto la frecuencia como la magnitud de tales eventos están en aumento, y los hechos que evidencian esta situación deberían, sin duda, influir en las medidas de precaución – y deberían conducirnos a revisar tales medidas con regularidad.
Hay
dos componentes distintos y cruciales en el ámbito de la preparación
para casos de desastre. De manera comprensible, el que recibe la mayor
atención es la capacidad para montar una respuesta rápida y eficaz. Tal
capacidad siempre será necesaria, y pocos dudan de su importancia.
Cuando está ausente o es deficiente, la pérdida de vidas y de medios de
subsistencia puede ser horrible – como ejemplo patente se tiene al
Huracán Katrina que devastó a Nueva Orleans y Haití en el año 2005.
El
segundo componente está formado por las inversiones que minimizan el
daño a la economía que se espera sufrir. Este aspecto de la preparación
general recibe mucha menos atención.
En
efecto, en Estados Unidos, las lecciones de lo ocurrido a causa de
Katrina parecen haber fortalecido la capacidad de respuesta, tal como lo
demuestra la intervención rápida y eficaz tras el Huracán Sandy. Sin
embargo, aparentemente las inversiones diseñadas para controlar el
alcance del daño se descuidan de manera persistente.
Para
corregir este desequilibrio es necesario enfocarse en la
infraestructura clave. Por supuesto, uno no puede, a un costo razonable,
evitar todo daño posible que causan las calamidades, las cuales golpean
al azar y en lugares que no siempre se pueden predecir. No obstante,
ciertos tipos de daño tienen grandes efectos multiplicadores.
Esto
incluye el daño a sistemas de importancia crítica, como la red
eléctrica y las redes de información, comunicaciones y de transporte que
se constituyen en la plataforma sobre la que funcionan las economías
modernas. Una inversión relativamente modesta en resiliencia,
redundancia e integridad de estos sistemas genera altos dividendos, si
bien es cierto que sólo a intervalos aleatorios. La redundancia es la
clave.
El caso de la
ciudad de Nueva York es ilustrativo. La parte sur de Manhattan estuvo
sin electricidad durante casi una semana de trabajo completa, al parecer
debido a que una importante subestación de la red eléctrica, ubicada en
la rivera del East River, explotó de forma feroz (a fiery display)
cuando el Huracán Sandy y una marejada hicieron que se inundara. No
había ninguna solución pre-integrada para suministrar energía a través
de una ruta alternativa.
El
costo de este apagón, a pesar de ser difícil de calcular, es sin
ninguna duda enorme. A diferencia del impulso económico que puede
ocurrir como resultado del gasto en recuperación para restaurar los
activos fijos dañados, el costo del apagón es una pérdida irrecuperable.
Los cortes de energía locales pueden ser inevitables, pero se pueden
crear redes que sean menos vulnerables – y menos propensas a paralizar a
gran parte de la economía – cuando se incluyen procedimientos
integrados de redundancia.
Se
aprendieron lecciones similares relacionadas a las cadenas de
suministro mundiales tras el terremoto y tsunami que azotó al noreste de
Japón en el año 2011. Las cadenas de suministro mundiales tienen cada
vez mayor capacidad de resiliencia, debido a la duplicación de cuellos
de botella únicos que pueden derribar sistemas mucho más grandes.
Los
expertos en seguridad cibernética están en lo correcto cuando se
preocupan por la posibilidad de que se paralice toda una economía a
través de un ataque y de una desactivación de los sistemas de control de
sus redes de electricidad, comunicaciones y transporte. Es cierto que
el impacto de los desastres naturales es menos sistemático; sin embargo,
si una calamidad saca de funcionamiento a componentes clave de las
redes que carecen de procedimientos de redundancia y de respaldo, los
efectos son similares. Inclusive la respuesta rápida es más efectiva si
las redes y los sistemas clave – en especial la red de electricidad –
tienen capacidad de resiliencia.
¿Por qué tendemos a no invertir lo suficiente en capacidad de resiliencia para los sistemas clave de nuestras economías?
Una
explicación es que en tiempos normales se ve a la redundancia como una
pérdida, con cálculos costo-beneficio que descartan una mayor inversión.
Esta explicación parece ser claramente incorrecta: las estimaciones de
numerosos expertos indican que la redundancia integrada es rentable a
menos que se asignen probabilidades bajas no realistas a eventos
perjudiciales.
Esto lleva a
una segunda explicación que es más plausible, que es de carácter
psicológico y conductual. Tenemos una tendencia a subestimar tanto las
probabilidades como las consecuencias de lo que en el mundo de las
inversiones se denominan como “eventos que producen altas pérdidas”.
Para
agravar este patrón se tienen incentivos deficientes. Los denominados
principales, ya sean estos inversores o votantes, determinan los
incentivos de los agentes, ya sean ellos administradores de activos o
funcionarios y formuladores de políticas elegidos mediante voto. Si los
principales comprenden el riesgo sistémico de manera incorrecta, puede
que sus agentes, incluso en caso de que ellos sí entiendan bien tal
riesgo sistémico, no sean capaces de responder sin perder apoyo, ya sea
en la forma de votos o de activos bajo su administración.
Otra
línea de razonamiento indica que las empresas que dependen en gran
medida de la continuidad – por ejemplo, los hospitales, las empresas de
tercerización en la India y las bolsas de valores – invertirán en sus
propios sistemas de respaldo. De hecho, lo hacen. Pero dicha acción
ignora una serie de asuntos relativos a la movilidad, seguridad y
vivienda de los trabajadores. Un patrón amplio de auto-seguro que se
establece debido a que no se invierte lo suficiente en infraestructura
con capacidad de resiliencia es una opción ineficiente y claramente
inferior.
No invertir lo
suficiente en infraestructura (incluyendo en mantenimiento diferido) se
ha generalizado en casos en los que las consecuencias son inciertas y/o
no inmediatas. En realidad, la inversión insuficiente y la inversión con
financiamiento a través de deuda son equivalentes en un aspecto
crucial: ambas transfieren costos a un futuro grupo poblacional. Pero
incluso la financiación a través de deuda es una mejor opción que
ninguna inversión en lo absoluto, si se toman en cuenta las pérdidas
irrecuperables.
Las
ciudades y los países que aspiran a ser centros neurálgicos o
componentes críticos en los sistemas financieros y económicos nacionales
o mundiales tienen que ser predecibles, confiables y deben tener
capacidad de resiliencia. Eso implica un estado de derecho transparente,
y una gestión macroeconómica competente, conservadora y anti-cíclica.
Pero también significa tener una capacidad de resiliencia física y una
capacidad para resistir impactos.
Los
centros comerciales-económicos a los que les hace falta capacidad de
resiliencia crean cascadas de daños colaterales cuando dejan de operar.
En el transcurso del tiempo, se los dejará de lado y se los sustituirá
por alternativas que tengan mayor capacidad de resiliencia.
Michael Spence, premio Nobel de Economía, es profesor de Economía en la Stern School of Business de la Universidad de Nueva York.
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