Por Dani Rodrik
Project Syndicate
Es oficial. El Fondo Monetario Internacional ha puesto el sello de aprobación a los controles al capital, legitimando el uso de impuestos y otras restricciones sobre los flujos financieros transfronterizos.
Project Syndicate
Es oficial. El Fondo Monetario Internacional ha puesto el sello de aprobación a los controles al capital, legitimando el uso de impuestos y otras restricciones sobre los flujos financieros transfronterizos.
No
hace tanto, el FMI presionaba duramente a los países –pobres y ricos–
para que abriesen sus finanzas al mundo. Ahora reconoce que la
globalización financiera puede ser perjudicial e incluir crisis
financieras y movimientos de divisas económicamente desfavorables.
Henos
aquí frente a otro giro en la trama de la interminable saga de nuestra
relación de amor y odio con los controles al capital.
Con
el patrón oro clásico que se mantuvo hasta 1914, la libre movilidad del
capital era sacrosanta. Pero la turbulencia del período de entreguerras
convenció a muchos –entre los que destaca John Maynard Keynes– de que
una cuenta de capital abierta es incompatible con la estabilidad
macroeconómica. El nuevo consenso se reflejó en el acuerdo de Bretton
Woods en 1944, que consagró los controles del capital en los Artículos de Acuerdo del FMI. Como dijo Keynes en esa época, «lo que antes era herejía hoy se sostiene como ortodoxia».
A
fines de la década de 1980, sin embargo, los responsables de las
políticas habían vuelto a enamorarse de la movilidad del capital. La
Unión Europea determinó en 1992 la ilegalidad de los controles al
capital. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico
obligó a sus nuevos miembros a mantener los flujos libres de
restricciones, preparando así el camino para las crisis financieras
mexicana de 1994 y surcoreana de 1997. El FMI adoptó esa agenda sin
reservas y sus líderes procuraron (sin lograrlo) enmendar los Artículos
de Acuerdo para otorgar al Fondo poderes formales sobre las políticas de
la cuenta de capital en sus estados miembros.
Mientras
las víctimas de las finanzas mundiales fuesen los países en desarrollo
estaba de moda culpar a la víctima. Los economistas del FMI y de las
economías occidentales sostuvieron que los gobiernos mexicano,
surcoreano, brasileño y turco, entre otros, no habían adoptado las
políticas –regulación prudencial, restricciones fiscales y controles
monetarios– necesarias para aprovechar los flujos de capital y evitar
las crisis. El problema eran las políticas locales, no la globalización
financiera. Por lo tanto, la solución no residía en los controles a los
flujos financieros transfronterizos, sino en reformas internas.
Mantener
esta línea argumental se tornó más difícil cuando los países avanzados
fueron víctimas de la globalización financiera en 2008. Resultó más
claro que el problema residía en la inestabilidad del propio sistema
financiero global –las rachas de euforia y burbujas, seguidas de bruscas
interrupciones y cambios en el sentido de los flujos, endémicos en los
mercados financieros carentes de supervisión y normativa. El
reconocimiento del FMI sobre lo adecuado para los países de protegerse
contra estos patrones es bienvenido, y dista de anticiparse a los
hechos.
Pero no debemos
exagerar el grado del cambio de parecer en el FMI. El Fondo aún
considera la libre movilidad del capital como un ideal en el que
convergerán eventualmente todos los países. Esto solo requiere que las
naciones alcancen las condiciones que constituyen el umbral de un
adecuado «desarrollo financiero e institucional».
El
FMI trata los controles de capital como un último recurso que debe
implementarse en circunstancias muy específicas –cuando otras medidas
macroeconómicas, financieras o prudenciales no logran contener la marea
de flujos entrantes, la tasa de cambio está decididamente sobrevaluada,
la economía se está recalentando y las reservas en divisas están ya en
niveles adecuados. Entonces, mientras el Fondo prepara un «enfoque
integrado para la liberalización de los flujos de capital» y especifica
una detallada secuencia de reformas, no existe nada remotamente
comparable a los controles de capital y la forma de mejorar su eficacia.
Esto
refleja un excesivo optimismo en dos frentes: en primer lugar, respecto
de la capacidad de lograr una sintonía fina de las políticas para
atacar directamente las fallas subyacentes que generan la inseguridad
financiera mundial; y, en segundo lugar, sobre el grado en que la
convergencia de las normas financieras locales atenuará la necesidad de
administrar los flujos transfronterizos.
El
primer punto puede entenderse mejor utilizando una analogía con los
controles de armas. Las armas, como los flujos de capital, tienen usos
legítimos, pero también pueden producir consecuencias catastróficas
cuando se las utiliza accidentalmente o llegan a las manos equivocadas.
El reticente apoyo del FMI a los controles al capital se asemeja a la
actitud de quienes se oponen a los controles de armas: los responsables
de políticas deben ocuparse del comportamiento dañino en vez de
restringir claramente las libertades individuales. Como dice el grupo de
presión estadounidense en favor de las armas, «no son las armas las que
matan a la gente, es la gente la que mata a la gente». El mensaje
implícito el que deberíamos castigar a los infractores en vez de
restringir la circulación de armas. De manera semejante, los
responsables de políticas deberían garantizar que los participantes en
los mercados financieros internalicen completamente los riesgos que
asumen en vez de gravar o restringir ciertos tipos de transacciones.
Pero,
como le gusta decir al economista de Princeton, Avinash Dixit, el mundo
siempre está en un subóptimo o «segundo mejor», en el mejor de los
casos. Un enfoque que presupone que podemos identificar y regular
directamente el comportamiento problemático no es realista. La mayoría
de las sociedades controlan directamente las armas porque no podemos
observar y disciplinar perfectamente el comportamiento, y los costos
sociales de los errores son elevados. De manera similar, la precaución
indica la regulación directa de los flujos transfronterizos. En ambos
casos, regular o prohibir ciertas transacciones es una estrategia de
«segundo mejor» en un mundo donde el ideal puede ser inalcanzable.
La
segunda complicación es que, en vez de converger, los modelos locales
de regulación financiera se multiplican, incluso entre los países
avanzados con instituciones bien desarrolladas. Sobre la frontera de
eficiencia de la regulación financiera se debe considerar el intercambio
entre la innovación y la estabilidad financiera. Cuanto más queremos de
una, menos podemos tener de la otra. Algunos países optarán por una
mayor estabilidad, imponiendo a sus bancos duras restricciones sobre el
capital y la liquidez, mientras que otros fomentarán una mayor
innovación y adoptarán normas más flexibles.
La
libre movilidad del capital presenta una grave dificultad en este caso.
Los prestamistas y prestatarios pueden recurrir a flujos financieros
transfronterizos para evadir los controles locales y erosionar la
integridad de las normas locales. Para evitar un arbitraje regulatorio
de ese tipo los reguladores locales pueden verse obligados a tomar
medidas contra las transacciones financieras originadas en
jurisdicciones con normas menos estrictas.
Un
mundo en el cual los países regulan las finanzas de manera diferente
requiere normas de tránsito para administrar la intersección de las
diferentes políticas nacionales. Suponer que todos los países
convergerán en el ideal de la libre movilidad del capital nos distrae
del duro trabajo que implica formular esas normas.
Dani Rodrik es profesor de Economia Politica en la Universidad de Harvard
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