lunes, 28 de enero de 2013

Una crisis tanto democrática como financiera

 Por Slavoj Zizek
The Guardian


En una de las últimas entrevistas antes de su caída, un periodista occidental le preguntó a Nicolae Ceausescu [exdictador rumano] cómo justificaba el hecho de que los ciudadanos rumanos no pudieran viajar libremente al extranjero, aunque la Constitución garantizaba la libertad de movimiento. Su respuesta coincidía con la mejor tradición de la sofistería estalinista: es cierto que la Constitución garantizaba la libertad de movimiento, pero también garantizaba el derecho a un hogar seguro y próspero. Nos encontramos así ante un posible conflicto de derechos: si los ciudadanos rumanos podían salir del país, la prosperidad de su patria correría peligro. Ante este conflicto, había que elegir una opción y el derecho a una patria segura y próspera claramente tenía prioridad…

Parece que este mismo espíritu se ha apoderado actualmente de Eslovenia. El mes pasado, el Tribunal Constitucional determinó que un referéndum sobre la legislación para establecer un "banco tóxico" y un holding soberano sería inconstitucional, de modo que prohibía el voto popular sobre el asunto. El referéndum lo propusieron los sindicatos, planteando un reto a la política económica neoliberal del Gobierno y la propuesta obtuvo firmas suficientes para hacerlo obligatorio.

La idea del "banco tóxico" consistía en crear un lugar al que transferir todos los créditos tóxicos de los principales bancos, que a continuación serían rescatados con dinero estatal (es decir, a costa de los contribuyentes), de modo que se evitaba que se realizaran investigaciones serias sobre quién era responsable de ese crédito tóxico en primer lugar. Esta medida, que se ha debatido durante meses, estaba lejos de contar con la aceptación general, incluso por parte de los especialistas financieros. Entonces, ¿por qué prohibir el referéndum? En 2011, cuando el Gobierno de Yorgos Papandreu en Grecia propuso la convocatoria de un referéndum sobre las medidas de austeridad, cundió el pánico en Bruselas, pero incluso en ese caso nadie se atrevió a prohibirlo directamente.

Según el Tribunal Constitucional esloveno, el referéndum "habría provocado consecuencias inconstitucionales". ¿Cómo? El Tribunal reconocía el derecho constitucional a celebrar un referéndum, pero declaraba que su ejecución pondría en peligro otros valores constitucionales a los que debía darse prioridad en una crisis económica: el funcionamiento eficiente del mecanismo estatal, sobre todo a la hora de crear las condiciones para el desarrollo económico; la materialización de los derechos humanos, en especial los derechos a la seguridad social y la iniciativa económica libre.

En resumen, al evaluar las consecuencias del referéndum, el tribunal sencillamente aceptó como un hecho que al no obedecer los dictados de las instituciones financieras internacionales (o al no cumplir sus expectativas) se podía producir una crisis política y económica, por lo que resultaba inconstitucional. Dicho sin rodeos: puesto que el cumplimiento de esos dictados y expectativas es la condición para mantener el orden constitucional, tienen prioridad sobre la constitución (y por consiguiente, sobre la soberanía del Estado).

Puede que Eslovenia sea un país pequeño, pero esta decisión es un síntoma de la tendencia global hacia la limitación de la democracia. La idea es que, en una situación económica compleja como la actual, la mayoría de las personas no están cualificadas para decidir, ya que no son conscientes de las consecuencias catastróficas que se producirían si se cumplieran sus demandas.

Esta argumentación no es ninguna novedad. En una entrevista en televisión hace unos años, el sociólogo Ralf Dahrendorf vinculó la creciente desconfianza ante la democracia al hecho de que, tras cada cambio revolucionario, el camino hacia una nueva prosperidad conduce a un "valle de lágrimas". Después del hundimiento del socialismo, no se puede pasar directamente a la abundancia de una economía de mercado de éxito: la seguridad y el bienestar socialistas, que aunque limitados son reales, deben desmantelarse y estos primeros pasos son necesariamente dolorosos.

En Europa Occidental ocurre lo mismo, ya que el paso del Estado del bienestar posterior a la Segunda Guerra Mundial a una nueva economía global implica renuncias dolorosas, menos seguridad, menos asistencia social garantizada. Para Dahrendorf, el problema estriba en el simple hecho de que este paso doloroso a través del "valle de lágrimas" dura más que el periodo medio entre elecciones, por lo que existe una gran tentación de posponer los cambios difíciles y dar prioridad a las ganancias electorales a corto plazo.

En su opinión, el paradigma es la decepción de los grandes estratos de naciones post-comunistas por los resultados económicos del nuevo orden democrático: en los días gloriosos de 1989, equiparaban la democracia con la abundancia de las sociedades consumistas occidentales; y 20 años después, al seguir sin tener esa abundancia, culpan a la misma democracia. Es una pena que Dahrendorf se centre mucho menos en la tentación opuesta: si la mayoría se resiste a los cambios estructurales necesarios en la economía, ¿no sería una de las conclusiones lógicas que, durante una década o así, una élite ilustrada asuma el poder, incluso por medios no democráticos, para aplicar las medidas necesarias y así sentar las bases de una democracia realmente estable?

Siguiendo esta línea, el periodista Fareed Zakaria señaló cómo la democracia sólo podía "arraigar" en países desarrollados económicamente. Si los países en vías de desarrollo se "democratizan prematuramente", el resultado es un populismo que acaba en una catástrofe económica y en despotismo político, por ello no es de extrañar que los países del tercer mundo económicamente más prósperos (Taiwán, Corea del Sur, Chile) aceptaran la democracia totalmente sólo tras un periodo de poder autoritario. Es más, ¿esta línea de pensamiento no aporta el mejor argumento para el régimen autoritario en China?

La novedad ahora es que, cuando la crisis financiera comenzó en 2008, esta misma desconfianza ante la democracia, antes limitada a los países del tercer mundo o a los países post-comunistas en desarrollo, ahora está ganando terreno en el propio Occidente desarrollado: lo que hace una o dos décadas era un consejo condescendiente a los demás ahora nos incumbe a nosotros mismos.

Lo mínimo que podemos decir es que la crisis demuestra que no es el pueblo, sino los mismos expertos los que no saben lo que hacen. En Europa Occidental somos testigos de la creciente incapacidad de la élite gobernante, pues cada vez saben menos cómo gobernar. Obsérvese cómo está tratando Europa la crisis griega: presionando a Grecia para que paguen sus deudas, pero al mismo tiempo arruinando su economía imponiendo medidas de austeridad y por lo tanto haciendo que la deuda griega nunca llegue a pagarse.

A finales de octubre del año pasado, el propio FMI publicó una investigación que demostraba que el daño económico producido por las medidas de austeridad agresivas podrían ser hasta tres veces más de lo que se había asumido anteriormente, por lo que invalidaba su propio consejo sobre la austeridad en la crisis de la eurozona. Ahora, el FMI admite que obligar a Grecia y a otros países acosados por las deudas a reducir sus déficits demasiado rápido podría resultar contraproducente, pero sólo después de que se perdieran cientos de miles de empleos por estos "errores de cálculo".

Y en eso reside el verdadero mensaje de las protestas populares "irracionales" en toda Europa: los manifestantes saben muy bien lo que no saben y no pretenden tener respuestas rápidas y sencillas. Pero lo que les dice su instinto es verdad: que los que están en el poder tampoco lo saben. En la Europa actual, el ciego guía al ciego.

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