Por Will Hutton
Más
de 2.500 machos y hembras alfa de más de cien países descenderán sobre
Davos esta semana con el fin de pasar cuatro días discutiendo la urgente
necesidad de que el mundo adopte un "dinamismo de resiliencia". Este,
el lema organizativo este año de la reunión anual de los mandamases en
el Foro Económico Mundial, es supuestamente el modo de salir de la
crisis. Carece de sentido.
¿Quién
apoyaría, por ejemplo, el estancamiento sin resiliencia? El capitalismo
occidental, y, discutiblemente, el capitalismo global, han llegado a un
aparente callejón sin salida. Se encuentran en graves problemas. Pero
si la mejor respuesta a la austeridad y el malestar económico es el
dinamismo con resiliencia, harían mejor los delegados en quedarse en
casa. Como llamada a la acción, lo mismo daría apremiar a todo el mundo a
que fuesen viriles, femeninas y decididos. Virtuosos estados de ánimo,
pero apenas sí un plan de acción.
En
cualquier caso, para la mayoría de los líderes empresariales que
asisten a Davos, el malestar económico es una abstracción. La porción de
los beneficios en el PIB de casi todos los países occidentales alcanza
cifras récord, lo mismo que los salarios de los ejecutivos. Mientras
tanto, los salarios reales de la mayoría se están estancando, si no
cayendo, lo que justifican nuestros líderes en Davos como consecuencia
conveniente, si bien triste, del "ajuste estructural". Goldman Sachs,
escarnecido por diferir el pago de incentivos al próximo año financiero
de modo que su personal pueda disfrutar de una menor tasa impositiva,
acaba de disfrutar de un año de bonanza. Los hombres y mujeres de Davos
están prosperando. No hay para ellos ajustes estructurales.
Habrá
sin duda los habituales llamamientos a un mayor libre comercio, más
investigación científica y mayor inversión en habilidades mientras los
ejecutivos vestidos con trajes caros van de los seminarios y los sonoros
discursos más relevantes a las recepciones y vuelta a la mesa de la
cena. Pero lo que no habrá en Davos será una voluntad de consentir un
cambio radical en la forma en que se organiza el capitalismo. Puede
hacer lo que quiera y eso significa adjudicar fortunas a los que están
en la cumbre, con escaso riesgo, mientras desvían la penuria hacia
otros.
La
paradoja estriba en que la razón principal por la que el capitalismo se
encuentra en crisis es que, sin esos desafíos, ha minado su propio
dinamismo y capacidad de innovación. Por el contrario, ofrece
simplemente un enorme e injustificado auto-enriquecimiento para los que
están en lo más alto.
Tampoco
acaban aquí las malignas consecuencias de la desigualdad. Me asombró
leer en un reciente documento de trabajo del FMI, con el título, bien
poco sugerente, de “Desigualdad de renta y desequilibrios por cuenta
corriente”, que todo – sí, todo – el deterioro del actual
déficit por cuenta corriente entre principios de los 70 y 2007 podía
explicarse por el aumento de la desigualdad en Gran Bretaña. Es una
historia similar, aunque no tan grave, en el resto del Occidente
industrializado, o mejor, que se desindustrializa.
Lo
que el equipo del FMI muestra es que la parte de la renta nacional
dedicada a beneficios y aumentos salariales del estrato superior aumenta
hasta sus actuales niveles, de modo que se crea una dinámica económica
nociva. Por definición, hay una parte del pastel más pequeña a
disposición de la gran masa de asalariados, cuyos salarios reales acaban
exprimidos. Para mantener su nivel de vida, tienen que pedir prestado,
lo que ha sido más fácil que nunca en los últimos 40 años a medida que
las bancos aprovechaban la desregulación financiera. Sigue así creciendo
la demanda conjunta, pero al precio de tirar de importaciones y de un
nivel de deuda personal cada vez más elevado en el caso de los
asalariados corrientes.
Finalmente,
la música se para, como se ha parado ahora, conforme se hacen
insostenibles tanto la deuda como el volumen de importaciones. La
situación actual en Gran Bretaña – niveles demenciales de deuda del
sector privado y un déficit comercial inaudito – se puede por tanto
explicar por el aumento de la desigualdad. Y una de las causas
principales de eso, piensa el FMI, ¡es la disminución del poder
negociador de los sindicatos!
Yo
argumentaría que hay un quiebro más en esta historia. La desigualdad
que impulsa el tener unos sindicatos más débiles y un mercado laboral
desregulado golpea a la inversión y la innovación. A los equipos de
ejecutivos no les hace falta invertir e innovar de modo dinámico para
conseguir una rica recompensa personal. Sólo tienen que estar en su
puesto, exprimiendo los salarios reales de la mano de obra para hacer
aumentar los beneficios, hoy la ruta fácil y rápida para un rendimiento
aparentemente mejor, y de ese modo incrementar su propia remuneración. Y
aunque inviertan e innoven, sufre la capacidad de ampliar la producción
rápidamente porque cada vez hay menos consumidores con salarios reales
en aumento para comprar nuevos productos. La desigualdad es una receta
para el estancamiento. Si Davos quiere "dinamismo con resiliencia", los
delegados deberían estar discutiendo cómo reducir los beneficios como
parte del PIB a niveles más normales, e impulsar a la vez la renta real
de la masa de su mano de obra. Estemos seguros de que esto no va a
figurar en el orden del día. Pues lo que ello implica – mejor
negociación salarial, nuevos acuerdos para compartir beneficios con toda
la mano de obra, una regulación más inteligente del mercado de trabajo y
unos salarios de ejecutivos orientados a la innovación a largo plazo
más que al incremento anual de beneficios – es la antítesis de todo
aquello en lo que creen Davos y el consenso internacional.
Y
sin embargo, la realidad saldrá a la luz. Todo el mundo sabe a estas
alturas, hasta en Davos, que no hay retorno posible al mundo de antes de
2008, que dependía de una abundante provisión de crédito barato. Del
mismo modo, nos hace falta salir de la recesión con crecimiento, lo cual
precisa algo más que una continua financiación con déficit y dinero
ultrabarato o la alternativa de una interminable austeridad. La
respuesta consiste en dar poder económico a los hombres y mujeres
corrientes.
Es
una espléndida oportunidad de que los sindicatos vuelvan a imaginar su
papel en las sociedades occidentales. Una de las razones por las que ha
resultado fácil reducir su poder en el mundo anglosajón es que hayan
sido tan desagradables, poco imaginativos y a la defensiva, defensores
reflejos de los privilegios de los que tienen empleo, de los iniciados y
del status quo. Quienes tengan memoria larga recordarán la oposición
militante del movimiento sindical británico a la cogestión – es decir, a
situar trabajadores en las juntas de las empresas – en la década de
1970. Una estupidez.
Sin
embargo Gran Bretaña, y por lo que a eso respecta Occidente, precisa
algún modo de hacer más poderoso al trabajo en sus relaciones con el
capital. Parece una petición imposible. Necesitamos negociadores
salariales con mayor influencia, pero que sean capaces de comportarse
racionalmente, presionando para conseguir más cuando verdaderamente se
puede, pero llegando a acuerdos y dejando espacio cuando las empresas
para las que trabajen se encuentren entre la espada y la pared. Una vía
para salir adelante es la cogestión, poner trabajadores en las juntas
de las empresas. Otra forma consistiría en volver a revisar las ideas
del Premio Nobel y profesor James Meade y organizar bonificaciones para
que los beneficios de una empresa se compartan de manera equitativa
entre trabajadores, gestores y accionistas. Y hay más…
Davos
está intelectualmente en bancarrota. Pero la ideología que enarbola no
caerá por sí sola. El callejón sin salida del capitalismo requiere
contendientes que lo desafíen intelectualmente, movimientos sociales y
dirigentes sindicales preparados para atreverse a volver a imaginar su
papel. Nos hace falta el fermento y la protesta de la sociedad civil. Se
moverán los partidos socialdemócratas, pero solamente cuando perciban
un cambio en el ánimo popular. Es problema de todos y responsabilidad de
cada uno de nosotros actuar en la medida que podamos.
Will Hutton, veterano e influyente periodista económico del grupo de The Guardian (del que fue columnista y jefe de la sección de economía), escribe semanalmente en The Observer
(del que ha sido director). Comenzó su carrera como analista de bolsa y
pasó después a trabajar para la BBC en radio y televisión. Miembro del
Consejo de la London School of Economics y profesor visitante de la
Universidad de Bristol, Hutton dirige la Work Foundation, una
consultoría independiente y de investigación no orientada al lucro.
También es autor de algunos libros críticos con el estado de la economía
británica e internacional que han tenido notable repercusión, como The Revolution That Never Was (1987), The State We're In (1996), The State to Come (1997), The Stakeholding Society (1999), On The Edge (editado con Anthony Giddens) (2000) y, sobre todo, The World We're In (2002) (editado en los EE. UU. como A Declaration of Interdependence).
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