Por Michael Schuman
El corresponsal
de la revista Time en Beijing,
Michael Schuman, ofrece en la sección de “Negocios y dinero” del conservador
semanario norteamericano esta angustiada y reveladora reflexión sobre el mundo
actual.
Karl
Marx parecía muerto y enterrado. Con el hundimiento de la Unión Soviética y el
gran salto chino hacia el capitalismo, el comunismo se desvaneció hacia los
mundos pintorescos de las películas de James Bond o hacia el mantra manipulado
sobre Kim Jong Un. El conflicto de clase que Marx consideraba como determinante
en el curso de la historia parecía desvanecerse en una era próspera de libre comercio
y libre empresa. El inabarcable poder de la globalización conectó las más
remotas esquinas del planeta con los lucrativos bonos de las finanzas y las
industrias deslocalizadas y sin fronteras, ofreciendo a todo el mundo, desde
los gurús tecnológicos de Sillicon Valley hasta las campesinas chinas, amplias
oportunidades de hacerse rico. En las últimas décadas del siglo XX, Asia batió
quizá el mas notable récord de reducción de la pobreza de la historia de la
humanidad, todo ello gracias a las muy capitalistas herramientas del comercio, la
iniciativa empresarial y la inversión extranjera. El capitalismo pareció
cumplir sus promesas de elevar a todo el mundo hacia nuevas cotas de riqueza y
bienestar. O eso llegamos a creer...
Con la
economía global en una larga crisis, y con trabajadores de todo el mundo
víctimas del desempleo, la deuda y el estancamiento de sus ingresos, la aguda
crítica de Marx al capitalismo (que el sistema es intrínsecamente injusto y
autodestructivo) no puede ser tan fácilmente descartada. Marx teorizó que el
sistema capitalista empobrecería inevitablemente a las masas, a medida que la
riqueza se concentraría en las manos de la codicia de unos pocos, causando
crisis económicas y reforzando el conflicto entre los ricos y las clases trabajadoras.
Marx escribió que “la acumulación de riqueza en un solo polo genera al mismo
tiempo en el polo opuesto la acumulación de miseria, trabajo duro y agónico,
esclavitud, ignorancia, brutalidad y
degradación mental”.
Un
expediente cada vez más rebosante de pruebas sugiere que podría haber estado en
lo cierto. Lamentablemente, son evidentes las estadísticas que demuestran que
los ricos son cada vez más ricos, mientras que la clase media y los pobres cada
vez son más pobres. Un estudio hecho en septiembre por el Economic Policy
Institute (EPI) en Washington señaló que la media anual de ingresos reales de
un hombre trabajador a tiempo completo en los EEUU en 2011, unos 48.202
dólares, era inferior a la de 1973. Entre 1983 y 2010, el 74% del aumento de la
riqueza en los EEUU fue a parar a las manos del 1% más rico, mientras que el
60% más pobre sufrió un declive, según cálculos del EPI. No sorprende así que
algunos estén repasando lo que escribió el filosofo alemán en el XIX. En China,
el país marxista que dio la espalda a Marx, Yu Rongjun se inspiró en los
acontecimientos actuales para escribir un musical basado en el clásico El
Capital de Karl Marx. “Uno se da cuenta de que la realidad encaja con lo que
escribió en su libro”, asegura el dramaturgo.
Eso no
significa que Marx acertara completamente. Su “dictadura del proletariado” no
funcionó como estaba planeado. Pero las consecuencias de este aumento de la
desigualdad, son exactamente como lo predijo Marx. La lucha de clases ha
regresado. El enfurecimiento de los trabajadores en el mundo va en aumento y
exigen su justa parte de la economía global. Desde el suelo del Congreso de los
EEUU hasta las calles de Atenas, pasando por las asambleas del sur de China, la
actualidad está siendo sacudida por una escalada en la tensión entre el capital
y el trabajo, en unos niveles inéditos desde las revoluciones comunistas del
siglo XX. Cómo se resuelva este conflicto determinará la dirección de la
política económica global, el futuro del estado del bienestar, la estabilidad
política de China, y quién tendrá el mando del gobierno desde Washington hasta
Roma. ¿Qué diría Marx de lo que hoy acontece? “Algo parecido a: os lo advertí”,
asegura Richard Wolff, un economista marxista en la New School de Nueva
York. “La desigualdad de ingresos está produciendo un nivel de tensiones que no
había visto en mi vida”.
Las
tensiones entre clases económicas en los EEUU están claramente al alza. La
sociedad se muestra dividida entre el 99% (la gente normal que lucha para salir
adelante) y el 1% (los privilegiados, bien conectados y muy ricos que cada vez
lo son más). En una encuesta del Pew Research Center publicado en año
pasado, dos tercios de los encuestados creían que EEUU sufría un conflicto
“fuerte” o “muy fuerte” entre ricos y pobres, un aumento significativo de 19
puntos desde 2009, llegando a ser considerada el primer factor de división de
la sociedad.
El
señalado conflicto ha dominado la política americana. La batalla partidista
sobre como arreglar el déficit presupuestario de la Nación ha sido, en gran
medida, un conflicto de clase. Cada vez que el Presidente Barack Obama habla de
aumentar los impuestos a los americanos más ricos para reducir el déficit
presupuestario, los conservadores señalan que está lanzando una “guerra de
clase” contra los acaudalados. Así mismo, los republicanos están comprometidos
con una guerra de clase por su cuenta. El plan republicano de estabilización
financiera sitúa la carga del ajuste en las clases medias y pobres, a través de
recortes en los servicios sociales. Obama basó una gran parte de su campaña
para la reelección caracterizando a los republicanos como insensibles hacia la
clase trabajadora. El Presidente acusó al candidato republicano, Mitt Romney,
de tener un plan para la economía norteamericana con un solo punto, “asegurarse
que los tipos de arriba jueguen con reglas distintas al resto”.
Sin
embargo, en medio de esta retórica hay señales que este nuevo clasismo
americano ha cambiado el debate sobre la política económica de la Nación. La
teoría del chorreo, que afirma que el éxito del 1% beneficiará al 99% restante,
se encuentra bajo grave sospecha. David Madland, un director del Center for
American Progress, un think tank con sede en Washington, cree que la
campaña presidencial de 2012 ha hecho emerger el debate sobre la reconstrucción
de la clase media, y la búsqueda de una agenda económica distinta para lograr
este objetivo. “Toda la forma de concebir la economía está siendo revisada”,
afirma. “Noto que se está produciendo un cambio fundamental”.
La
ferocidad de la nueva lucha de clases está siendo incluso más pronunciada en
Francia. En mayo pasado, a medida que el dolor de la crisis financiera y los
recortes presupuestarios hizo que la división entre pobres y ricos se hiciera
cada vez más dura, los franceses votaron al Partido Socialista de François
Hollande, que una vez proclamó: “no me gustan los ricos”. Parece haber mantenido su palabra. La
clave de su victoria fue su promesa en campaña de extraer más de los ricos para mantener el estado del
bienestar francés. Para evitar los recortes drásticos que otros políticos en
Europa han aplicado para reducir la amplitud de sus déficits presupuestarios,
Hollande planeó aumentar el impuesto sobre la renta hasta el 75%. A pesar de
que su idea fue tumbada por el Tribunal Constitucional del país, Hollande está
buscando fórmulas para introducir una medida similar. Al mismo tiempo, Hollande
ha enfocado su acción de gobierno de nuevo hacia la gente corriente. Retiró una
medida impopular de su predecesor de incrementar la edad de jubilación en
Francia, volviéndola a situar en los 60 años para algunos trabajadores. Muchos
en Francia quieren que Hollande vaya aún más lejos. “La propuesta fiscal de
Hollande tiene que ser un primer paso en la percepción del gobierno de que el
capitalismo en su forma actual se ha vuelto tan injusto y disfuncional que
corre el riesgo de implotar si no se reforma en profundidad”, asegura Charlotte
Boulanger, una experta en desarrollo y ONGs.
Sus
tácticas, sin embargo, están generando un contraataque por parte de la clase
capitalista. Mao Zedong hubiera insistido en que “el poder político aumenta a
partir del cañón de un arma”, pero en un mundo donde das kapital es más
y más móvil, las armas de la lucha de clases han cambiado. En lugar de pagar a
Hollande, algunos de los más ricos franceses se están marchando, llevándose con
ellos empleos e inversiones muy necesarios. Jean Emile Rosenblum, fundador del
empresa en línea Pixmania.com, está restableciendo su vida y su nuevo negocio
en EEUU, donde siente que el clima es más hospitalario para los empresarios.
“El aumento del conflicto de clase es una consecuencia normal de cualquier
crisis económica, pero la explotación política de ello ha sido demagógica y
discriminatoria”, señala Rosenblum. “En lugar de confiar en los empresarios
para desarrollar las empresas y empleos que necesitamos, Francia les está
empujando a marcharse”.
La
división entre pobres y ricos es quizá mas volátil en China. Irónicamente,
Obama y el recientemente instalado Presidente de la China comunista, Xi
Jinping, deben hacer frente al mismo desafío. La intensificación de la lucha de
clases no es sólo un fenómeno del endeudado y estancado mundo industrial.
Incluso en los mercados emergentes que se expanden rápidamente, las tensiones
entre ricos y pobres se está convirtiendo en una preocupación de primera
magnitud para los políticos.
Contrariamente a lo que muchos de los contrariados americanos y europeos
creen, China no ha sido un paraíso para los trabajadores. La “fuente de arroz
de acero” (la práctica maoísta que garantizaba a los trabajadores un trabajo
para siempre) se evaporó junto al maoísmo, y durante la era de las reformas,
los trabajadores tuvieron pocos derechos. A pesar de que los ingresos en las
ciudades chinas está creciendo substancialmente, el diferencial entre ricos y
pobres es extremadamente grande. Otro estudio del Pew revela que cerca
de la mitad de los chinos encuestados considera que la división entre ricos y
pobres es un gran problema, mientras que 8 de cada 10 está de acuerdo con el
propósito de que en China “los
ricos cada vez se hacen más ricos mientras que los pobres se siguen
empobreciendo”.
La
animadversión está alcanzando un punto de estallido social en las aldeas
industriales de China. “La gente de fuera ve nuestras vidas muy prósperas, pero
la vida real el la fábrica es muy distinta”, afirma el trabajador fabril Peng
Ming en el enclave de Shenzhen en el sur industrial. Con largas horas a sus
espaldas, con el aumento del coste de la vida, unos directivos indiferentes y
muy a menudo con retrasos en las pagas, los trabajadores empiezan a parecer
auténtico proletariado. “La manera en que los ricos obtienen dinero es a través
de la explotación de los trabajadores”, afirma Guan Guohau, otro trabajador de
la fabrica en Shenzhen. “El comunismo es a lo que aspiramos”. A menos que el
gobierno actúe más decididamente para mejorar su bienestar, señalan, los
trabajadores querrán de forma creciente actuar por su cuenta”. “Los
trabajadores se organizarán más”, predice Peng. “Todos los trabajadores deben
estar unidos”.
Eso
puede que ya esté sucediendo. Medir el nivel de malestar de los trabajadores en
China es difícil, pero los expertos creen que ha ido aumentando. Una nueva
generación de trabajadores fabriles, mejor informados que sus padres gracias a
internet, se hacen oír más en sus demandas de mejores salarios y condiciones
laborales. Hasta ahora, la respuesta del gobierno ha sido ambigua. Los
políticos han aumentado los salarios mínimos para incrementar los ingresos,
reforzaron la legislación laboral para dar a los trabajadores mas protección, y
en algunos casos, les permitieron ir a la huelga. Sin embargo el gobierno sigue
desincentivando el activismo
obrero independiente, muy a menudo a través del uso de la fuerza. Estas
tácticas han dejado al proletariado de China desconfiado de su dictadura
proletaria. “El gobierno piensa más en sus empresas que en nosotros”, dice
Guan. Si Xi no reforma la economía para que el chino de a pie se beneficie más del
crecimiento de la nación, corre el riesgo de encender la llama del malestar
social”.
Marx
hubiera previsto exactamente este resultado: “a medida que el proletariado tome
conciencia de su interés común de clase, hará caer el injusto sistema
capitalista y lo reemplazará por un mundo socialista nuevo”. Los comunistas
“declaran abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados con la
derrota por la fuerza de toda condición social existente”, escribió Marx. “Los
proletarios no tienen nada que perder, salvo sus cadenas”. Hay señales que
indican que los trabajadores del mundo están cada vez más impacientes con sus
debilitadas perspectivas. Decenas de miles han salido a la calle de ciudades
como Madrid y Atenas, protestando contra el desempleo astronómico y las medidas
de austeridad que están empeorando las cosas.
Hasta
ahora, sin embargo, la revolución de Marx está por materializarse. Los
trabajadores puede que tengan los mismos problemas, pero no se están uniendo
para resolverlos. El nivel de la afiliación sindical en los EEUU, por ejemplo,
ha continuado su declive a través de las crisis económicas, mientras que el
movimiento Occupy Wall Street decaía. Los que protestan, señala Jacques
Ranciere, un experto en marxismo en la Universidad de Paris, no tienen como
objetivo remplazar el capitalismo, tal y como Marx predijo, sino simplemente
reformarlo. “No estamos viendo a las clases que protestan pidiendo el derrumbe
o la destrucción del sistema sociopolítico actual”, explica. “Lo que el
conflicto de clase produce hoy son llamadas a arreglar los sistemas para que
sean más viables y sostenibles a largo plazo a través de una mayor
redistribución de la riqueza creada”.
Sin
embargo, a pesar de estas llamadas,la política económica actual continua
alimentando las tensiones de clase. En China, los altos funcionarios han
mostrado poca convicción a la hora de reducir el desnivel de ingresos y en la
práctica han eludido las reformas que podrían haberlo permitido (en la lucha
contra la corrupción, permitiendo la liberalización el sector financiero). Los
gobiernos endeudados en Europa han capado los programas del Estado del
Bienestar incluso en momentos en los que el desempleo aumenta y el crecimiento
se hunde. En la mayoría de casos, la solución elegida para reparar el
capitalismo ha sido más capitalismo. Los políticos en Roma, Madrid y Atenas
están siendo presionados por tenedores de bonos para que desmantelen la
protección de los trabajadores y continúen desregulando sus mercados
interiores. Owen Jones, el autor britanico de Chavs: The Demonization of the
Working Class [hay traducción
castellana en la editorial madrileña Capitán Swing; T.], llama a esto
“guerra de clase desde arriba”.
Pocos aguantan
la embestida. La aparición de un mercado laboral global ha desarmado a los
sindicatos en todo el mundo. La izquierda política, arrastrada hacia la derecha
desde el violento ataque del libre mercado de Margaret Thatcher y Ronald
Reagan, no ha sabido dibujar un horizonte alternativo creíble. “Virtualmente,
todos los partidos progresistas y de izquierdas contribuyeron en algún momento
al auge de los mercados financieros, y al retroceso de los sistemas de
bienestar para demostrar que también eran capaces de llevar adelante reformas”,
señala Rancière. “Diría que las perspectivas de que partidos laboristas o
socialistas o gobiernos en cualquier lado vayan a cambiar (mucho menos
derribar) los sistemas económicos actuales se han más bien evaporado”.
Eso
deja abierta una posibilidad escalofriante: que Marx no sólo diagnosticara correctamente
el comportamiento del capitalismo, sino también su resultado. Si los políticos
no encuentran nuevos métodos para asegurar oportunidades económicas justas, acaso
los trabajadores del mundo decidan, simplemente, unirse. Puede que entonces
Marx se tome su venganza.
Michael Schuman es, desde 2002, el
corresponsal del semanario norteamericano conservador Time en Beijing, China. Especialista en asuntos económicos, antes
de trabajar para Time, fue corresponsal del Wall
Street Journal y escribió como columnista en la revista de negocios Forbes.
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