Por Miguel Romero - Pedro Ramiro*
Papeles 121
La crisis capitalista que estalló en el año 2008 está transformando el
mundo con una radicalidad que sólo tiene parangón en los orígenes del
capitalismo.
Como diagnosticó Karl Polanyi en su imprescindible La gran
transformación: «El mecanismo que el móvil de la ganancia puso en marcha
únicamente puede ser comparado por sus efectos a la más violenta de las
explosiones de fervor religioso que haya conocido la historia. En el
espacio de una generación toda la tierra habitada se vio sometida a su
corrosiva influencia». [1] El triunfo del neoliberalismo en los años
ochenta del siglo pasado dio inicio a una “segunda corrosión”, que
arrasó las economías de los países del Sur con los planes de ajuste
estructural y comenzó una demolición sistemática tanto de los sistemas
públicos en los que estaba basado el Estado del Bienestar como de los
valores morales asociados a ellos.
Al comienzo de la crisis financiera que hoy sufrimos, se hizo célebre
una frase del entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy, llamando a
«refundar sobre bases éticas el
capitalismo».
Expresaba así los temores de las élites hacia el rechazo social a un
modelo económico desnudado por la caída de Lehman Brothers y las tramas
ocultas de la financiarización que, en aquel momento, sólo empezaban a
emerger. Lamentablemente, esa contestación no llegó a alcanzar ni la
fortaleza necesaria ni una expresión política significativa en los
países del Centro, con la excepción de la organización Syriza en Grecia.
Una vez comprobada la debilidad del adversario, cambió radicalmente el
sentido de la “refundación”. «Claro que hay lucha de clases. Pero es mi
clase, la de los ricos, la que ha empezado esta lucha. Y vamos ganando».
El lema del multimillonario Warren Buffett, que como tantos otros
–George Soros en primer lugar– ejerce de filántropo en los ratos libres
con las migajas de sus actividades de especulación financiera, resume la
dinámica fundamental de la situación internacional: ciertamente,
asistimos a un intento de “refundación del
capitalismo”,
pero no sobre “bases éticas”, sino sobre las bases de la lucha de
clases y por medio de la acumulación por desposesión –según la expresión
de David Harvey– de los bienes comunes y públicos, y de los derechos
sociales y las condiciones para una vida digna de la gran mayoría de la
población mundial. [2] Las políticas de ajuste estructural de los
ochenta y noventa en el Sur imperan ahora en la Unión Europea con
fundamentos similares y nombres diversos: austeridad, disciplina fiscal,
reformas, externalizaciones.
Este es el marco general de la “
globalización de la
pobreza”
que es el tema del presente artículo. Llamamos así a la lógica común
que produce y reproduce el empobrecimiento de las personas en todo el
mundo, tanto en el Norte como en el Sur. Pero es necesario analizar las
diferencias en los procesos políticos y económicos creadores de pobreza,
en sus consecuencias materiales en la vida de las clases trabajadoras y
en las percepciones sociales que se tienen de estos procesos.
Mostraremos también el rol que, desde los gobiernos de los países
centrales y las instituciones multilaterales, quiere asignarse al
mercado y a las grandes empresas en la erradicación de la pobreza, así
como el papel residual que va a cumplir la cooperación internacional
para el
desarrollo tras el estallido del crash global.
Somos conscientes de que las categorías, que utilizaremos
indistintamente, Norte/Sur o Centro/Periferia simplifican la realidad,
en general, y especialmente en lo que se refiere a la
pobreza.
Sin duda, hay muchos “Sures”, e incluso dentro de un mismo continente
hay una enorme distancia política y social entre, por ejemplo, México y
los países de la Alianza Bolivariana para América (ALBA). En los límites
de este texto, trataremos de analizar por qué todavía pueden señalarse
excepciones a esta regla, que aún permiten establecer diferencias
significativas en el tratamiento que se da a la pobreza en los países
centrales y periféricos. Para ello, partiremos de datos fiables, entre
los que no está, por cierto, el Índice de
Desarrollo
Humano del PNUD, que en el año 2011 situaba a Chipre en el muy
honorable puesto 31 y con tendencia ascendente; por tener una
referencia, Venezuela ocupaba el puesto 71 en la misma clasificación.
Entre la pobreza y las “clases medias”
Según una interpretación ampliamente difundida, la crisis capitalista
está siguiendo un curso paradójico que cuestiona los esquemas
tradicionales sobre la jerarquía Norte-Sur: mientras que las economías
del Centro, especialmente la de la Unión Europea, bordean o se hunden en
la recesión, las economías periféricas, sobre todo las de los países
llamados “emergentes”, mantienen año tras año altos niveles de
crecimiento, por encima del 5% del PIB. Una de las consecuencias de esta
asimetría es que la
pobreza
ha hecho su aparición en el Norte como un problema político importante,
con un gran impacto social, mientras que, a la vez, parecería estar en
retroceso en el Sur. Frecuentemente, se asocia esta situación con el
estado de las “clases medias”, nuevo mantra sociológico que se ha
convertido en el criterio de medida de numerosos fenómenos
sociopolíticos relevantes, desde la movilidad social a la crisis de la
democracia.
Hay en estos enfoques datos relevantes que dan cuenta de cambios
profundos en la situación internacional: por ejemplo, la relativa y
desigual autonomización de los países del Sur, bajo el liderazgo de
aquellos que forman parte de los BRICS –Brasil, India, China y
Sudáfrica; no cabe incluir a Rusia desde ningún punto de vista en la
categoría “Sur”–, respecto a los “viejos” imperialismos, EEUU y la UE.
[3] En lo que se refiere a la lucha contra la pobreza, sin embargo, esta
consideración del contexto internacional es más que discutible.
Empezaremos por el Sur, planteando dos tipos de problemas: el primero,
la valoración de los logros alcanzados en la erradicación de la pobreza;
el segundo, el uso y la manipulación de la categoría “clases medias”.
Con la habitual afición de los políticos del establishment a las cifras
redondas, el secretario general de Naciones Unidas ha contado los mil
días que quedan para alcanzar los Objetivos de
Desarrollo
del Milenio (ODM) y se ha mostrado extraordinariamente satisfecho de
los logros ya alcanzados. En especial, porque en los últimos doce años
«600 millones de personas han salido de la pobreza extrema, lo que
equivale al 50%». El cálculo es cuanto menos engañoso: según el Banco
Mundial, en 1990 el 43% de la población mundial vivía con menos de 1,25
dólares al día, mientras en 2010 esta cifra ha caído al 21%; esta es la
reducción a la mitad a la que se refiere Ban Ki-moon. Pero no informa ni
de las condiciones de extrema pobreza que siguen existiendo cuando se
supera la barrera de los 1,25 dólares de ingreso diario –más del 40% de
la población mundial sobrevive con menos de dos dólares al día–, ni de
que cerca de 1.300 millones de personas siguen viviendo por debajo de
ese nivel. Al final, esa reducción de la pobreza extrema se debe a los
grandes países emergentes, fundamentalmente a China, y no tiene nada que
ver con las políticas y proyectos inspirados en los ODM ni tampoco con
la ortodoxia económica imperante.
En la presentación de esta nueva campaña, que tuvo lugar el pasado 2 de
abril en la Universidad de Georgetown bajo la marca de «Un mundo sin
pobreza», el presidente del Banco Mundial, Jim Yong Kim, afirmó: «Nos
hallamos en un auspicioso momento histórico, en que se combinan los
éxitos de décadas pasadas con perspectivas económicas mundiales cada vez
más propicias para dar a los países en
desarrollo
una oportunidad, la primera que jamás hayan tenido, de poner fin a la
pobreza extrema en el curso de una sola generación». No puede tomarse en
serio un proyecto que tiene como punto de partida una visión tan poco
consistente de la situación internacional, en la que por cierto no podía
faltar la ya habitual coletilla generacional.
La ingeniería estadística sobre las “clases medias” merece una mayor
atención. Un reciente estudio publicado por el Banco Mundial [4] propone
un cambio importante en la caracterización y medición de la pobreza: lo
más significativo es el uso del concepto de «seguridad económica»,
entendido como «baja probabilidad de volver a caer en la pobreza». De
ahí nace una nueva categoría, la población «vulnerable», una estación de
paso desde la pobreza hasta la entrada en la «nueva clase media»,
formada por quienes han alcanzado la «seguridad económica» y
garantizarían la «estabilidad económica futura». La suma de pobres,
vulnerables y clase media supone el 98% de la población latinoamericana;
por tanto, la medida del éxito en la lucha contra la pobreza sería una
movilidad social ascendente hacia la clase media. Esto es lo que, según
los autores, está ocurriendo, ya que «la clase media en América Latina
creció y lo hizo de manera notable: de 100 millones de personas en 2000 a
unos 150 millones hacia el final de la última década». Nos estaríamos
acercando, siguiendo esa argumentación, a un continente de “clases
medias” que habría superado definitivamente el peso determinante de la
pobreza.
Aunque los criterios cuantitativos sean sólo unos de los que deben ser
tenidos en cuenta en el análisis de la pobreza, en ocasiones son
imprescindibles para concretar los términos del debate. [5] Si hacemos
caso al Banco Mundial, se considera pobres a quienes tienen ingresos
inferiores a 4 dólares; estos vienen a representar el 30,5% de la
población latinoamericana. Las personas que tienen entre 4 y 10 dólares
al día serían las “vulnerables”, el 37,5% de la ciudadanía de América
Latina. Por encima de los 10 hasta los 50 dólares de ingreso diario
estaría la “clase media”, el 30% de la población continental. Por
último, el 2% restante son los considerados “ricos”, que ingresan más de
50 dólares al día. Tomando como referencia el salario mínimo existente
en Ecuador, unos 300 dólares mensuales, podemos comprobar, en fin, que
con un ingreso como este se tendría acceso a la “clase media”. No
parece, pues, que tal clasificación sea razonable: lo suyo sería
concluir que, al menos, el 68% de la población latinoamericana es pobre.
Y además, continuando con la referencia ecuatoriana, vemos que esa
“clase media” se compondría, en realidad, de trabajadores con ingresos
de entre uno y cinco veces el salario mínimo, es decir, quienes están
entre un frágil escalón por encima la pobreza y el nivel medio-alto de
la población asalariada.
Brasil aparece como uno de los principales estandartes utilizados para
justificar todo este proceso de ascenso de las “clases medias”. Así, el
Gobierno brasileño define como clase media a quienes alcanzan un ingreso
per cápita mensual de entre 291 y 1.019 reales, [6] de manera que el
54% de la población del país pertenecería a esta supuesta “clase media”.
En la última década, 30 millones de personas (el 15% de la población)
habrían “salido de la pobreza”, ya que pasaron a disponer cada mes de
ingresos superiores a 250 reales. Teniendo en cuenta que en Brasil el
salario mínimo es de 678 reales, esta “clase media” tendría unos
ingresos que oscilarían entre el 42% y el 150% de un salario mínimo. Con
semejantes criterios, parece fácil alardear de que Brasil sea ya un
país de “clases medias”, unas “clases medias” cuyos ingresos no permiten
siquiera alcanzar una cobertura digna de las necesidades básicas.
Es verdad que, para evaluar esta cobertura, también hay que tener en
cuenta otros factores; sobre todo, la extensión y calidad de los
servicios públicos al alcance de los ciudadanos y, por tanto, el volumen
de gasto social destinado a ellos. Por eso es muy importante tener en
cuenta que, en cuestiones económicas básicas, Brasil, como la gran
mayoría de los países del Sur, se somete a la ortodoxia dominante: con
nueve días del pago de la deuda externa podría cubrirse todo el
presupuesto del programa Bolsa Familia, eje de la política asistencial y
de la base electoral del partido gobernante. [7] Si podemos decir que
con la crisis capitalista los programas de ajuste estructural han
viajado del Sur al Norte, los fundamentos del Estado del Bienestar, por
el contrario, no han hecho el viaje desde el Norte hasta el Sur.
Dice David Harvey que «el crecimiento económico beneficia siempre a los
más ricos». Efectivamente, ellos están siendo los principales
beneficiarios del crecimiento en los países del Sur, de ahí que el
incremento del PIB se vea acompañado del aumento sostenido de la
desigualdad. La bonanza económica no está produciendo un incremento de
esas ficticias “clases medias”, sino de millones de empleos precarios,
con bajos ingresos, mínimos derechos laborales y grandes carencias en
servicios sociales. “Trabajos brasileños” se les llama, precisamente, en
algunos análisis sociológicos con sentido crítico. Pero son mucho más
habituales los enfoques afines a las ideas del Banco Mundial, que en sus
versiones más delirantes llegan nada menos que a llamar “neoburguesía” a
la “clase media”.
No han terminado los procesos de empobrecimiento
en el Sur, pero es cierto que se han modificado. Sustancialmente, sólo
en aquellos países –como Venezuela– que están realizando un esfuerzo
considerable más allá del incremento de los ingresos de los trabajadores
pobres, apostando por el establecimiento de potentes redes públicas de
educación, vivienda y sanidad. Sin embargo, en la gran mayoría de los
países, se ha pasado de la extrema pobreza al empleo extremadamente
precario, en un camino que además tiene vuelta atrás. Si las frágiles
expectativas de movilidad social ascendente se quebraran, una
posibilidad nada descartable dadas las actuales perspectivas de la
economía
global, la situación en el Sur tendería a parecerse más a las
revoluciones árabes que a los ficticios paraísos de la “clase media”.
Extensión y percepción social de la pobreza
En la Unión Europea, antes del estallido de la crisis financiera, 80
millones de personas –el 17% de la población– sobrevivían en la pobreza.
En el año 2010, la cifra había aumentado hasta los 115 millones de
personas (23,1%) y se estimaba que un número similar se encontraba «en
el filo de la navaja». [8] Pero, para entender la situación actual, hay
que considerar la etapa anterior al crash global. Porque si es
significativo y alarmante el crecimiento de la pobreza, también debía
haberlo sido que antes de 2008 la pobreza fuera ya una lacra masiva
tanto en la Unión Europea como en España, donde entre 2007 y 2010 pasó
de afectar a 10,8 millones de personas (23,1% de la ciudadanía) a 12,7
millones (25,5%).
La extensión de la pobreza es, sin duda, un problema de primera
magnitud. Creemos, sin embargo, que no explica por sí sola que en cinco
años la pobreza haya pasado de ser considerada por la mayoría de la
población europea como un problema marginal y ajeno, “invisible”, cuyo
control quedaba a cargo de las organizaciones asistenciales y con
mínimos subsidios públicos, a afectar a la situación y los temores de
esa mayoría de la ciudadanía que se consideraba liberada para siempre de
“caer en la pobreza”. Se afirma ahora que la pobreza se ha hecho más
intensa, más extensa y más cíclica. De estas características hay que
destacar la tercera, que indica una tendencia al incremento de la
pobreza sin “brotes verdes” en el horizonte, estimulada por las
políticas que se imponen implacablemente en la Unión Europea, sin
alternativas creíbles a medio plazo. La pobreza se ha hecho “visible” en
la UE no sólo porque haya más pobres, sino fundamentalmente porque se
ha masificado la conciencia del riesgo de caer en la pobreza. [9]
Diagnosticar el problema como una “crisis de las clases medias” es una
simplificación que no permite entender ni las causas de la crisis actual
ni las condiciones básicas para revertir esa tendencia al
empobrecimiento. También en los países del Norte este es un concepto
manipulable y fundamentalmente subjetivo: un mileurista era hace unos
pocos años el símbolo de la precariedad, hoy sería considerado un
miembro más de la “clase media”. Es más útil considerar en su conjunto
los elementos principales, bien conocidos, que han ido produciendo la
corrosión de la “seguridad social”, con minúscula, característica
fundamental del Estado del Bienestar: el paro masivo, de larga duración y
con subsidios decrecientes; el incremento de los “trabajadores pobres”
porque el trabajo precario y sometido al poder patronal ya no asegura
ingresos suficientes para una vida digna; los recortes drásticos en el
empleo en la administración y en los servicios públicos, que amenazan al
funcionariado; el riesgo de no poder hacer frente a las deudas
contraídas en la etapa anterior, que permitieron una burbuja de alto
consumo en las clases trabajadoras pese a la tendencia generalizada a la
caída de los salarios desde los años noventa; el deterioro de la
calidad de la sanidad y la educación, y el aumento de los pagos a cargo
de los usuarios que sirven para avanzar en su privatización.
Todo este conjunto de medidas responde a una lógica común que es el principio fundamental de la
economía
política neoliberal: la reducción sistemática del coste directo e
indirecto de la fuerza de trabajo. En condiciones de relaciones de
fuerzas muy favorables para el capital, eso termina desgarrando las
redes de seguridad que constituían la base de estabilidad del sistema.
Es aquí, en la debilidad de las clases trabajadoras, incluso aquellas
que consideraban un logro garantizado el empleo estable de calidad, con
sanidad y enseñanza básica públicas y gratuitas y jubilación en
condiciones dignas, donde ha nacido el pánico a la pobreza y, al mismo
tiempo, la impotencia para hacerle frente. Y es que, a diferencia de la
situación en muchos países periféricos, donde con independencia de la
orientación política de los gobiernos se ponen en marcha políticas
focalizadas en la pobreza –habitualmente por razones de gestión de
conflictos y construcción de clientelas electorales, muy alejadas de la
idea de solidaridad–, en los países del Centro, y particularmente en la
UE, las políticas que se aplican siguen sometidas a la “regla de oro” de
privilegiar los intereses del capital sobre las necesidades de la
población, tratando la atención social a la población empobrecida como
un lastre y recortando sistemáticamente los fondos destinados a ella. En
este contexto, que el año 2010 haya sido etiquetado como el «Año
Europeo de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social» no deja de ser
un sarcasmo.
Desde los primeros estudios de los conflictos sociales característicos
de la sociedad capitalista, se ha considerado un rasgo fundamental de la
clase obrera la “inseguridad” en las condiciones de vida. Cuando,
gracias a las políticas propias del Estado del Bienestar, pareció que
esta característica desaparecía para una gran parte de la población
trabajadora, la categoría de “clase media” cumplió la función de
certificar esa nueva situación: «Hemos dejado de ser clase trabajadora»,
vino a decirse entonces. El neoliberalismo desarrolló con éxito «una
demonización de la clase obrera», según la expresión de Owen Jones en su
excelente reportaje Chavs, [10] tratando a esta como un grupo social en
declive, cuyos ingresos no provienen del trabajo sino de los subsidios
públicos.
Generalizando la inseguridad social y aproximando la
amenaza de la pobreza, la crisis está debilitando estas barreras
ideológicas que fragmentaban el tejido social de las clases
trabajadoras. Pero no caerán si no se enfrentan a alternativas que
comprendan que sólo puede lucharse eficazmente por la erradicación de la
pobreza venciendo a quienes la producen.
Mercado y empresas para “luchar contra la pobreza”
«El capital, las ideas, las buenas prácticas y las soluciones se
extienden en todas direcciones». [11] Sumidos en una crisis económica,
ecológica y social como nunca antes había conocido el
capitalismo global, estamos asistiendo al final de la “
globalización
feliz” y a la demolición de la belle époque del neoliberalismo. [12]
Pero las grandes corporaciones y los think tanks empresariales insisten
en no darse por aludidos; lejos de cuestionar su responsabilidad en el
actual colapso del sistema socioeconómico y en la crisis civilizatoria,
las empresas transnacionales vuelven a presentarse como el motor
fundamental del desarrollo y la lucha contra la pobreza. Según el
pensamiento hegemónico, la gran empresa, el crecimiento económico y las
fuerzas del mercado han de ser los pilares básicos sobre los que
sustentar las actividades socioeconómicas de cara a combatir la pobreza.
Eludiendo su responsabilidad en el origen de la crisis sistémica que
hoy sufrimos, así como el hecho de que ellas están siendo precisamente
las únicas beneficiarias del crack, las grandes corporaciones nos
proponen más de lo mismo: que el fomento de la actividad empresarial, la
iniciativa privada y el emprendimiento innovador sean los argumentos
fundamentales para la “recuperación económica”.
Esta reorientación empresarial consiste en aplicar, junto con una
táctica defensiva basada en el marketing, una estrategia ofensiva para
pasar de la retórica de la “responsabilidad social” a la concreción de
la “ética de los negocios” en la cuenta de resultados mediante toda una
serie de técnicas corporativas. Y su objetivo no es el de atajar las
causas estructurales que promueven las desigualdades sociales e
imposibilitan las condiciones para vivir dignamente a la mayoría de la
población mundial, sino gestionar y rentabilizar la pobreza de acuerdo a
los criterios del mercado: beneficio, rentabilidad, retorno de la
inversión. Es lo que hemos denominado pobreza 2.0 y constituye uno de
los negocios en auge del siglo XXI. [13] En los países del Sur global,
por un lado, eso se traduce en el deseo del “sector privado” de
incorporar a cientos de millones de personas pobres a la sociedad de
consumo; en el Norte, por otro, significa la no exclusión del mercado de
la mayoría de la población, una cuestión central ante el creciente
aumento de los niveles de pobreza en las sociedades occidentales como
consecuencia de las medidas económicas que se están adoptando para
“salir de la crisis”.
«Ya es hora de que las corporaciones
multinacionales miren sus estrategias de
globalización
a través de las nuevas gafas del capitalismo inclusivo», escribían hace
diez años los gurús neoliberales que llamaban a las grandes empresas a
poner sus ojos en el inmenso mercado que forman las dos terceras partes
de la humanidad que no son “clase consumidora”. «Las compañías con los
recursos y la persistencia para competir en la base de la pirámide
económica mundial tendrán como recompensa crecimiento, beneficios y una
incalculable contribución a la humanidad», decían entonces. [14] Hoy,
las corporaciones transnacionales han asumido plenamente esta doctrina
empresarial y han puesto en marcha una variada gama de estrategias,
actividades y técnicas que tienen como objetivo que las personas pobres
que habitan en los países del Sur se incorporen al mercado global
mediante el consumo de los bienes, servicios y productos de consumo que
suministran estas mismas empresas. “Responsabilidad social”, “negocios
inclusivos” en “la base de la pirámide”, “inclusión financiera”,
“alfabetización tecnológica” y, en definitiva, todas aquellas vías que
permitan lograr el acceso a nuevos nichos de mercado se justifican con
el argumento de que van a contribuir al “desarrollo” y la “inclusión” de
las personas pobres. Pero, como recalcó Evo Morales en la última Cumbre
Unión Europea-CELAC, «cuando nos sometemos al mercado hay problemas de
pobreza; problemas económicos y sociales, y la pobreza sigue creciendo».
Al mismo tiempo, en los países centrales, donde también están aumentando
los niveles de pobreza y desigualdad, en vez de emplear los recursos
públicos en políticas económicas y sociales que pudieran poner freno a
esa situación, las instituciones que nos gobiernan no se han salido de
la ortodoxia neoliberal y han emprendido toda una serie de
contrarreformas que van a contribuir a aumentar el empobrecimiento de
amplias capas de la población. Y las grandes empresas, en este contexto,
están rediseñando sus estrategias para no perder cuota de mercado: «En
Madrid, Londres o París también hay favelas, aunque no se llamen así»,
sostiene un experto brasileño en “la base de la pirámide”, «es un
mercado creciente que compone la nueva clase media con poder de
consumo». [15] Gigantes como Unilever, por ejemplo, ya están pensando en
trasladar aquí estrategias que antes probaron que funcionaban en países
del Sur. [16] Pero, aunque algunas
multinacionales
están viendo cómo aplicar en Europa la lógica de los “negocios
inclusivos”, la mayoría de las grandes corporaciones ha optado por no
innovar demasiado cuando lo que se trata es de seguir incrementando los
beneficios: la continuada presión a la baja sobre los salarios [17] y la
expansión de la cartera de negocios a otros países y
mercados han sido, hasta el momento, las vías preferidas por las empresas para continuar con sus dinámicas de crecimiento y acumulación.
La tendencia a considerar el incremento del crecimiento económico como
la única estrategia posible para la erradicación de la pobreza se ha
visto reforzada desde que estalló la crisis financiera. Con el actual
escenario de recesión, las grandes corporaciones pretenden incrementar
sus volúmenes de negocio y ampliar sus operaciones en las regiones
periféricas para así contrarrestar la caída de las tasas de ganancia en
Europa y EEUU. Por su parte, los gobiernos de los países centrales
abogan por un aumento de las exportaciones y de la internacionalización
empresarial como forma de “salir de la crisis”. Según la doctrina
neoliberal, la expansión de los negocios de estas compañías a nuevos
países, sectores y
mercados
redundará en un incremento del PIB y, por consiguiente, en una mejora
de los indicadores socioeconómicos, fundamentalmente en el aumento del
empleo. «La única solución posible para superar la crisis y volver a
crear puestos de trabajo es recuperar el crecimiento económico», resume
el presidente de La Caixa, quien para lograrlo propone «buscar nuevas
fuentes de ingresos, diseñar nuevos productos y abrir nuevos mercados».
[18]
A pesar de que las afirmaciones acerca de una correlación
directa entre el crecimiento del PIB y los avances en términos de
desarrollo humano no resistirían ningún análisis serio, la idea de que
crecimiento económico es equivalente a desarrollo se ha hecho dominante
en el discurso de la “lucha contra la pobreza”. De esta manera, las
referencias al crecimiento de las economías nacionales –cuantificadas
exclusivamente a través del aumento del PIB– como vía para la superación
de la pobreza no solo forman parte de toda la arquitectura discursiva
de la agenda oficial de desarrollo, sino que además se están pudiendo
llevar a la práctica mediante la asignación de medios y recursos
públicos para las estrategias de fomento de la actividad empresarial y
de los “negocios inclusivos”. Esto es así porque las principales
agencias de cooperación y los gobiernos de los países del Centro, así
como los organismos multilaterales, las instituciones financieras
internacionales e incluso muchas ONGD, avalan este discurso y trabajan
por incorporar al “sector privado” en sus estrategias de desarrollo.
De la cooperación internacional a la filantropía empresarial
La cooperación para el desarrollo, en tanto que política pública de
solidaridad internacional, difícilmente encuentra encaje en este marco. Y
es que, en las contrarreformas estructurales que se imponen en la
actualidad, la cooperación internacional no está teniendo un destino
diferente al del resto de los servicios públicos: la privatización y la
mercantilización. No puede decirse que en los últimos años se haya
provocado un cambio de rumbo en la senda emprendida por los principales
organismos y gobiernos que lideran el sistema de cooperación
internacional, sino más bien lo contrario: en el marco de la búsqueda de
alternativas neoliberales para huir hacia delante con la actual
situación, la crisis ha llevado a que toda la renovada orientación
estratégica de la cooperación para el desarrollo se refuerce y cobre aún
más sentido.
Por eso, estamos asistiendo a una profunda reestructuración de la
arquitectura del sistema de ayuda internacional con vistas a reformular
el papel que han de jugar, tanto en el Norte como en el Sur, los que se
considera que son los principales actores sociales –grandes
corporaciones, Estados, organismos internacionales y organizaciones de
la sociedad civil– en las estrategias de “lucha contra la pobreza”. La
hoja de ruta para los próximos tiempos parece clara: otorgar la máxima
prioridad al crecimiento económico como estrategia hegemónica de lucha
contra la pobreza, considerar al sector empresarial como agente de
desarrollo en las líneas directrices de la cooperación, reducir los
ámbitos de intervención estatal a determinados sectores poco
conflictivos y limitar la participación de las organizaciones sociales
en las políticas de cooperación para el desarrollo. [19]
Ya no es posible «seguir exportando tanta solidaridad», las
«circunstancias han cambiado» y los compromisos contra la pobreza han de
reorientarse «hacia nuestro territorio». Eso afirmaba el pasado mes de
septiembre el consejero de Justicia y Bienestar Social de la Generalitat
Valenciana, Jorge Cabré, para justificar la decisión de su Gobierno de
poner fin a las políticas de cooperación internacional. Es sólo un
ejemplo de cómo, siguiendo una línea argumental similar, tanto el
Gobierno central como la mayoría de las administraciones autonómicas y
municipales del Estado español eliminaron o redujeron drásticamente sus
presupuestos para cooperación al desarrollo en 2012. Y para este año,
lejos de augurarse una recuperación –cierto es que existen algunas
excepciones a esta tendencia generalizada–, caminamos en la misma
dirección: como ha denunciado la Coordinadora de ONG para el Desarrollo,
a los 1.900 millones de euros que se recortaron el pasado año se le
sumarán este otros 300 millones más. Con todo ello, la Ayuda Oficial al
Desarrollo (AOD) española pasará a suponer solamente el 0,2% de la renta
nacional bruta, lo que nos retrotrae a niveles de principios de los
noventa. «Fue un error perseguir el 0,7%», dice ahora el secretario de
Estado de Cooperación y para Iberoamérica, Jesús Gracia, renunciando así
a la que desde hace dos décadas ha sido una de las reivindicaciones
fundamentales de las ONGD en el Estado español y que los sucesivos
ejecutivos se habían comprometido a cumplir firmando el Pacto de Estado
contra la Pobreza.
En los años ochenta y noventa, la cooperación internacional contribuyó a
apoyar el Consenso de Washington y las reformas estructurales que
posibilitaron la expansión global de las grandes corporaciones que
tienen su sede en los principales países donantes de AOD. Hoy, la
cooperación al desarrollo ya no cumple un papel fundamental para la
legitimación de la política exterior del país donante, como lo venía
haciendo hasta el comienzo de la crisis financiera. Aunque aún puede
seguir desempeñando un rol secundario en la proyección de imagen
internacional, su función esencial es la de asegurar los riesgos y
acompañar a estas empresas en su expansión global, así como contribuir a
la apertura de nuevos negocios y nichos de mercado con las personas
pobres que habitan en “la base de la pirámide”.
En el caso que nos toca más de cerca, todo ello se articula en torno a
la famosa marca España, un proyecto para atraer capitales
transnacionales a nuestro país –con EuroVegas como modelo bandera– y
fomentar la internacionalización de las empresas españolas: en palabras
de José Manuel García-Margallo, ministro de Asuntos Exteriores y
Cooperación, «los intereses de España en el exterior son en gran medida
intereses económicos y tienen a las empresas como protagonistas». Esto
se constata, sin ir más lejos, en el presupuesto del ministerio de
Asuntos Exteriores y Cooperación para este año, en el que se observa que
la partida de cooperación para el desarrollo ha disminuido el 73% entre
2012 y 2013 mientras, en el mismo periodo, han subido el 52% los fondos
para la acción del Estado en el exterior a través de sus embajadas y
oficinas comerciales. [20]
Nos hemos habituado a escuchar con frecuencia, en el discurso oficial,
una frase que se repite a modo de justificación: «Bastante tenemos con
la pobreza de aquí como para preocuparnos de la de otros sitios». Es
evidente que los últimos gobiernos españoles, tanto el actual como el
anterior, han incumplido una y otra vez sus compromisos sobre la
cooperación internacional y la lucha contra la pobreza a nivel mundial.
[21] Y a la vez, no es verdad que, a cambio, se estén destinando más
fondos para afrontar la extensión de la pobreza en nuestro país. Aquí y
ahora, esa labor se está dejando en manos de algunas ONG y de las
grandes empresas, recuperando la obra social, la caridad y la
filantropía como forma de paliar las crecientes desigualdades. Mientras
crece la desigualdad a marchas forzadas –desde 2007, la diferencia entre
el 20% más rico y el 20% más pobre en España ha subido un 30%–, [22]
resurge con fuerza la filosofía del “neoliberalismo compasivo”, basada
en la idea de que pueden paliarse la pobreza y el
hambre aportando “lo que nos sobra”.
«Cada vez más gente de la que imaginas necesita ayuda en nuestro país»,
decía Cruz Roja en sus anuncios para el último «Día de la Banderita»,
poniendo el foco en la pobreza “local”. «Cuenta conmigo contra la
pobreza infantil», ese era el lema de la pasada campaña navideña de La
Caixa y Save the Children, añadiendo lo de “infantil” para darle un
toque adicional de sentimentalismo. Y tenemos muchos más ejemplos de
cómo las grandes corporaciones están intentando reapropiarse de las
buenas intenciones y de la solidaridad de una ciudadanía cada vez más
preocupada por el incremento de la pobreza y el
hambre:
desde la filantropía de Amancio Ortega, patrón de Inditex y tercer
hombre más rico del planeta, que ha donado 20 millones de euros a
Cáritas (el 0,05% de su fortuna), hasta los spots tipo «siente a un
pobre a su mesa» que han publicitado diferentes ONGD, [23] pasando por
el auge de los bancos de
alimentos,
a los que han anunciado donaciones grandes empresas como Mercadona o
Repsol. Hace años, la “solidaridad de mercado” se medía en base al
dinero recaudado en los telemaratones, hoy parece computarse a partir de
la cantidad de bolsas de comida que pueden donarse a las organizaciones
asistencialistas.
Repensando el modelo de desarrollo
«No es una crisis, es una estafa», gritan los manifestantes que
protestan por la privatización de la sanidad, la educación y el agua. Y
efectivamente, no hay otro nombre mejor para explicar el hecho de que
los grandes capitales privados estén saliendo reforzados de la crisis
mientras, por el contrario, la mayoría de mujeres y hombres van
perdiendo empleo y vivienda, sanidad y educación, pensiones y derechos
sociales conquistados en el último siglo. En este contexto, los cambios
sustanciales para luchar contra la pobreza sólo pueden darse
confrontando, en alianza con las organizaciones políticas y sindicales y
con los movimientos sociales emancipadores, a las reformas económicas y
los ajustes estructurales que cada día producen y reproducen un mayor
empobrecimiento.
Ante el desmantelamiento de la cooperación como
política pública de solidaridad internacional, la única forma de no
perder ese sentido solidario que ha presidido las actividades de muchas
organizaciones españolas de cooperación internacional en las dos últimas
décadas es trabajar, aquí y ahora, en la formulación y puesta en
práctica de una agenda alternativa de desarrollo en la que la
cooperación solidaria se entienda como una relación social y política
igualitaria, articulada con las luchas y los movimientos sociales
emancipadores. No podemos pensar que vamos a aliviar la pobreza con lo
que nos sobra, hace falta otro programa político. Trabajando en la
construcción de alternativas solidarias que pueden contribuir a la
resistencia social frente a los procesos de empobrecimiento y, en un
futuro, a ganar fuerza para revertirlos, es decir, para cambiar de raíz
la
economía política dominante, tutelada por la dictadura de la ganancia. En eso estamos.
Miguel Romero es editor de la revista VIENTO SUR y Pedro Ramiro es coordinador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.
NOTAS.