viernes, 31 de mayo de 2013

Las ilusiones fatales de quienes propugnan ahora una salida de la Eurozona










Por Michael R. Krätke




"La frustración nacida de la estulticia de la Troika en la gestión de la crisis está tan justificada como la crítica de los errores de diseño en la construcción de la Unión Monetaria. Pero un regreso al parapeto atrincherado de las monedas nacionales no ofrece solución ninguna. Nadie debería sucumbir a la ilusión fatal de que eso permitiría poner freno a la política económica y financiera neoliberal. Al contrario. Mientras esté en vigor el Tratado de Lisboa suscrito en 2007, seguirá el baile. El error intelectual cardinal en la gestión de la crisis del euro consiste en confundir la Unión Monetaria con un recinto habilitado para la actividad económica mundialmente competitiva. Pero la disolución del euro no alteraría eso para nada. Ni pondría fin a los gravosos desequilibrios económicos entre el Norte y el Sur de la UE. Que una competición devaluatoria sacaría de la miseria a los países en crisis, es cosa que sólo los ilusos pueden llegar a creer. Los Estados golpeados no se sustraerían a la crisis, y lo poco que de ella pudieran ahorrase, no sería desde luego a cuenta de la devaluación monetaria. De los shocks monetarios que seguirían a la desintegración del euro sólo se alegrarían los especuladores internacionales de divisas."
Uno de cada dos alemanes desearía regresar al marco, mientras que en los países europeos meridionales –como Portugal y España— una mayoría quiere dar la espalda a la UE. Mejor hoy que mañana. De derecha a izquierda, desde los nacionalistas del emplazamiento territorial competitivo de la Alternativa para Alemania [AfD, por sus siglas en alemán], el antiguo senador de finanzas berlinés Thilo Sarrazin y el economista Heiner Flasbeck, hasta Oskar Lafontaine y Sarah Wagenknecht: de tal amplitud es el frente único de los partidarios de salir del euro. A Grecia, a España, a Portugal, a Italia incluso: desde el estallido de la eurocrisis a comienzos de 2011, a todos se les habría enseñado la puerta. Ahora se acumulan las voces que abogan por una Alemania sin euro o aun por una "disolución ordenada" de la moneda común. Ni que decir tiene: el malhadado rescate de Chipre ha sido la gota que ha colmado el vaso.
Ilusiones fatales
La frustración nacida de la estulticia de la Troika en la gestión de la crisis está tan justificada como la crítica de los errores de diseño en la construcción de la Unión Monetaria. Pero un regreso al parapeto atrincherado de las monedas nacionales no ofrece solución ninguna. Nadie debería sucumbir a la ilusión fatal de que eso permitiría poner freno a la política económica y financiera neoliberal. Al contrario. Mientras esté en vigor el Tratado de Lisboa suscrito en 2007, seguirá el baile. El error intelectual cardinal en la gestión de la crisis del euro consiste en confundir la Unión Monetaria con un recinto habilitado para la actividad económica mundialmente competitiva. Pero la disolución del euro no alteraría eso para nada. Ni pondría fin a los gravosos desequilibrios económicos entre el Norte y el Sur de la UE. Que una competición devaluatoria sacaría de la miseria a los países en crisis, es cosa que sólo los ilusos pueden llegar a creer. Los Estados golpeados no se sustraerían a la crisis, y lo poco que de ella pudieran ahorrase, no sería desde luego a cuenta de la devaluación monetaria. De los shocks monetarios que seguirían a la desintegración del euro sólo se alegrarían los especuladores internacionales de divisas. Los gobiernos que devaluaran su moneda un 20%, un 30% o más, tendrían que atenerse sin demasiadas sorpresas a las reacciones de los mercados financieros. Quien devalúa, es castigado con intereses y primas de riesgo más elevados. Eso debería tenerse ya por bien sabido desde la prehistoria del euro. Los países en crisis de la Eurozona, además, no se han endeudado en la propia moneda. Puesto que los patrimonios y las deudas exteriores de sus ciudadanos están denominados en euros, la devaluación no puede sino provocarles pérdidas: significa cerrar cualquier vía de escape a su actual situación de servidumbre por deuda.
El espectáculo más estupefaciente de este debate sobre la salida del euro lo ofrecen los críticos de izquierda de la gestión política hecha hasta ahora de la crisis del euro cuando se suben al carro de la "competitividad". Para los nacionalistas del emplazamiento territorial competitivo esto es lo más normal del mundo: creen en el mantra de una competitividad que depende supuestamente sólo de los costes salariales. Desgraciadamente, otros se tragan también la fabula, según la cual la fortaleza exportadora de Alemania sería indiscutiblemente (y absurdamente) atribuible a la pérdida de salario real. Conforme a eso, la culpa de las debilidades de los países en crisis la tendría un crecimiento demasiado fuerte del salario real. Puesto que los fanáticos de la austeridad cometen el mismo error intelectual, abogan por doquiera a favor de falsas reformas de estructuras: en nombre de la competividad. 
Quien, empero, aguce un poco la mirada, observará esto: en ninguna parte del mundo occidental dependen del comercio exterior tantos puestos de trabajo como en Alemania; y sin embargo, las industrias y las empresas exportadoras alemanas raramente pagan salarios bajos. Por lo general, los ingresos reales de su personal han aumentado, en vivo contraste con lo ocurrido en la evolución del promedio salarial alemán. El caso es que los exportadores alemanes tienen costes salariales por unidad producida claramente inferiores a los de sus competidores en la Eurozona. Eso es todo. Aquí se refleja la ansiada ganancia de productividad, que no se consigue precisamente con presión salarial a la baja o con salarios bajos.
Desde luego que la construcción de la Unión Monetaria adolece de errores de diseño, pero no de los errores de que parlotean los aspirantes a salir de ella. Disparidades económicas y diferencias estructurales hay en cualquier espacio monetario. Incluso en países pequeños como Holanda o Bélgica pueden observarse notables diferencias regionales. De eso no se sigue que cada provincia deba tener su propia moneda; el espacio monetario homogéneo óptimo sólo existe en los modelos económicos neoclásicos.
Recaída en la dispersión de pequeños Estados
También un país como Alemania tiene que lidiar desde hace décadas con distintos criterios económicos en distintas partes del país, lo que se equilibra con una compensación financiera intraalemana, una especie de solidaridad estatalmente organizada entre autonomías y regiones. Esa solidaridad falta en la Unión Monetaria, lo que, desde la erupción de la eurocrisis, viene corrigiéndose de modo unilateral: merced a la hegemonía alemana, toda Eurolandia ha sido metida en la camisa de fuerza de una unión de austeridad: pacto fiscal más pacto de competitividad. Hay, pues, una política económica y monetaria común: desgraciadamente, de todo punto falsa. En el camino de la política acertada, por la que abogan incluso expertos económicos alemanes, se atraviesan el miedo a la deuda y el miedo a la inflación, y naufraga por causa del egoísmo nacional. Y los alemanes, que son quienes más han podido hasta ahora beneficiarse del euro, carecen de razones para negarse a una comunidad de responsabilidades (eurobonos, o una unión de transferencias). Desde luego que un cambio de rumbo le costaría algo a la República Federal de Alemania, pero manifiestamente menos que una recaída en una dispersión de pequeños Estados promovida y dominada por el marco alemán.
Una Alemania sin el euro tendría que contar con graves quebrantos económicos. No bien de regreso el marco, los mercados de divisas lo reevaluarían, y no precisamente poco (véase más arriba). Ni siquiera la Bundesbank se alegraría demasiado con el poder recobrado. La salida del euro le echaría a perder los balances, pues habría perdido el grueso de la deuda activa que ella misma, el Estado alemán y la banca y las empresas privadas alemanas tienen en la zona euro exterior. De modo que, saliendo del euro, habrían logrado lo que precisamente se quiere evitar: una deuda pública harto mayor –de proporciones italianas o aun griegas— en la patria de los histéricos de la deuda…
Supongamos que Alemania regresara al marco y abandonara la Eurozona el próximo 1 de enero de 2014. ¿Qué pasaría entonces?
Un marco de regreso experimentaría fuertes presiones alcistas frente a los Estados que se mantuvieran en el euro o aun frente a otros que recuperaran sus monedas nacionales. El alza del marco se situaría entre el 20% y el 30%. Eso dañaría enormemente a las exportaciones alemanas: sería el final del milagro exportador. Deberían caer o los salarios o el grueso de las empresas exportadoras. En cualquier caso, el mercado laboral y la coyuntura económica interna resultarían gravemente dañadas.
La Bundesbank estaría sometida a una enorme presión, tendría que acumular pérdidas y no podría seguir contribuyendo al presupuesto federal. Al gobierno federal le quedarían dos opciones: o valorizar las reservas alemanas de oro, lo que resulta arriesgado a la vista de las fluctuaciones de precios del oro; o vincular el capital de la Bundesbank con las reservas federales. En cualquier caso, la deuda pública crecería, y no tardaría en rebasar el 100% del PIB.
La precaria situación económica de los Estados de la UE llevó a una situación en la que las exportaciones alemanas tenían que pagarse muchas veces con créditos alemanes. La deuda activa exigible por la Bundesbank, resultante del sistema Target-2, tenía el 30 de abril de 2013 un monto de 607,0 mil millones de euros: cerca de dos presupuestos federales. Si Alemania abandonara la Unión Monetaria, buena parte de ese dinero se perdería. A fin de cuentas, el euro caería drásticamente en relación con el nuevo marco alemán, lo que tendría también consecuencias para las deudas de muchos socios de la UE.
Huelga decir que los bancos privados no se sustraerían al pánico bancario: no sólo tendrían que lidiar con depreciaciones y quitas de deuda, sino que perderían de la noche a la mañana su credibilidad. La Bundesbank no podría seguir ayudándoles, lo que quiere decir que los depositantes se verían afectados: el pánico bancario sería ineluctable; el sálvese quien pueda. Lo que estaría amenazado serían ahorros y seguros de vida por valor de 3,2 billones de euros: en cualquier caso, un marco más caro les haría perder valor.

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