Por Michael R. Krätke
"La
frustración nacida de la estulticia de la Troika en la gestión de la
crisis está tan justificada como la crítica de los errores de diseño en
la construcción de la Unión Monetaria. Pero un regreso al parapeto
atrincherado de las monedas nacionales no ofrece solución ninguna.
Nadie debería sucumbir a la ilusión fatal de que eso permitiría poner
freno a la política económica y financiera neoliberal. Al contrario.
Mientras esté en vigor el Tratado de Lisboa suscrito en 2007, seguirá
el baile. El error intelectual cardinal en la gestión de la crisis del
euro consiste en confundir la Unión Monetaria con un recinto habilitado
para la actividad económica mundialmente competitiva. Pero la
disolución del euro no alteraría eso para nada. Ni pondría fin a los
gravosos desequilibrios económicos entre el Norte y el Sur de la UE.
Que una competición devaluatoria sacaría de la miseria a los países en
crisis, es cosa que sólo los ilusos pueden llegar a creer. Los Estados
golpeados no se sustraerían a la crisis, y lo poco que de ella pudieran
ahorrase, no sería desde luego a cuenta de la devaluación monetaria. De
los shocks monetarios que seguirían a la desintegración del euro sólo se alegrarían los especuladores internacionales de divisas."
Uno
de cada dos alemanes desearía regresar al marco, mientras que en los
países europeos meridionales –como Portugal y España— una mayoría quiere
dar la espalda a la UE. Mejor hoy que mañana. De derecha a izquierda,
desde los nacionalistas del emplazamiento territorial competitivo de la
Alternativa para Alemania [AfD, por sus siglas en alemán], el antiguo
senador de finanzas berlinés Thilo Sarrazin y el economista Heiner
Flasbeck, hasta Oskar Lafontaine y Sarah Wagenknecht: de tal amplitud
es el frente único de los partidarios de salir del euro. A Grecia, a
España, a Portugal, a Italia incluso: desde el estallido de la
eurocrisis a comienzos de 2011, a todos se les habría enseñado la
puerta. Ahora se acumulan las voces que abogan por una Alemania sin euro
o aun por una "disolución ordenada" de la moneda común. Ni que decir
tiene: el malhadado rescate de Chipre ha sido la gota que ha colmado el
vaso.
Ilusiones fatales
La
frustración nacida de la estulticia de la Troika en la gestión de la
crisis está tan justificada como la crítica de los errores de diseño en
la construcción de la Unión Monetaria. Pero un regreso al parapeto
atrincherado de las monedas nacionales no ofrece solución ninguna.
Nadie debería sucumbir a la ilusión fatal de que eso permitiría poner
freno a la política económica y financiera neoliberal. Al contrario.
Mientras esté en vigor el Tratado de Lisboa suscrito en 2007, seguirá
el baile. El error intelectual cardinal en la gestión de la crisis del
euro consiste en confundir la Unión Monetaria con un recinto habilitado
para la actividad económica mundialmente competitiva. Pero la
disolución del euro no alteraría eso para nada. Ni pondría fin a los
gravosos desequilibrios económicos entre el Norte y el Sur de la UE. Que
una competición devaluatoria sacaría de la miseria a los países en
crisis, es cosa que sólo los ilusos pueden llegar a creer. Los Estados
golpeados no se sustraerían a la crisis, y lo poco que de ella pudieran
ahorrase, no sería desde luego a cuenta de la devaluación monetaria.
De los shocks monetarios que seguirían a la
desintegración del euro sólo se alegrarían los especuladores
internacionales de divisas. Los gobiernos que devaluaran su moneda un
20%, un 30% o más, tendrían que atenerse sin demasiadas sorpresas a las
reacciones de los mercados financieros. Quien devalúa, es castigado
con intereses y primas de riesgo más elevados. Eso debería tenerse ya
por bien sabido desde la prehistoria del euro. Los países en crisis de
la Eurozona, además, no se han endeudado en la propia moneda. Puesto
que los patrimonios y las deudas exteriores de sus ciudadanos están
denominados en euros, la devaluación no puede sino provocarles
pérdidas: significa cerrar cualquier vía de escape a su actual
situación de servidumbre por deuda.
El
espectáculo más estupefaciente de este debate sobre la salida del euro
lo ofrecen los críticos de izquierda de la gestión política hecha hasta
ahora de la crisis del euro cuando se suben al carro de la
"competitividad". Para los nacionalistas del emplazamiento territorial
competitivo esto es lo más normal del mundo: creen en el mantra de una
competitividad que depende supuestamente sólo de los costes salariales.
Desgraciadamente, otros se tragan también la fabula, según la cual la
fortaleza exportadora de Alemania sería indiscutiblemente (y
absurdamente) atribuible a la pérdida de salario real. Conforme a eso,
la culpa de las debilidades de los países en crisis la tendría un
crecimiento demasiado fuerte del salario real. Puesto que los fanáticos
de la austeridad cometen el mismo error intelectual, abogan por
doquiera a favor de falsas reformas de estructuras: en nombre de la
competividad.
Quien,
empero, aguce un poco la mirada, observará esto: en ninguna parte del
mundo occidental dependen del comercio exterior tantos puestos de
trabajo como en Alemania; y sin embargo, las industrias y las empresas
exportadoras alemanas raramente pagan salarios bajos. Por lo general,
los ingresos reales de su personal han aumentado, en vivo contraste con
lo ocurrido en la evolución del promedio salarial alemán. El caso es
que los exportadores alemanes tienen costes salariales por unidad
producida claramente inferiores a los de sus competidores en la
Eurozona. Eso es todo. Aquí se refleja la ansiada ganancia de
productividad, que no se consigue precisamente con presión salarial a
la baja o con salarios bajos.
Desde
luego que la construcción de la Unión Monetaria adolece de errores de
diseño, pero no de los errores de que parlotean los aspirantes a salir
de ella. Disparidades económicas y diferencias estructurales hay en
cualquier espacio monetario. Incluso en países pequeños como Holanda o
Bélgica pueden observarse notables diferencias regionales. De eso no se
sigue que cada provincia deba tener su propia moneda; el espacio
monetario homogéneo óptimo sólo existe en los modelos económicos
neoclásicos.
Recaída en la dispersión de pequeños Estados
También
un país como Alemania tiene que lidiar desde hace décadas con
distintos criterios económicos en distintas partes del país, lo que se
equilibra con una compensación financiera intraalemana, una especie de
solidaridad estatalmente organizada entre autonomías y regiones. Esa
solidaridad falta en la Unión Monetaria, lo que, desde la erupción de
la eurocrisis, viene corrigiéndose de modo unilateral: merced a la
hegemonía alemana, toda Eurolandia ha sido metida en la camisa de
fuerza de una unión de austeridad: pacto fiscal más pacto de
competitividad. Hay, pues, una política económica y monetaria común:
desgraciadamente, de todo punto falsa. En el camino de la política
acertada, por la que abogan incluso expertos económicos alemanes, se
atraviesan el miedo a la deuda y el miedo a la inflación, y naufraga por
causa del egoísmo nacional. Y los alemanes, que son quienes más han
podido hasta ahora beneficiarse del euro, carecen de razones para
negarse a una comunidad de responsabilidades (eurobonos, o una unión de
transferencias). Desde luego que un cambio de rumbo le costaría algo a
la República Federal de Alemania, pero manifiestamente menos que una
recaída en una dispersión de pequeños Estados promovida y dominada por
el marco alemán.
Una
Alemania sin el euro tendría que contar con graves quebrantos
económicos. No bien de regreso el marco, los mercados de divisas lo
reevaluarían, y no precisamente poco (véase más arriba). Ni siquiera la Bundesbank
se alegraría demasiado con el poder recobrado. La salida del euro le
echaría a perder los balances, pues habría perdido el grueso de la
deuda activa que ella misma, el Estado alemán y la banca y las empresas
privadas alemanas tienen en la zona euro exterior. De modo que,
saliendo del euro, habrían logrado lo que precisamente se quiere
evitar: una deuda pública harto mayor –de proporciones italianas o aun
griegas— en la patria de los histéricos de la deuda…
Supongamos que Alemania regresara al marco y abandonara la Eurozona el próximo 1 de enero de 2014. ¿Qué pasaría entonces?
Un
marco de regreso experimentaría fuertes presiones alcistas frente a
los Estados que se mantuvieran en el euro o aun frente a otros que
recuperaran sus monedas nacionales. El alza del marco se situaría entre
el 20% y el 30%. Eso dañaría enormemente a las exportaciones alemanas:
sería el final del milagro exportador. Deberían caer o los salarios o
el grueso de las empresas exportadoras. En cualquier caso, el mercado
laboral y la coyuntura económica interna resultarían gravemente
dañadas.
La Bundesbank
estaría sometida a una enorme presión, tendría que acumular pérdidas y
no podría seguir contribuyendo al presupuesto federal. Al gobierno
federal le quedarían dos opciones: o valorizar las reservas alemanas de
oro, lo que resulta arriesgado a la vista de las fluctuaciones de
precios del oro; o vincular el capital de la Bundesbank con las reservas federales. En cualquier caso, la deuda pública crecería, y no tardaría en rebasar el 100% del PIB.
La
precaria situación económica de los Estados de la UE llevó a una
situación en la que las exportaciones alemanas tenían que pagarse muchas
veces con créditos alemanes. La deuda activa exigible por la Bundesbank,
resultante del sistema Target-2, tenía el 30 de abril de 2013 un monto
de 607,0 mil millones de euros: cerca de dos presupuestos federales.
Si Alemania abandonara la Unión Monetaria, buena parte de ese dinero se
perdería. A fin de cuentas, el euro caería drásticamente en relación
con el nuevo marco alemán, lo que tendría también consecuencias para
las deudas de muchos socios de la UE.
Huelga
decir que los bancos privados no se sustraerían al pánico bancario: no
sólo tendrían que lidiar con depreciaciones y quitas de deuda, sino
que perderían de la noche a la mañana su credibilidad. La Bundesbank
no podría seguir ayudándoles, lo que quiere decir que los depositantes
se verían afectados: el pánico bancario sería ineluctable; el sálvese
quien pueda. Lo que estaría amenazado serían ahorros y seguros de vida
por valor de 3,2 billones de euros: en cualquier caso, un marco más
caro les haría perder valor.
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