Por Simon Johnson
Project Syndicate
La reciente polémica sobre la gobernanza en JPMorgan Chase esconde otro asunto mucho más importante. Independientemente del logro de Jamie Dimon al conservar su doble papel como director general y presidente del Consejo de Administración, el fracaso principal claro es el papel que ha tenido el propio Consejo –problema que afecta a casi todos los megabancos del mundo.
Esto es irrefutable en el caso de JPMorgan Chase. El informe de la reciente investigación bipartidista encabezada
por los senadores estadounidenses, Carl Levin y John McCain, sobre el
perverso comercio de derivados (el “London Whale”), es tan solo un
ejemplo. También está la larga lista de quejas y demandas judiciales que
ahora encara la firma. Le costará trabajo a JPMorgan Chase recuperar
pronto su reputación.
Pero
el problema es mucho más grande: ningún megabanco global tiene un
Consejo que funcione bien. Sus miembros se doblegan ante los directores
generales, no examinan minuciosamente las decisiones de gestión y en muy
pocas ocasiones autorizan solicitudes de indemnizaciones.
Los
consejos de administración de los bancos grandes son negligentes por
tres razones principales: Primero y más importante, no hay control de
los mercados sobre los bancos más grandes. Uno no puede crear una
participación significativa y después usarla para presionar a los
consejos –sin mencionar una adquisición hostil. El caso de “London
Whale” es un ejemplo. La presión sobre JPMorgan Chase fue totalmente
inconsecuente –nada relevante va a cambiar.
Esto
se debe sobre todo porque los reguladores –a pesar de lo que puedan
decir– protegen eficazmente a los megabancos de la disciplina del
mercado. La “importancia sistemática” se ha convertido en una excusa
para mantener impenetrables las barreras de acceso (otra razón por la
que los ejecutivos quieren que se considere a sus firmas como demasiado
grandes como para fracasar).
Segundo,
gran parte de los miembros de los consejos carecen de los conocimientos
especializados pertinentes. ¿Quién dentro del actual Consejo de
JPMorgan o Citigroup tiene verdadera experiencia en dirigir una enorme y
compleja operación financiera (que hará que estas compañías quiebren o
continúen en la siguiente década)? ¿Quién de ellos sabe de riesgos
macroeconómicos, no en términos de las trivialidades de mantener
consenso, sino de los riesgos de cola –los eventos de baja probabilidad,
pero de alto impacto– que siempre acompañan las crisis financieras?
Los
miembros de consejos de administración sin conocimientos
especializados no plantean preguntas difíciles. Además, cinco años
después de la crisis financiera más grande que haya habido en casi
ochenta años, se pueden contar con los dedos de una mano los miembros
del consejo que han tenido conocimientos especializados –en todos los
bancos.
En consecuencia,
los altos directivos de los megabancos no tienen prisa por acabar con la
fuerte opacidad de los riesgos que toman como para permitir un
escrutinio eficaz. Esto ayuda a mantener la discreción de las
actividades de los miembros del consejo –y les da una excusa conveniente
por no entender bien a bien cómo funciona la compañía.
La
gobernanza efectiva es posible mediante distintos acuerdos formales.
En principio, un director general externo puede ser igual de efectivo
que un presidente independiente –apreciación válida que se ha expresado
en las últimas semanas.
¿No
obstante, cuál de los enormes conglomerados bancarios tiene ahora un
director así? ¿En cuál consejo los miembros están dispuestos a
contradecir a los directores generales? Con seguridad, ese no ha sido el
caso de JPMorgan Chase en los últimos meses.
Finalmente,
los reguladores también se han mostrado sumisos ante los directores
generales de los megabancos. Los reguladores tienen el poder de exigir
una mayor influencia de los consejos –o al menos que sean efectivos. Por
ejemplo, podrían establecer requisitos más estrictos en cuanto a la
especialización y títulos para director bancario (en el caso de los
Estados Unidos los requisitos no son serios). En cambio, los reguladores
se quedan de brazos cruzados mientras los consejos de los bancos
continúan siendo clubes eternos en los que la membresía no se considera
más que una distinción social.
Los
reguladores lo consienten porque tienen temor. Su temor tiene que ver
sobre todo con la idea de que si exigen mucho de la gobernanza bancaria
esto de algún modo perturbará el flujo de crédito. Es un temor tonto y
sin fundamentos, pero así es como piensan y actúan los reguladores –en
un estado de constante ansiedad irracional.
Los
bancos en cuestión son tan grandes y tan importantes para el
funcionamiento de las economías que cada uno de ellos es demasiado
grande como para regular. Siempre que grupos pequeños de individuos
adquieren un gran poder relativo al Estado y a todos nosotros, los
grandes problemas surgen. El poder corrompe, y el poder financiero
también corrompe el sistema financiero.
Los
bancos más grandes estuvieron mal administrados en los años previos a
la crisis de 2008 –lo que mostró una combinación tóxica de arrogancia,
incompetencia y apalancamiento excesivo– y sus problemas de gobernanza
actuales son peores que en 2005 o 2007. A la crisis de 2008 le siguió
una dura y larga recesión; no deberíamos prever un escenario distinto
ahora.
Simon Johnson, ex economista jefe del FMI, es profesor en el MIT Sloan, investigador principal en el Instituto Peterson de Economía Internacional.
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