jueves, 16 de enero de 2014

La guerra contra la pobreza

  

 

Por Paul Krugman*

EL PAIS

 

El estancamiento de los salarios es la razón por la que la pobreza resulta tan difícil de erradicar

 Han transcurrido 50 años desde que Lyndon Johnson declaró la guerra a la pobreza. Y ha sucedido algo curioso mientras se acercaba este aniversario. De repente, o eso parece, los progresistas han dejado de pedir disculpas por sus esfuerzos en defensa de los pobres y, en vez de eso, han empezado a proclamarlos a los cuatro vientos. Y los conservadores se han puesto a la defensiva.

No era esto lo que se esperaba. Durante mucho tiempo, todo el mundo sabía —o, para ser más exactos, “sabía”— que la guerra contra la pobreza era un lamentable fracaso. Y se sabía por qué: era culpa de los propios pobres. Pero eso que todo el mundo sabía no era cierto, y los ciudadanos parecen haberse dado cuenta.
La historia era esta: los programas contra la pobreza no habían logrado reducirla porque la pobreza en Estados Unidos era en esencia un problema social; un problema relacionado con las familias rotas, la delincuencia y una cultura de la dependencia que las ayudas públicas no hacían más que agravar. Y como todo el mundo se creía esta historia, despotricar contra los pobres era una buena política, acogida con entusiasmo por los republicanos y también por algunos demócratas.

Pero esta imagen de la pobreza, que podía tener algo de cierta en la década de 1970, no guarda ningún parecido con cualquier cosa que haya sucedido desde entonces.
 Por un lado, la guerra contra la pobreza ha logrado de hecho muchas cosas. Es verdad que la medida estándar de pobreza no se ha reducido mucho. Pero esta medida no incluye el valor de algunos programas públicos cruciales como los vales para alimentos y las desgravaciones fiscales. Si se tienen en cuenta estos programas, los datos muestran una disminución considerable de la pobreza y una reducción mucho mayor de la pobreza extrema. Hay otra prueba que también apunta a una importante mejora en la vida de los pobres de EE UU: los estadounidenses con pocos ingresos están mucho más sanos y mejor alimentados que en la década de 1960.

Además, hay pruebas sólidas de que los programas contra la pobreza tienen beneficios a largo plazo, tanto para los receptores como para el país en general. Por ejemplo, los niños que han tenido acceso a los vales para alimentos están más sanos y tienen ingresos más altos cuando son mayores que aquellos que no lo han tenido.
Y aunque los avances frente a la pobreza hayan sido, a pesar de todo, decepcionantemente lentos —cosa que es cierta—, la culpa no la tienen los pobres, sino un mercado laboral cambiante que ya no ofrece buenos salarios a los trabajadores corrientes. Antes los sueldos subían a la par que la productividad del trabajador, pero esa relación dejó de existir a finales de la década de 1980. La tercera parte más desfavorecida de la mano de obra estadounidense ha conocido poco o ningún aumento de los salarios en función de la inflación desde principios de la década de 1970; la tercera parte más desfavorecida de los hombres trabajadores ha sufrido una reducción considerable de su sueldo. Este estancamiento de los salarios, y no el deterioro social, es la razón por la que la pobreza resulta tan difícil de erradicar.
O por decirlo de otra manera, el problema de la pobreza se ha convertido en parte de un problema más general de aumento de la desigualdad salarial, de una economía en la que todos los frutos del crecimiento parecen ir a parar a manos de una pequeña élite, mientras los demás se quedan atrás.

¿Y cómo debemos responder a esta realidad?
La postura conservadora es, en esencia, que no debemos responder. Los conservadores comparten la opinión de que la Administración siempre es el problema, nunca la solución; tratan a cada beneficiario de un programa de la seguridad social como si fuera “un rey de las subvenciones que conduce un Cadillac”. ¿Y por qué no? Después de todo, durante décadas, esta postura ha sido una apuesta política segura, porque los estadounidenses de clase media consideraban las “subvenciones” algo que “esa gente” recibía, y ellos, no.

Pero eso era antes. A estas alturas, el ascenso del 1% a expensas del resto es tan evidente que ya no es posible poner fin a cualquier debate sobre el aumento de la desigualdad con gritos de “guerra de clases”. Mientras tanto, estos tiempos difíciles han obligado a muchos estadounidenses a recurrir a los programas de la seguridad social. Y cuando los conservadores han respondido calificando a una fracción cada vez mayor de la población de “interesada” y moralmente indigna —una cuarta parte, un tercio, el 47%, lo que sea— han dado una imagen cruel y miserable de sí mismos.
Se puede ver la nueva dinámica política en acción en la lucha sobre las ayudas a los parados. Los republicanos siguen oponiéndose a que se amplíen las prestaciones, a pesar del elevado paro a largo plazo. Pero resulta revelador el hecho de que han cambiado de argumento. De repente, ya no se trata de obligar a esos vagabundos perezosos a encontrar trabajo; se trata de responsabilidad fiscal. Y nadie se cree ni una palabra.
 Entretanto, los progresistas han tomado la ofensiva. Han decidido que la desigualdad es una apuesta política segura. Consideran que los programas antipobreza como los vales para alimentos, Medicaid y las desgravaciones fiscales son un éxito, iniciativas que han ayudado a los estadounidenses necesitados —especialmente durante la crisis que empezó en 2007— y que deben ampliarse. Y si estos programas llegan a un número cada vez mayor de estadounidenses, en vez de dirigirse específicamente a los pobres, ¿qué más da?
 Así que ya ven: en su 50º aniversario, la guerra contra la pobreza ya no parece un fracaso. Más bien parece un ejemplo para un movimiento progresista en auge y cada vez más seguro de sí mismo.


 Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008. *

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