Por Paul Krugman*
EL PAIS
El estancamiento de los salarios es la razón por la que la pobreza resulta tan difícil de erradicar
Han transcurrido 50 años desde que Lyndon Johnson declaró la guerra a la pobreza. Y ha sucedido algo curioso mientras se acercaba este aniversario. De repente, o eso parece, los progresistas han dejado de pedir disculpas por sus esfuerzos en defensa de los pobres y, en vez de eso, han empezado a proclamarlos a los cuatro vientos. Y los conservadores se han puesto a la defensiva.
No era esto lo que se esperaba. Durante mucho tiempo, todo el mundo
sabía —o, para ser más exactos, “sabía”— que la guerra contra la pobreza
era un lamentable fracaso. Y se sabía por qué: era culpa de los propios
pobres. Pero eso que todo el mundo sabía no era cierto, y los
ciudadanos parecen haberse dado cuenta.
La historia era esta: los programas contra la pobreza no habían
logrado reducirla porque la pobreza en Estados Unidos era en esencia un
problema social; un problema relacionado con las familias rotas, la
delincuencia y una cultura de la dependencia que las ayudas públicas no
hacían más que agravar. Y como todo el mundo se creía esta historia,
despotricar contra los pobres era una buena política, acogida con
entusiasmo por los republicanos y también por algunos demócratas.
Pero esta imagen de la pobreza, que podía tener algo de cierta en la
década de 1970, no guarda ningún parecido con cualquier cosa que haya
sucedido desde entonces.
Por un lado, la guerra contra la pobreza ha logrado de hecho muchas
cosas. Es verdad que la medida estándar de pobreza no se ha reducido
mucho. Pero esta medida no incluye el valor de algunos programas
públicos cruciales como los vales para alimentos y las desgravaciones
fiscales. Si se tienen en cuenta estos programas, los datos muestran una
disminución considerable de la pobreza y una reducción mucho mayor de
la pobreza extrema. Hay otra prueba que también apunta a una importante
mejora en la vida de los pobres de EE UU: los estadounidenses con pocos
ingresos están mucho más sanos y mejor alimentados que en la década de
1960.
Además, hay pruebas sólidas de que los programas contra la pobreza
tienen beneficios a largo plazo, tanto para los receptores como para el
país en general. Por ejemplo, los niños que han tenido acceso a los
vales para alimentos están más sanos y tienen ingresos más altos cuando
son mayores que aquellos que no lo han tenido.
Y aunque los avances frente a la pobreza hayan sido, a pesar de todo,
decepcionantemente lentos —cosa que es cierta—, la culpa no la tienen
los pobres, sino un mercado laboral cambiante que ya no ofrece buenos
salarios a los trabajadores corrientes. Antes los sueldos subían a la
par que la productividad del trabajador, pero esa relación dejó de
existir a finales de la década de 1980. La tercera parte más
desfavorecida de la mano de obra estadounidense ha conocido poco o
ningún aumento de los salarios en función de la inflación desde
principios de la década de 1970; la tercera parte más desfavorecida de
los hombres trabajadores ha sufrido una reducción considerable de su
sueldo. Este estancamiento de los salarios, y no el deterioro social, es
la razón por la que la pobreza resulta tan difícil de erradicar.
O por decirlo de otra manera, el problema de la pobreza se ha
convertido en parte de un problema más general de aumento de la
desigualdad salarial, de una economía en la que todos los frutos del
crecimiento parecen ir a parar a manos de una pequeña élite, mientras
los demás se quedan atrás.
¿Y cómo debemos responder a esta realidad?
La postura conservadora es, en esencia, que no debemos responder. Los
conservadores comparten la opinión de que la Administración siempre es
el problema, nunca la solución; tratan a cada beneficiario de un
programa de la seguridad social como si fuera “un rey de las
subvenciones que conduce un Cadillac”. ¿Y por qué no? Después de todo,
durante décadas, esta postura ha sido una apuesta política segura,
porque los estadounidenses de clase media consideraban las
“subvenciones” algo que “esa gente” recibía, y ellos, no.
Pero eso era antes. A estas alturas, el ascenso del 1% a expensas del
resto es tan evidente que ya no es posible poner fin a cualquier debate
sobre el aumento de la desigualdad con gritos de “guerra de clases”.
Mientras tanto, estos tiempos difíciles han obligado a muchos
estadounidenses a recurrir a los programas de la seguridad social. Y
cuando los conservadores han respondido calificando a una fracción cada
vez mayor de la población de “interesada” y moralmente indigna —una
cuarta parte, un tercio, el 47%, lo que sea— han dado una imagen cruel y
miserable de sí mismos.
Se puede ver la nueva dinámica política en acción en la lucha sobre
las ayudas a los parados. Los republicanos siguen oponiéndose a que se
amplíen las prestaciones, a pesar del elevado paro a largo plazo. Pero
resulta revelador el hecho de que han cambiado de argumento. De repente,
ya no se trata de obligar a esos vagabundos perezosos a encontrar
trabajo; se trata de responsabilidad fiscal. Y nadie se cree ni una
palabra.
Entretanto, los progresistas han tomado la ofensiva. Han decidido que la
desigualdad es una apuesta política segura. Consideran que los
programas antipobreza como los vales para alimentos, Medicaid y las
desgravaciones fiscales son un éxito, iniciativas que han ayudado a los
estadounidenses necesitados —especialmente durante la crisis que empezó
en 2007— y que deben ampliarse. Y si estos programas llegan a un número
cada vez mayor de estadounidenses, en vez de dirigirse específicamente a
los pobres, ¿qué más da?
Así que ya ven: en su 50º aniversario, la guerra contra la pobreza ya no
parece un fracaso. Más bien parece un ejemplo para un movimiento
progresista en auge y cada vez más seguro de sí mismo.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008. *
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