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domingo, 28 de agosto de 2016

Europa: reforma o divorcio

Si los líderes europeos no toman decisiones los votantes lo harán por ellos; y puede que no les guste



Por Joseph Stiglitz *








Decir que la eurozona no ha tenido una buena actuación desde la crisis del año 2008 es una expresión eufemística que se queda corta. Los países miembros de la eurozona han tenido una mala actuación en comparación con los que, dentro de la Unión, no han adoptado la moneda única, y aún peor que el de EE UU, el epicentro de la crisis.
Los países de la eurozona que peor lo han hecho se encuentran sumidos en una depresión o en una recesión profunda. En muchos sentidos, la economía en dichos países —piensen, por ejemplo, en lo que ocurre en Grecia— se encuentra en peor situación que la que sufrieron las economías durante la Gran Depresión de la década de 1930. Mientras los miembros de la eurozona con los mejores resultados, por ejemplo, Alemania, parecen estar en una buena situación, pero sólo cuando se los compara con los demás; por si fuera poco, el modelo de crecimiento de estos países se fundamenta parcialmente en políticas que empobrecen al vecino, mediante las cuales el éxito llega a expensas de los países que otrora se consideraron como "socios".
Se han propuesto cuatro tipos de explicaciones para comprender este estado de las cosas. A Alemania le gusta culpar a la víctima, y apunta con el dedo en dirección del despilfarro de Grecia, así como hacia la deuda y los déficits del resto de los países. Sin embargo, estas acusaciones ponen el carro delante de los bueyes: España e Irlanda tenían excedentes y bajos ratios de deuda sobre PIB antes de la crisis del euro. Por lo tanto, fue la crisis la que causó los déficit y las deudas, y no al revés.
El fetichismo relativo a los déficit es, sin lugar a dudas, causante de parte de los problemas que enfrenta Europa. También Finlandia ha estado atravesando problemas para adaptarse a múltiples shocks. Su PIB en 2015 fue un 5,5% menor que su máximo en 2008.


Otros críticos pertenecientes al grupo de los que "culpabilizan a la víctima" citan al Estado de bienestar y a la excesiva protección del mercado laboral como causas del malestar de la eurozona. Sin embargo, algunos de los países con mejores resultados de Europa, como son Suecia y Noruega, tienen robustos sistemas públicos y cuentan con fuertes medidas de protección de sus mercados de trabajo.
A muchos de los países que ahora tienen economías debilitadas les iba muy bien antes de la introducción del euro; iban creciendo por encima de la media europea. Su descenso no se produjo a consecuencia de un cambio repentino en sus leyes laborales, o debido a que les sobrevino una epidemia de pereza. Lo que sí cambió fue la moneda.
El segundo tipo de explicación se resume en el deseo de que Europa tenga mejores líderes: hombres y mujeres que comprendan mejor la economía y con capacidad para implementar mejores políticas. Sin lugar a dudas, las políticas erróneas han empeorado las cosas —sin embargo, no sólo se debe echar la culpa a las políticas de austeridad, sino también a las denominadas reformas estructurales que ensancharon la desigualdad y, por lo tanto, debilitaron aún más la demanda total y el crecimiento potencial.
No obstante, la eurozona se constituyó por un acuerdo político, y era inevitable que la voz de Alemania resonase con mayor fuerza. Cualquier persona que hubiese negociado con los que decidieron las políticas alemanas los 30 años anteriores a la adopción del euro deberían haber sabido de antemano el resultado. Lo más importante que se debe puntualizar es que, dadas las herramientas disponibles hoy en día, ni el más brillante zar de la economía podría haber logrado que la eurozona prosperase.
El tercer conjunto de razones causantes de los malos resultados de la eurozona llevan a una crítica más amplia procedente de la derecha, que se centra en reprochar la propensión que tienen los eurócratas por favorecer normativas que inhiben la innovación. Esta crítica tampoco da en el blanco. Los eurócratas, de la misma forma que las leyes laborales o el Estado de Bienestar, no cambiaron repentinamente en 1999, año en el que se creó el sistema de tipos de cambio fijos, o en 2008, el año en el que se inició la crisis.
En un plano más fundamental, hay que considerar los niveles de calidad de vida. Cualquiera que niegue cuán mejor estamos todos en Occidente con nuestro aire y nuestra agua (que son sofocantemente limpios), debería visitar Pekín.
Esto nos lleva a considerar la cuarta explicación: el euro tiene un mayor nivel de culpabilidad del que se puede atribuir a las políticas y a las estructuras de cada país de manera individual. El euro venía viciado de errores desde su génesis. Ni siquiera los mejores políticos podrían haber logrado que el euro funcionase. La estructura de la eurozona impuso la clase de rigidez que se asocia con el patrón oro. La moneda única despojó a los miembros de la eurozona del más importante mecanismo de ajuste —el tipo de cambio— y fue la eurozona la que circunscribió la política monetaria y la política fiscal.
En respuesta a los shocks asimétricos y a las divergencias en la productividad, tendrían que haberse constituido ajustes en el tipo de cambio real (ajustado por la inflación), lo que significa que los precios en la periferia de la eurozona tendrían que haber caído con relación a los de Alemania y del norte de Europa. Pero, ya que Alemania tiene una posición inflexible con relación a la inflación —y sus precios se han estancado— el ajuste sólo podía lograrse a través de una desgarradora deflación en otros lugares. Típicamente, esto se traduce en un nivel doloroso de desempleo y en el debilitamiento de los sindicatos; los países más pobres de la eurozona, y especialmente los trabajadores dentro de ellos, se llevaron la peor parte de la carga del ajuste. Por lo tanto, esta fue la razón por la que el plan para estimular la convergencia entre los países de la eurozona fracasó rotundamente, haciendo que crezcan las disparidades entre y dentro de los Estados.
Este sistema no puede y no va a funcionar a largo plazo: las políticas democráticas garantizan su fracaso. El euro sólo puede funcionar si se cambian las reglas e instituciones de la eurozona. Esto requerirá siete modificaciones:
  • Abandonar los criterios de convergencia, que exigen que los déficit sean inferiores al 3% del PIB;
  • Sustituir la austeridad con una estrategia de crecimiento, que deberá estar apoyada por un fondo de solidaridad para la estabilización;
  • Desmantelar un sistema propenso a atravesar crisis mediante el cual los países se ven obligados a tomar préstamos en una moneda que no está bajo su control, y fundamentarse, en cambio, en los eurobonos o en algún otro mecanismo similar;
  • Compartir de mejor manera la carga durante el ajuste, haciendo que los países que en la actualidad tienen excedentes de cuenta corriente se comprometan a elevar los salarios y aumentar el gasto fiscal, garantizando de dicha manera que sus precios aumenten más rápido que los precios en los países con déficit de cuenta corriente;
  • Cambiar el mandato del Banco Central Europeo, que en la actualidad se centra sólo en la inflación, a diferencia del mandato que tiene la Reserva Federal estadounidense, entidad que tiene también en cuenta el empleo, el crecimiento y la estabilidad;
  • Establecer un seguro de depósitos común, que evitaría la fuga de dinero desde los países que tienen resultados deficientes, así como otros elementos constituyentes de una "unión bancaria";
  • Alentar, en lugar de prohibir, las políticas industriales diseñadas para garantizar que los países rezagados de la eurozona puedan ponerse al día y alcanzar a los países líderes de dicha zona.
Desde una perspectiva económica, estos cambios son pequeños; sin embargo, los actuales líderes de la eurozona puede que carezcan de la voluntad política necesaria para llevarlos a cabo. Eso no cambia el hecho fundamental de que la actual situación de medias tintas sea insostenible. Un sistema destinado a promover la prosperidad y el progreso de la integración ha tenido el efecto contrario. Un divorcio amistoso sería una mejor solución que el actual estancamiento.
Por supuesto, todo divorcio es costoso; pero, enmarañarse más sería aún más costoso. Como ya hemos visto este verano en el Reino Unido, si los líderes europeos no pueden o no toman las decisiones difíciles, los votantes europeos serán quienes las tomen en su lugar, y puede que no les satisfaga el resultado.


Joseph E. Stiglitz es premio Nobel de economía, profesor universitario de la Universidad de Columbia y economista jefe de la Institución Roosevelt. Su libro más reciente es The Euro: How a Common Currency Threatens the Future of Europe.


Traducido del inglés por Rocío Barrientos.

Project Syndicate



Fuente; El Pais

lunes, 24 de junio de 2013

Totalitarismo financiero






Por Max Haiven
ATTAC



A finales de mayo se reveló que el nuevo proyecto de ley que regula el sector bancario y financiero, a todos los efectos prácticos, había sido elaborado por Citigroup. Esto es lo último de una larga lista de lo que solo puede llamarse corrupción legalizada en los más altos niveles del poder del Estado, lo que no ha conducido en última instancia a ninguna política o cambio legal significativos a raíz de la crisis financiera de 2008. Los ávidos lectores del intrépido periodista Matt Taibbi de “Rolling Stones” y otros, no pueden evitar sentirse asqueados y agredidos moralmente por la impunidad y la arrogancia de las élites financieras, aunque los astutos estudiantes de historia destacarán los momentos previos a la conquista del poder y toda la influencia por parte de la élite financiera, que ha extendido una negra sombra siniestra sobre la economía, la política y la sociedad.
Totalitarismo no es un término inadecuado y no solo porque el ámbito financiero cuente con tal cantidad de riqueza y poder. El término fue acuñado por el dictador fascista italiano Benito Mussolini para exaltar el sistema que creó, basado en una ideología excluyente que dominaba y controlaba todos los aspectos de la vida de los ciudadanos. El Estado fascista despiadado y autocrático no solo domina totalmente la economía y la política, sino que también trata de transformar la vida social y la cultura de la nación para convertirla en una forma de vida totalitaria. Aunque no exista una pomposa figura decorativa fascista, sí podemos ver el enorme poder del sector financiero con su forma totalitaria desorganizada ad-hoc, y como ese poder financiero y su pensamiento único extienden cada vez más su mancha sobre el tejido social. Y al igual que los totalitarismos históricos, la “financiarización” de la vida está en última instancia destinada al beneficio de una pequeña minoría, en detrimento de todos los demás.
El término “financiarización” generalmente se refiere a la superposición de dos procesos económicos. En primer lugar, señala la forma en que una parte cada vez mayor de la riqueza de una nación está ligada o representada por el sector financiero (generalmente conocido como FIRE, de Finanza, Seguros y Bienes Raíces, en sus siglas en inglés) de ahí la enorme influencia del sector financiero en empresas, gobiernos e individuos. El lucro financiero representa en EE.UU. el 8,40% del ingreso nacional, lo que hace que este sector sea una de las mayores “industrias” del país. El 10% más rico de la población posee el 88% de todos los activos financieros (que han creado la depresión en que nos encontramos) y aproximadamente el 40% de toda la riqueza del país está en manos del 1% de la población, mientras el patrimonio neto promedio del 40% más pobre es de -$10.000 ($10.000 de deuda media) y hasta – $15.000 si se excluye la garantía hipotecaria. La financiarización significa el aumento del poder de la banca, de los fondos buitre, de las firmas de capital privado y otros sectores financieros, y la vía de acumulación e incremento de riqueza y poder del 1% de la población.
Pero la financiarización también se refiere a la forma en que los objetivos financieros, las ideas y las prácticas comienzan a moldear e influir en los actores económicos, fuera del sector financiero y más allá del mismo. Así, por ejemplo, cada vez más empresarios no se ven a sí mismos como productores de bienes y servicios (por no hablar de su calidad humana como patronos o como simples miembros de la comunidad), sino más bien como vehículos para la especulación financiera. Gracias a la llamada “revolución del valor para los accionistas” que vio cómo los “activistas” financieros tomaron el control de la gobernanza corporativa en la década de 1990 y principios de la de 2000, la mayoría de las empresas que cotizan en bolsa no han orientado sus operaciones a la obtención de un lucro estable y seguro, sino a operaciones arriesgadas a corto plazo. El resultado de esto, básicamente, es que las empresas no financieras (desde las más importantes en el campo de la alimentación hasta las tecnológicas) están obsesionadas con la innovación y la eficiencia, conseguida a base del despido de trabajadores, la deslocalización, las subcontratas de parte del trabajo, la práctica de la contabilidad de riesgo y la “ingeniería” financiera. El mundo corporativo se financiariza cada vez más, se obsesiona buscando la forma de exprimir al máximo a los consumidores y a los trabajadores para sacarles la mayor cantidad de dinero posible, mientras se muestra cada vez más insensible a la destrucción ecológica, las consecuencias para la comunidad y hasta la existencia a la largo plazo de la propia empresa.
Tal vez los ejemplos más egregios de esto se observen en las empresas de capital riesgo (como la de Mitt Romney, Bain Capital), especializadas en comprar empresas en graves dificultades, reducir plantillas y salarios sin contemplaciones y finalmente deslocalizarlas, vendiendo o subcontratando partes de la infraestructura empresarial. Una vez “ahogados los gatitos”, (como dijo un magnate de los medios de comunicación canadienses convertido en Lord británico primero y finalmente en el presidario Conrad Black, refiriéndose a los recortes que había llevado a cabo cada vez que engullía un nuevo periódico) las compañías de capital privado venden las empresas una vez “racionalizadas” con un lucro inmenso. Pero incluso las empresas que no tienen problemas se ven obligadas por los accionistas, los tenedores de bonos y los bancos a abrazar la austera mentalidad de la financiarización, que ve el mundo como un conjunto de riesgos y oportunidades que se pueden aprovechar para obtener un lucro especulativo.
La financiarización, por supuesto, también presenta una volatilidad sin precedentes, así como una gran incertidumbre en los mercados financieros y va dejando profundamente marcados los puntos de sutura en el tejido de la vida cotidiana. La financiarización se define también por las formas cada vez más alambicadas, intrincadas y clandestinas con que una subclase especializada de magos financieros deconstruye activos financieros para modificar su exposición a diferentes niveles de riesgo, y vuelve a reconstruirlos a continuación para volver a ensamblarlos o titularizarlos incluyendo fragmentos de participaciones financieras. Estos y otros activos financieros, incluyendo elementos tan dispares como apuestas especulativas sobre las tasas de cambio, bonos del estado o precios de los alimentos, que pueden arruinar toda la economía, circulan por el imperio transnacional computerizado de los mercados interconectados, donde la mayoría de las transacciones están automatizadas y se realizan a tan mareante velocidad que constituyen un poder en sí mismo.
Pero la financiarización significa algo todavía más profundo que esto. Resulta fácil quedar atrapado en las horripilantes dimensiones económicas del poder de las finanzas, pero también es necesario entender la dimensión política, social y, sobre todo, los aspectos culturales de este proceso. La financiarización no es solo algo que se nos impone exclusivamente “desde arriba” por la petulante casta de los banqueros y los despiadados gestores de fondos de capital privado. Es también algo que depende de todos nosotros en nuestras relaciones financieras de cada día. Y para cambiar esta situación, es necesario no solo derrocar a los oligarcas financieros, sino también cambiar todas las relaciones cotidianas.
Como hemos visto en el ejemplo de Citigruop, que ha redactado la política financiera del gobierno federal, la financiarización es un proceso político, una gran parte del cual se caracteriza por la repugnante influencia incestuosa del sector financiero en todos los niveles del gobierno. A estas alturas es bien sabido que la gran mayoría de los reguladores, a todos los niveles del poder federal, así como los burócratas económicos de todo el mundo, son ex empleados y ex consultores de empresas financieras. El mundo financiero es tan esotérico y oculto (afirma la élite financiera) que resulta demasiado complejo para ser comprendido por simples mortales como nosotros, ya que para ello es necesario disponer de la puerta giratoria entre Goldman-Sachs y el Tesoro. Podríamos añadir a esto el hecho de que la mayoría de las naciones de la tierra (y cada vez más la mayoría de los estados, provincias, ciudades, a veces hasta juntas escolares, universidades, hospitales y otras obras de infraestructura “pública”), suman miles de millones de dólares de deuda contraída con las principales instituciones financieras mundiales, lo que significa que estos bancos e instituciones financieras tienen un enorme poder sobre la política de los gobiernos. Y utilizan su influencia para obligar a estos a actuar prácticamente como corporaciones financieras: reducción de empleos, privatización o cobro de servicios, adentrándose cada vez más en formas peligrosas de apalancamiento financiero.
Si los gobiernos, grandes y pequeños, no pueden demostrar que son buenos administradores financieros, les puede resultar difícil o imposible obtener los préstamos suficientes para pagar los gastos. Ya estamos viendo muchas ciudades que se han declarado en quiebra, no por falta de productividad de su economía o por derroches económicos, sino porque simplemente no pueden mantenerse al día en el pago de los intereses de los préstamos que se han visto obligados a pedir, ya que tras 40 años de revolución neoliberal del libre marcado, los gobiernos han reducido los impuestos (especialmente a las empresas) hasta tal punto que ahora deben pedir prestado el dinero que en otros tiempos, por exacción fiscal, era del Estado, es decir nuestro. A esto podríamos añadir el círculo vicioso en el que el sector financiero moviliza y ejerce su poder e influencia para obligar a los gobiernos a relajar o eliminar la regulación y la supervisión de su mundo. Esa desregulación es precisamente la que llevó a las condiciones en que las hipotecas subprime fuera de control, brotaron como setas (venenosas). Durante los últimos 30 años los gobiernos se vieron obligados, o convencidos, a relajar primero y a tirar por la alcantarilla después, la supervisión del sector financiero y los mercados hipotecarios. El resto es historia, pero nos lleva al siguiente punto, y es que la financiarización también contiene un proyecto social. Es algo que se mueve en el nivel sociológico también. Así por ejemplo, desde la Segunda Guerra Mundial la propiedad de la vivienda se ha considerado como el factor característico de pertenencia a la clase media en los países más desarrollados. Anteriormente los gobiernos han tratado de ayudar a los propietarios de diversas formas, entre ellas la construcción de vivienda pública o la creación de empresas mixtas de capital público-privado que esencialmente ayudaban a mitigar el riesgo de los préstamos bancarios a los futuros propietarios. Lo primero que deberíamos tener en cuenta sobre este tema es que esencialmente se piensa en una necesidad humana básica, que es la vivienda como refugio, como albergue, como hogar, antes que una mercancía. Y después no solo se anima a las personas a comprar casas como el medio de protección y seguridad que eran, sino que cada vez más y sobre todo a partir de la década de 1970, las fuerzas del mercado presionan sobre la compra de vivienda como inversión, a lo que animan también los gobiernos y (por supuesto) las entidades financieras, que dicen que la vivienda es un bien en constate revalorización. Y recientemente las casas empezaron a ser consideradas como dinero en efectivo o acciones, lo que significa que en caso de vacas flacas se podrían pedir préstamos avalados por el valor de las viviendas (lo mismo para comprar un coche, pagarse una carrera universitaria o dar la entrada para la vivienda de los hijos, etc.). Esto forma parte de un cambio más amplio que nos lleva a todos a vernos a nosotros mismos como entidades financieras individuales o financieros en miniatura.
Con el auge de las políticas económicas neoliberales orientadas al “libre” mercado basado en el asalto de la extrema derecha al “Gran Gobierno”, los servicios públicos y la seguridad social se han casi extinguido hasta dejar a las personas que se valgan por sus propios medios en un mundo cada vez más globalizado y en una feroz economía de austeridad de mercado. El resultado es el estancamiento económico, desempleo masivo, reducción salarial, la reducción del patrimonio neto de la mayoría de la población, el aumento de la precariedad en el empleo (empleo temporal, a tiempo parcial, basado en salarios bajos, más aún para las mujeres). También se manifiesta en la sensación de que no podemos confiar en nadie más que en nosotros mismos, aunque nos aconsejan gestionar los riesgos de nuestra propia vida mediante la realización de “inversiones” prudentes e individualistas con fines de lucro. Un ejemplo clave e ilustrativo es la transformación de las pensiones de jubilación del sistema público en privado, en que cada uno asume su propia responsabilidad, un aspecto más de la gran privatización de los riesgos vitales, que de ser compartidos por toda la sociedad, pasan a ser del individuo aislado. Esta ideología de la finanziarización ha saturado completamente a la sociedad y no solo en el reino de la vivienda. La educación, por ejemplo, ha dejado de ser contemplada como un bien general destinado a cultivar a una nueva generación de ciudadanos responsables. Se ve en cambio como un inversión individual mediante la cual se espera el “apalancamiento” de decenas de miles de dólares en créditos que los estudiantes emplearán para conseguir un título universitario que les permita competir en el mercado de trabajo con objeto de poder pagar la deuda contraída (estadísticas recientes indican que el 11% de los estudiantes pagan los plazos del préstamo con 90 días de retraso). De hecho, la deuda se ha convertido en la condición universal de la post-clase media norteamericana, que hace malabares con las tarjetas de crédito y de débito, la fecha de vencimiento del préstamo, el descubierto en la cuenta corriente, el plazo del crédito de estudios, la deuda del seguro médico privado, y demás obligaciones que nos han convertido a todos en virtuosos y lúgubres financieros. Al igual que la deuda de los gobiernos, la deuda de las personas no es consecuencia de haber gastado en exceso, sino el efecto de la masiva transferencia de riqueza de los trabajadores a las arcas de la oligarquía financiera. Existen recursos suficientes para que todos podamos tener un hogar, para educación, sanidad, seguridad ciudadana. Después de todo EE.UU. es el país más rico que jamás haya existido. El problema es que la riqueza está distribuída de una forma totalmente perversa y gran parte de la misma está dedicada a fines destructivos como la industria militar y de prisiones. Mientras, la mayoría dependemos del Estado del “debtfare” (Estado del débito) en lugar del Estado del welfare (Estado del bienestar).
Las dimensiones sociales de la finanziarización incluyen la forma en que las ideas y las medidas financieras se infiltran cada vez más en otros ámbitos de la vida. Hasta hace poco tiempo, por ejemplo, muchos gobiernos han estado experimentando con los “bonos de impacto social”, que básicamente permiten a las empresas privadas abrir una brecha para ofrecer servicios que siempre han prestado los gobiernos. Así que el gobierno de una ciudad o de un estado puede entregar a un grupo de inversionistas el derecho de administrar un programa para ayudar a disminuir el riesgo de reincidencia de jóvenes “en riesgo”, con índices de éxito muy claros. Si las empresas privadas no pueden correr con los gastos y han tenido “éxito”, el gobierno les paga el coste más una prima considerable. Aunque haya cierto riesgo, los inversores se sienten atraídos por la posibilidad de una rentabilidad impresionante de la inversión y los gobiernos por una forma “sin riesgo” aparente de ofrecer servicios sociales. Los bonos de impacto social son un ejemplo perfecto de la forma en que ideas y procesos financieros se están convirtiendo en una respuesta a todos los problemas de la sociedad, aunque irónicamente sea la economía financiarizada la que está causando estos problemas en primer lugar (en gran parte, por ejemplo, por la gestión de los patrones de la pobreza urbana y la exclusión racial, que dan lugar a la existencia de “jóvenes en riesgo”, en primer lugar).
También podemos fijarnos en la hipérbole que rodea la idea de “alfabetización financiera”, como ejemplo de la sociología de la financiarización. A raíz del comienzo de la crisis financiera de 2008, las élites financieras y los gobiernos, en un intento de desviar la atención de sus épicos fracasos, señalaron a los estafadores de los prestatarios de las subprime como los autores de la toxicidad que envenenó (y al parecer aún envenena) al aparentemente inocente mercado. Se puso una nueva financiación, tanto por el sector público como por el privado, al servicio de una “educación financiera”, incluyendo clases en los centros comunitarios e incluso en grandes superficies como Walmart, para enseñar a las personas pobres a ser mejores sujetos financieros. Ni que decir tiene que estos cursos de alfabetización financiera estaban totalmente orientados a la individualización de la crisis financiera y a amonestar a las personas por no ser lo suficientemente buenos mini-financieros, en lugar de ofrecer un poco de alfabetización sobre el despreciable poder económico y político del sector financiero en su conjunto, y mucho menos sobre el hecho de que la deuda, la pobreza y la ruina financiera de las personas es una función típica de las fuerzas sistémicas, que están muy lejos de su control. Mientras que el control de la contabilidad y un presupuesto personal prudente podrían resultar útiles, hay millones de personas matándose a trabajar para arañar algunos centavos sin hacer nada malo y sin embargo se encuentran bajo una montaña de deudas. En realidad, estas iniciativas educativas producen un profundo analfabetismo financiero porque nos distraen de la realidad de que la causa de nuestros problemas financieros es una parte fundamental de un sistema económico tremendamente desigual y explotador.
Podemos añadir a esto la forma en que las metáforas y los procesos financiarizados se han convertido en la única forma de interpretar e imaginar las enormes y horrendas consecuencias de la propia economía. Podemos señalar por ejemplo la forma en que el debate sobre el cambio climático está preocupado por las nociones de creación de un “mercado” del carbón, de la misma forma que la crisis del SIDA en África subsahariana se aborda como un pasivo económico futuro en vez de como una indignante tragedia humana, o la forma en que los defensores de la sanidad pública deben justificar estos bienes sociales como buenas “inversiones” sociales que reducen los costes y los “riesgos” futuros.
Así que las dimensiones sociales de la financiarización son todas esas maneras en que nuestro sentido de responsabilidad colectiva o de responsabilidad pública es privatizado, y la manera en que todos nosotros nos damos cuenta cada vez más de que nos quedamos solos, asumiendo individualmente todos los riesgos, compitiendo unos con otros con uñas y dientes dentro de una economía austera e indiferente. Esta dimensión social se refuerza y normaliza por la dimensión cultural de la financiarización o por la manera en que la deuda, la austeridad y la especulación son “recién normalizadas”. Podemos empezar a verlo en los avances informativos de la televisión. Cuando se refieren a una catástrofe o a cualquier acontecimiento mundial, siempre tienen prioridad las dimensiones empresariales y financieras, con los comentaristas informando sobre cómo afectarán a los mercados de valores los huracanes y terremotos, algún ataque terroristas o las agresiones militares en Oriente Medio. Y a pesar del hecho de que la mayoría de los ciudadanos no posea activos financieros (o si los tiene es en forma de fondos mutuos sobre los que apenas tiene control), la información se transmite triunfalmente en la prensa financiera y de negocios, incluyendo cifras y tendencias de los mercados de valores, además de en todos los periódicos generalistas y programas informativos de la televisión. Hemos visto ya el nacimiento de la televisión financiera 24 horas (Bloomberg) que lleva el nombre del magnate financiero de los medios de información, que es también alcalde de la ciudad más grande del continente y el mayor centro financiero del mundo: financiarización en carne y hueso), con el odioso Mad Money, que nos convence de que el mercado de valores es una especia de perfecta meritocracia donde incluso el más insignificante individuo puede hacer carrera. Así como también podemos ver en todas partes una cultura emergente preocupada y obsesionada por las finanzas. Hay, por ejemplo, programas de tele realidad sobre la especulación financiera con imágenes superpuestas grabadas por una cámara que sigue a los individuos mientras “invierten” en las viviendas, con la esperanza de obtener ganancias rápidas mediante la reforma y reventa de las mismas. De hecho este tema de personas dedicadas a “comprar barato y vender caro” es el “argumento” estrella de un montón de programas de tele realidad, en el que aparecen desde los coleccionistas de antigüedades hasta los cazadores de recompensas. Esto sin mencionar repelentes celebridades financieras de la calaña de Donald Trump o Warren Fuffet, ni del dominio del circuito de erudición por parte de las cabezas parlantes de los llamados Think Tanks o Grupos de Reflexión fundados por los financieros, o por los bustos parlantes de los propios financieros. Y tampoco se trata de hablar de las formas en que una sociedad profundamente preocupada por el insomnio solitario que le provoca una deuda en gran parte inmaterial, da lugar a monstruosas pesadillas colectivas y a patrones ludopáticos obsesivos y adictivos al juego y las puestas.
Mientras tanto, los autores y comentaristas encuentran metáforas fértiles en el mundo financiero para ayudar a entender otras facetas de nuestras vidas. Las personas con quienes nos relacionamos y los libros de autoayuda nos aconsejan abordar nuestras relaciones personales y nuestras deseos y aspiraciones como si fuéramos financieros, “invirtiendo” juiciosa y calculadoramente nuestro tiempo, afectos y hasta nuestra identidad personal, en las relaciones y proyectos rentables y lucrativos. En un mundo donde la idea de un trabajo seguro para toda la vida es ya cosa del pasado, todos somos acuciados a mirarnos a nosotros mismo no como trabajadores, sino como sabios financieros independientes, invirtiendo en una cartera como avezados profesionales, con agilidad para navegar entre contratos y oportunidades, siempre buscando la próxima oportunidad ventajosa, compitiendo sin piedad unos contra otros mediante la autopromoción y la dedicación desinteresada. ¿Es de extrañar que en una cultura obsesionada con la competencia individual y la gestión del riesgo veamos un odio creciente entre los pobres y los privilegiados? En la medida en que vemos la sociedad como una colección de personas egoístas, de individuos financiarizados, culpamos a los individuos por sus “fracasos” y disfrutamos de la oportunidad de atribuirles rasgos de pereza, avaricia y despilfarro. Y en una sociedad donde cada vez vivimos una vida competitiva más aislados unos de otros, perdemos de vista los asuntos públicos y colectivos, incluidos los graves peligros que plantean cuestiones como el calentamiento global y el aumento de las tasas de pobreza (que tienden a llevar a la delincuencia, la violencia, las formas destructivas de encarcelamiento, la enfermedad y la muerte).
Nosotros, sujetos financiarizados, nos volvemos cada vez más incapaces de ver o comprender las formas de opresión y explotación del sistema. Si todos somos igualmente libres para competir en el mercado del trabajo y la riqueza, ¿por qué siguen existiendo el racismo, el sexismo o el capacitacionismo, si no es por los prejuicios irracionales de los individuos? Invisibilizadas, la opresión y la desigualdad, que siguen siendo parte central de nuestra economía y sociedad, se reduce a problemas personales. Y si alguien se atreve a sacarlas a colación, provocan una feroz reacción de aquellos que tienen privilegios raciales o de género, pero que creen que las mujeres, los negros y otros están ordeñando el sistema por disfrutar de derechos especiales y ayudas de todo tipo. Huelga decir que el sujeto financiarizado es el candidato perfecto para apoyar los intereses políticos de la extrema derecha que, irónicamente, desregula aún más y empodera al propio sector financiero. Así mismo lo hace en los tiempos que corren, caracterizados por una economía y una sociedad dominada por la extrema volatilidad de los mercados financieros, que se presta al milenarismo y al fundamentalismo religioso que ofrecen una ilusión de estabilidad, seguridad y sentido de la vida basados en la individualización, el moralismo y la promesa siempre aplazada de la redención. Parafraseando la noción de Marx de que la “religión es el opio del pueblo”, hoy diríamos que los fundamentalismos son el crack de cocaína de una sociedad desenfrenada y paranoica.
También podemos agregar a lo anterior algunos hechos “culturales”: la gran mayoría de los “maestros” de la esfera financiera son hombres que han abrazado una forma de masculinidad tremendamente competitiva y egoísta que asumen como norma biológica. Al igual que las ideas y procesos financieros esparcidos por toda la sociedad, llevan consigo la valorización de estas virtudes supuestamente masculinas, alentando a las mujeres mercantilizadas a abrazar también el espíritu bárbaro del lucro y la acumulación de riqueza. Mientras, los programas de estímulo del gobierno están dirigidos principalmente a las industrias tradicionalmente dominadas por los hombres, como arquitectura, ingeniería, tecnología y manufactura, mientras se restringen los destinados a las profesiones en que predominan las mujeres, como enseñanza, sanidad, pediatría, etc. Y las mujeres tienden a llevar también el peso del trabajo no remunerado que conllevan la familia, los niños, las personas discapacitadas y mayores que ya no cuentan con la asistencia que prestaban los servicios públicos suprimidos. También podemos destacar la forma en que una sociedad financiarizada favorece a aquellos que disponen de capital para “invertir” o una buena capacidad crediticia. En una sociedad en la que históricamente las personas de etnias diferentes a la caucásica se encuentran en desventaja y tienen un patrimonio medio menor y unas calificaciones crediticias inferiores a las de los blancos, el sistema tiende a reforzar y consolidar las desigualdades raciales existentes. En el toma y daca de la economía, donde cada uno de nosotros tenemos que competir para encontrar trabajo y sobrevivir a períodos de desempleo y subempleo, las personas con enfermedades mentales, discapacidad física o movilidad reducida, son las más desfavorecidas.
Así pues, la financiarización no es sólo la supremacía económica del sector financiero, sino que es un proceso que funciona a nivel de la economía, la política, la sociología y la cultura. No debemos pensar que solo la vida política, social y cultural de las finanzas sea el referente de su poder económico. Como hemos visto, el ámbito financiero está compuesto por la riqueza inmaterial y en gran parte imaginaria, con todos nosotros conscriptos del ahorro, del pedir prestado y creyentes de la gran secta del totalitarismo financiero. Estos diferentes esferas de la vida se refuerzan mutuamente entre sí, y por lo tanto, incluso en el contexto de una crisis financiera tan masiva y desastrosa, el sector financiero está más fuerte que nunca y la financiarización de la vida sigue acelerándose. Superar el totalitarismo de las finanzas, por tanto, exige actuar en el plano económico, político, social y cultural. En el plano económico, es importante tener en cuenta que el sector financiero es en última instancia sólo un sector de una economía capitalista intrínsecamente explotadora. Aunque en ciertos momentos de la historia del sector financiero éste se eleva a una posición suprema dentro del capitalismo, el problema es el capitalismo en sí y no solo el plano financiero. Se trata de un sistema basado fundamentalmente en la transformación de la cooperación humana en lucha desigual, individualista y competitiva de todos contra todos. Mientras que en otros momentos de la historia del capitalismo – como el capitalismo del New Deal de la postguerra en EE.UU., los capitalistas eran relativamente más domesticados y suaves – seguían con la explotación de los trabajadores y la mercantilización de las necesidades y deseos y el momento histórico se caracteriza por la pobreza, la desigualdad y la opresión. Por lo tanto, los intentos de regular las finanzas, en el mejor de los casos solo tendrán un éxito limitado. Aun suponiendo que pudiésemos superar el tremendo poder del propio sector financiero y el cabildeo en el portal del poder político, e incluso pensando que pudiésemos crear un enorme movimiento para exigir el cambio político, en el mejor de los casos esto no haría más que devolver al capitalismo a su etapa anterior. Y aunque eso representara recuperar unas mejores condiciones de vida individuales para algunas personas, no resolvería el problema mucho más amplio y profundo de la competitividad y el poder del mercado seguiría aplastando nuestras vidas.
Así que la respuesta a la financiarización, en el plano económico y político debe ser el rechazo al capitalismo a favor de algún otro sistema económico. La construcción de una nueva economía, se lleva a cabo en dos niveles. Por un lado, toma la forma de creación de nuevos bienes comunes en nuestras ciudades, barrios y comunidades. Los Comunes son conjuntos de recursos compartidos que no se mercantilizan. Deben incluir todo lo necesario para vivir, como alimentos, agua, vivienda, sanidad, educación, seguridad y transporte, aunque la mayoría de estos bienes está hoy día privatizada y orientada al mercado. Los Comunes son ejemplos de democracia de base, administrados por personas para personas. Jardines comunitarios, guarderías, clínicas, actividades para después de la escuela, prevención del delito en el bario e iniciativas de justicia reparadora, cocinas comunitarias que nos ayuden a todos a construir una alternativa, la economía solidaria de base. Representa también una transformación de las relaciones sociales y culturales que nos sitúan en el centro de nuestras vidas y nos convierten en protagonistas del cambio. En segundo lugar, la transformación política y económica fuera de la financiarización requiere construir , fabricar, producir en red estos bienes comunes en un movimiento de masas que pueda mostrar la capacidad productiva de nuestra sociedad y gobierno. Cuando aumente lo suficiente el número de Comunes, se podrán reclamar fábricas, escuelas, hospitales y empresas de la élite financiera para ponerlas en funcionamiento para todo el mundo como cooperativas, no para el lucro corporativo. También se puede transformar el gobierno en un vehículo para apoyar el bien común, en lugar de para apoyar el mercado.
En las zonas donde la financiarización haya arrasado ya nuestras vidas y esperanzas y las de las comunidades, se aumentará la producción de los bienes comunes para satisfacer las necesidades de la gente. La comunidad ecológica, las nuevas cooperativas y la economía solidaria están surgiendo ya en todas partes. La pregunta de nuestra época será: ¿Puede el totalitarismo financiero aniquilar estos esfuerzos al nacer o cooptarlos de alguna manera incorporándolos a su escala de valores? ¿O tendrán éxito estos commons para hacer una causa común y convertirse en la plataforma desde la que reclamar nuestro mundo? Estamos ya viendo una lucha acerca del significado de los commons, ¿será simplemente un modelo de negocio alternativo o una válvula de escape para el capitalismo global en crisis? ¿O será la piedra angular de un sistema realmente diferente?

lunes, 28 de mayo de 2012

Egos e inmoralidad

 Por Paul Krugman *


Tras una devastadora crisis financiera, el presidente Obama ha aprobado algunas normas comedidas y evidentemente necesarias, ha propuesto terminar con unas cuantas lagunas legales escandalosas y ha indicado que el historial de Mitt Romney de comprar y vender empresas, y a menudo despedir a los trabajadores y destruir de paso sus pensiones, hace que no sea el hombre adecuado para dirigir la economía de Estados Unidos.

domingo, 18 de marzo de 2012

El becerro de oro del capital

 Por Susan George







El modelo económico que defienden las élites está más basado en la fe ciega que en la racionalidad, lo que debe reflejarse en nuestra resistencia al mismo
El informe del Grupo Euromemorandum, publicado recientemente, es tanto un análisis como un conjunto de propuestas particularmente importante y minucioso en lo que se refiere a reparar años de daño autoinfligido en la Eurozona. Su voz, aunque bienvenida, no es la única de un coro que ha llegado a ser potente.
Muchos expertos prestigiosos, como el premio Nobel Paul Krugman, Martin Wolf del Financial Times e innumerables ONG cantan con la misma partitura. Esta amplia coalición ha propuesto alternativas válidas y convergentes basadas tanto en la historia como en el sentido común.
Pero seamos honestos. Ninguna de las propuestas razonables y factibles de este consenso, trabajado desde el centroizquierda a los radicales veteranos, está encima de la mesa. Los gobiernos, el FMI e instituciones como la Comisión Europea y el Banco Central Europeo no sólo no las están discutiendo o implementando, sino que ni siquiera las leen. Esta cruda verdad debería darnos una pista con respecto a lo que sucede realmente.
No es de la economía de lo que hablamos. Hablamos de religión, de la religión del fuego eterno. No había ninguna razón económica para permitir que la suspensión de pagos griega, aparente o real, socavara y posiblemente destruyera 50 años de construcción europea. Grecia no representa más que el 3% de la economía europea. Sin embargo, en vez de obligar y ayudar a Grecia a corregir las evidentes anomalías económicas, lo que incluye un presupuesto militar inflado y ningún ingreso por vía de impuestos procedente de la Iglesia o los ricos, se impuso un escenario de obra de teatro medieval con moralina.
Las políticas de austeridad impuestas en todas partes son tan dogmáticas como cualquier dogma inventado por Calvino o el papa. No importa que las doctrinas recetadas no funcionen. No se trata de que funcionen si “funcionar” significa que se beneficie la gran mayoría de los pueblos europeos. Los mandamientos recetados deben aplicarse cualesquiera que sean las consecuencias: de acuerdo con las repetidas advertencias de sus adversarios, una recesión en toda regla y la más que probable destrucción de las notables, aunque deficientes, conquistas de la posguerra.