Por David Harvey
SOCIALISMO 21
Conferencia pronunciada en el Foro Social Mundial de 2010, Porto Alegre. Traducción de Eugenia Cervio.
“Comunistas son
todos los que trabajan sin cesar para producir un futuro diferente al
que el capitalismo depara. Esta es una definición interesante.Mientras
que el comunismo tradicional institucionalizado está muerto y enterrado,
según esta definición hay millones de comunistas de facto activos entre
nosotros, dispuestos a actuar según sus comprensiones, preparados para
consumar de manera creativa los imperativos anticapitalistas. Si,
como declaraba el movimiento altermundista de finales de los noventa
“otro mundo es posible”, entonces por qué no decimos también “otro
comunismo es posible”. Las circunstancias actuales del desarrollo
capitalista exigen algo así, si es que queremos lograr un cambio
fundamental”.
La geografía histórica del desarrollo
capitalista se encuentra en un punto clave de inflexión en el cual las
configuraciones geográficas de poder están cambiando rápidamente en el
mismo momento en que la dinámica temporal enfrenta serias limitaciones.
El
3% de crecimiento compuesto anual (usualmente considerada la tasa de
crecimiento mínima aceptable para una economía capitalista saludable) es
cada vez menos posible de sostener sin recurrir a todo tipo de
ficciones (como las que han caracterizado a los mercados de acciones y
mercados financieros en las dos últimas décadas).
Existen
buenas razones para creer que no hay otra alternativa a un nuevo orden
mundial de gobierno que, al fin y al cabo, tendrá que gestionar la
transición a una economía de crecimiento cero. Si eso ha de realizarse
de manera equitativa, entonces no hay otra alternativa al socialismo o
comunismo. Desde finales de los noventa, el Foro Social Mundial se
convirtió en el centro de articulación del tema “otro mundo es posible.”
Ahora debe asumir la tarea de definir cómo otro socialismo o comunismo
es posible y cómo se consumará la transición a estas alternativas. La
crisis actual ofrece una oportunidad para reflexionar sobre lo que esto
podría implicar.
La crisis actual se originó en las medidas adoptadas para resolver la crisis de los setenta. Estas medidas incluyeron:
El
ataque exitoso a las organizaciones laborales y sus instituciones
políticas mientras se movilizaba mano de obra global excedente, la
implementación de cambios tecnológicos para reducir mano de obra y
elevar la competencia. El resultado ha sido la reducción global del
salario (disminución de la participación del salario en el PIB total en
casi todas partes) y la creación de una reserva laboral descartable, aún
más vasta, viviendo en condiciones marginales.
Socavar las
estructuras precedentes de poder monopolista y desplazar la fase previa
de capitalismo monopólico (de Estado nación) mediante la apertura
capitalista a una competencia internacional mucho más salvaje.
Intensificar la competencia mundial, traducida en reducir ganancias
corporativas no financieras. El desarrollo geográfico desigual y la
competencia interterritorial se convirtieron en rasgos fundamentales del
desarrollo capitalista, abriendo la brecha hacia un cambio hegemónico
de poder, en particular, pero no exclusivamente, en Asia oriental.
Utilizar
y habilitar a la forma de capital más fluida y de mayor movilidad
–capital dinerario– para reasignar recursos de capital a nivel mundial
(con el tiempo, por medio de mercados electrónicos), provocando, así, la
desindustrialización en las regiones centrales tradicionales y nuevas
formas (ultra opresivas) de industrialización y de extracción de
recursos naturales y materias primas agrícolas en los mercados
emergentes. El corolario fue aumentar la rentabilidad de las
corporaciones financieras y encontrar nuevas formas de globalizar y,
supuestamente, absorber riesgos mediante la creación de mercados de
capital ficticios.
En el otro extremo de la escala social, esto
significó mayor confianza en la “acumulación por desposesión” como medio
para aumentar el poder de la clase capitalista. Los nuevos ciclos de
acumulación primitiva contra poblaciones indígenas y campesinas fueron
aumentados por las pérdidas de bienes de las clases más bajas en las
economías centrales (como lo demostró el mercado inmobiliario
sub-prime [1] en los Estados Unidos que impuso la enorme pérdida de bienes, principalmente a la población afroamericana).
El
aumento de la demanda efectiva, de lo contrario menguada, mediante el
impulso de la economía de deuda (gubernamental, corporativa y del
mercado interno) hasta su límite máximo (especialmente en los Estados
Unidos y el Reino Unido, pero además en muchos otros países de Letonia a
Dubai).
La compensación de las tasas de retorno anémicas en la
producción por la construcción de toda una serie de mercados- burbuja de
activos, la cual tenía la impronta
Ponzi [2] ,
culminó con la burbuja inmobiliaria que estalló en agosto de 2007.
Estas burbujas de activos se basaron en el capital financiero y fueron
facilitadas por las innovaciones financieras como los derivados y las
obligaciones de deuda con garantía u obligaciones de deuda colateral.
Las
fuerzas políticas que se unieron y movilizaron en pos de estas
transiciones tenían un carácter de clase particular y se vestían con las
prendas de una ideología distintiva llamada neoliberal. La ideología se
basaba en la idea de que los mercados libres, el libre comercio, la
iniciativa personal y el espíritu emprendedor eran los mejores garantes
de las libertades individuales y de la Libertad absoluta, y que el
“Estado niñera” debía ser desmantelado para beneficio de todos. Pero la
práctica implicaba que el Estado debía respaldar la integridad de las
instituciones financieras, introduciendo así a lo grande (empezando con
las crisis de la deuda mexicana y de los países en vías de desarrollo de
1982) al “riesgo moral” en el sistema financiero. El Estado (local y
nacional) incluso estaba cada vez más comprometido en proporcionar “un
buen clima de negocios” para atraer inversiones en un entorno altamente
competitivo.
Los intereses de las personas eran secundarios para
los intereses del capital y, en el caso de un conflicto entre ellos, los
intereses de las personas fueron sacrificados –como se convirtió en una
práctica habitual en los programas de ajuste estructural del Fondo
Monetario Internacional (FMI) desde principios de los ochenta en
adelante–. El sistema que se ha creado equivale a una verdadera forma de
comunismo para la clase capitalista.
Estas condiciones variaban
considerablemente, desde luego, dependiendo de en qué parte del mundo se
habitara, las relaciones de clase imperantes, las tradiciones
culturales y políticas y la forma en que estaba cambiando el equilibrio
del poder político-económico.
Entonces, ¿cómo puede la izquierda
negociar las dinámicas de esta crisis? En tiempos de crisis, la
irracionalidad del capitalismo queda claramente expuesta a la vista de
todos. Los excedentes de capital y mano de obra coexisten uno al lado
del otro y, aparentemente, no hay manera de volver a juntarlos en medio
del sufrimiento humano inmenso y las necesidades insatisfechas.
A
mediados del verano de 2009, un tercio de los bienes de capital en los
Estados Unidos estaban ociosos, mientras que un 17% de la población
económicamente activa estaba o bien desempleada o bien obligada a
trabajar medio tiempo, o eran trabajadores “desalentados”. ¡Qué podría
ser más irracional que eso!
¿Puede el capitalismo sobrevivir el
trauma actual? Sí. Pero ¿a qué costo? Esta pregunta encubre otra. ¿Puede
la clase capitalista reproducir su poder ante las dificultades
económicas, sociales, políticas y geopolíticas, y medioambientales? Una
vez más, la respuesta es un rotundo “sí”. Pero las masas tendrán que
entregar los frutos de su trabajo a los poderosos, claudicar a muchos de
sus derechos y valores que tanto han costado conseguir, a todo, desde
viviendas a derechos de pensión y sufrir degradaciones del medio
ambiente, y ni qué decir de la serie de reducciones en su nivel de vida,
lo cual significa hambrunas para muchos de los que ya están luchando en
los niveles más bajos para sobrevivir. Las desigualdades de clase
aumentarán (como ya vemos que está sucediendo). Todo esto puede requerir
mucho más que un poco de represión política, violencia policial y
control estatal militarizado para reprimir los disturbios.
Dado
que gran parte de esto es impredecible y que los espacios de la economía
mundial son tan variables, la incertidumbre en cuanto a los resultados
se acentúa en tiempos de crisis. Surge toda clase de posibilidades
localizadas para que los capitalistas incipientes en algún nuevo espacio
aprovechen las oportunidades de desafiar a clases capitalistas
anteriores y a hegemonías territoriales (como cuando Silicon Valley
sustituyó a Detroit desde mediados de la década del setenta en los
Estados Unidos), o para que los movimientos radicales desafíen la
reproducción de una ya desestabilizada clase dominante. Decir que la
clase capitalista y el capitalismo pueden sobrevivir no significa que
estén predestinados a hacerlo, ni tampoco que su signo futuro esté dado
con antelación. Las crisis son momentos de paradoja y posibilidades.
Por
lo tanto, ¿qué pasará esta vez? Si vamos a volver a un crecimiento del
3%, entonces esto significa que debemos encontrar oportunidades globales
de inversión, nuevas y rentables, de 1,6 billones de dólares en 2010,
llegando a más de 3 billones de dólares en 2030. Esto contrasta con el
0,15 billón de dólares de nuevas inversiones necesarias en 1950 y el
0,42 billón de dólares necesario en 1973 (las cifras en dólares están
reajustadas a la inflación).
Los problemas reales
para encontrar salidas adecuadas para el capital excedente comenzaron a
surgir después de 1980, incluso con la apertura de China y el derrumbe
del bloque soviético. Las dificultades fueron resueltas, en parte,
mediante la creación de mercados ficticios donde la especulación con los
valores de los activos podía despegar sin obstáculos. ¿Adónde irán
todas estas inversiones ahora?
Dejando a un lado las
incuestionables limitaciones en la relación con la naturaleza (con el
recalentamiento global, de suma importancia), las otras barreras
potenciales de la demanda efectiva en el mercado, de tecnologías y de
las distribuciones geográficas/geopolíticas tienden a ser profundas,
incluso en el supuesto, que es poco probable, de que no se materialice
ninguna oposición activa contra la continua acumulación de capital y una
mayor consolidación del poder de clase. ¿Qué espacios se dejan en la
economía mundial para los nuevos arreglos espaciales para la absorción
de excedentes de capital? China y el ex bloque soviético ya se han
integrado. Asia, meridional y sudoriental, se está atiborrando
rápidamente. África aún no está totalmente integrada, pero no hay otro
lugar con la capacidad de absorber todo este excedente de capital. ¿Qué
nuevas líneas de producción pueden abrirse para absorber el crecimiento?
Probablemente
no haya soluciones capitalistas efectivas de largo plazo (además de
revertir las manipulaciones de capital ficticio) a esta crisis del
capitalismo. En algún punto, los cambios cuantitativos conducen a
cambios cualitativos y tenemos que tomar en serio la idea de que podemos
estar exactamente en ese punto de inflexión en la historia del
capitalismo. Cuestionar el futuro del capitalismo como un sistema social
adecuado debe, por tanto, estar a la vanguardia del debate actual.
Sin embargo, parece haber poco interés en ese debate, incluso entre la izquierda. En su lugar, continuamos oyendo los mismos
mantras convencionales,
como la perfectibilidad de la humanidad con la ayuda de los mercados
libres y el libre comercio, la propiedad privada y la responsabilidad
personal, los impuestos bajos y la participación del Estado minimalista
en la provisión social, a pesar de que todo esto suena cada vez más
hueco.
Surge una crisis de legitimidad. Pero las
crisis de legitimación generalmente se desarrollan a un ritmo diferente
que el de los mercados de valores. Tomó, por ejemplo, tres o cuatro años
para que la caída de la bolsa de 1929 produjera movimientos sociales
masivos (tanto progresistas como fascistas), después de 1932
aproximadamente. La intensidad del ejercicio en curso por el poder
político para salir de la crisis actual puede tener algo que ver con el
temor político de una inminente ilegitimidad.
En los
últimos treinta años, sin embargo, se ha visto la aparición de sistemas
de gobierno que parecen inmunes a los problemas de la legitimidad e
indiferentes, incluso, a la creación de consenso; de la mezcla de
autoritarismo, corrupción monetaria de la democracia representativa,
vigilancia, patrulla policial y militarización (en particular, mediante
la guerra contra el terror) y el control de los medios de comunicación
cuyo giro sugiere un mundo en el que tiende a prevalecer el dominio del
descontento a través de la desinformación, la fragmentación de las
oposiciones y la formación de las culturas de oposición, mediante la
promoción de las ONG con el respaldo pleno de la fuerza coercitiva,
cuando es necesario.
La idea de que la crisis tuvo orígenes
sistémicos es poco discutida en los medios convencionales de
comunicación (incluso cuando algunos economistas importantes como
Stiglitz,
Krugman y hasta
Jeffrey Sachs
intentaron robar algunas de las consignas históricas de la izquierda,
confesando a una epifanía o dos). La mayoría de los movimientos
gubernamentales para contener la crisis en América del Norte y Europa
persistió en hacer negocios como de costumbre, lo que se traduce en un
apoyo a la clase capitalista.
El “riesgo moral”, que fue el
detonante inmediato de los fracasos financieros, llegó al paroxismo en
el rescate de la banca. La realidad de las prácticas del neoliberalismo
(en oposición a su teoría utópica) siempre supuso el apoyo descarado
para el capital financiero y las élites capitalistas (por lo general,
con el pretexto de que las instituciones financieras deben ser
protegidas a toda costa y que es el deber del poder estatal crear un
buen clima de negocios para una actividad lucrativa sólida). Esto no ha
cambiado fundamentalmente. Este tipo de prácticas se justifica apelando a
la proposición dudosa de que la “pleamar” de la actividad capitalista
“levantaría todos los barcos”; por tanto, los beneficios del crecimiento
compuesto se repartirían, como por arte de magia, entre toda la
población (cosa que nunca se hace, salvo en la forma de unas pocas
migajas de la mesa de los ricos).
Entonces, ¿cómo saldrá la clase
capitalista de la crisis actual, y cuán rápidamente lo hará? El rebote
del mercado de la bolsa de valores de Shangai y Tokio a Frankfurt,
Londres y Nueva York es una buena señal, se nos dice, incluso cuando el
desempleo, prácticamente en todas partes, sigue en aumento. Pero nótese
el sesgo de clase en esa medida. Se nos ha encomendado regocijarnos con
el repunte de los valores bursátiles para los capitalistas porque
siempre precede, se dice, a un repunte en la “economía real” donde se
crean empleos para los trabajadores y se obtienen ingresos.
El
hecho de que la última recuperación bursátil en los Estados Unidos
después de 2002 resultó ser una “recuperación de desempleados” parece
haber sido olvidado. El público anglosajón, en particular, parece estar
gravemente afectado con amnesia. Olvida con demasiada facilidad y
perdona las transgresiones de la clase capitalista y las catástrofes
periódicas que sus acciones precipitan. Los medios de comunicación
capitalistas están felices de promover ese tipo de amnesia.
China
e India siguen creciendo, la primera a pasos agigantados. Sin embargo,
en el caso de China, el costo es una enorme expansión de los préstamos
bancarios para proyectos de riesgo (los bancos chinos no se vieron
atrapados en el frenesí especulativo mundial, pero ahora lo están
continuando). La sobreacumulación de ganancias de la capacidad
productiva, que promueve inversiones de infraestructura a un ritmo
acelerado y en el largo plazo, cuya productividad no se conocerá hasta
dentro de varios años, está en auge (incluso en los mercados
inmobiliarios urbanos).
Y la creciente demanda de China está
abarcando a las economías que suministran materias primas, como
Australia y Chile. La perspectiva de un desplome ulterior en China no
puede descartarse, pero puede tomar tiempo percibirlo (una versión a
largo plazo de Dubai). Mientras tanto, el epicentro mundial del
capitalismo acelera su desplazamiento hacia el este de Asia,
principalmente.
En los viejos centros financieros, los jóvenes
tiburones financieros tomaron sus bonos de antaño; comenzaron,
colectivamente, las instituciones financieras
boutique que rodean a Wall Street y a la City de Londres para tamizar, negocios jugosos y empezar una vez más mediante los
detritus de
los gigantes financieros de ayer. Los bancos de inversión que
permanecen en los Estados Unidos –Goldman Sachs y J.P. Morgan–, aunque
reencarnados como sociedades de cartera bancarias, están exentos de
requisitos legales (gracias a la Reserva Federal) y están obteniendo
enormes ganancias (dejando de lado enormes sumas de dinero para sus
propias ganancias sobre primas) especulando peligrosamente con el dinero
de los contribuyentes en mercados derivados, que continúan en plena
expansión y sin reglamentar.
El apalancamiento que
nos llevó a la crisis ha vuelto triunfal como si nada hubiera pasado.
Están en marcha innovaciones en las finanzas, como las nuevas formas de
paquetes de venta de pasivos de capital ficticio que son promovidas y
ofrecidas a las instituciones (como los fondos de pensión) desesperadas
por encontrar nuevas salidas para el capital excedente. Las ficciones
(así como los bonos) ¡han vuelto!.
Los consorcios
están comprando propiedades ejecutadas, ya sea esperando un cambio en el
mercado antes de liquidar o financiando lotes de alto valor para un
momento futuro de reconstrucción activa. Los bancos tienden a acaparar
efectivo, en gran parte obtenido de las arcas públicas, también en
vistas a reanudar el pago de primas en consonancia con un estilo de vida
anterior, mientras que una gran cantidad de empresarios da vueltas
esperando aprovechar este momento de la destrucción creativa respaldada
por una gran cantidad de fondos públicos.
Mientras tanto, el
poder rudo del dinero ejercido por unos pocos socava todas las
apariencias de gobernabilidad democrática. La industria farmacéutica,
los seguros de salud y los lobbies hospitalarios, por ejemplo, gastaron
más de 133 millones de dólares en los tres primeros meses de 2009 para
aseverar que se salieron con la suya con la reforma de la salud en los
Estados Unidos.
Max Baucus, presidente del Comité de Finanzas del
Senado, que dio forma al proyecto de ley de salud, recibió 1,5 millones
de dólares por un proyecto de ley que ofrece un gran número de nuevos
clientes a las compañías de seguros con poca protección contra la
explotación despiadada y el lucro desmedido (Wall Street está
encantado).
Otro ciclo electoral, legalmente corrupto por el
inmenso poder del dinero, pronto estará sobre nosotros. En los Estados
Unidos, los partidos de “K Street” y de Wall Street serán debidamente
reelegidos mientras que a los trabajadores estadounidenses se los
exhorta a encontrar la manera de salir del desastre que la clase
dominante ha creado. Hemos estado en situaciones precarias antes, se nos
recuerda, y cada vez los trabajadores estadounidenses se arremangaron,
se ajustaron el cinturón y salvaron al sistema de una misteriosa
mecánica de autodestrucción, de la cual la clase dominante niega toda
responsabilidad. La responsabilidad personal es, ante todo, para los
trabajadores y no para los capitalistas.
Si este es el esbozo de
la estrategia de salida casi con toda seguridad estaremos en otro lío en
cinco años. Cuanto más rápido salgamos de esta crisis y cuanto menos
exceso de capital se destruya ahora habrá menos cabida para la
reactivación de crecimiento activo a largo plazo. La pérdida de valor de
los activos en esta coyuntura (mediados de 2009) es, nos informa el
FMI, como mínimo de 55 billones de dólares, lo que equivale, casi
exactamente, a la producción mundial anual de bienes y servicios.
Entonces, ¿cuáles son las alternativas?.
Tiene largo tiempo el sueño de muchos en el mundo en que una alternativa a la
i-racionalidad
capitalista pueda ser definida, y que se llegue a la racionalidad
mediante la movilización de las pasiones humanas en la búsqueda
colectiva de una vida mejor para todos. Estas alternativas –llamadas
históricamente socialismo o comunismo– han sido intentadas en distintos
momentos y lugares. En épocas anteriores, como la década del treinta, la
visión de una u otra de ellas funcionaba como un faro de esperanza.
Pero
en los últimos tiempos ambas han perdido su brillo, desestimadas no
sólo por el fracaso histórico de las experiencias comunistas en hacer
honor a sus promesas y por la inclinación de los regímenes comunistas a
encubrir sus errores por medio de la represión, sino también debido a
sus presupuestos incorrectos con respecto a la naturaleza humana y el
potencial de perfectibilidad de la personalidad humana y de las
instituciones humanas.
La diferencia entre el
socialismo y el comunismo es digna de mención. El socialismo tiene por
objeto gestionar democráticamente y regular el capitalismo con el
objetivo de apaciguar sus excesos y redistribuir sus bienes para el bien
común. Se trata de la redistribución de la riqueza mediante acuerdos en
torno a medidas impositivas progresivas, mientras que las necesidades
básicas –tales como educación, salud y vivienda– son provistas por el
Estado lejos del alcance de las fuerzas del mercado.
Muchos de
los principales logros del socialismo redistributivo en el período
posterior a 1945, no sólo en Europa sino en otros lugares, han arraigado
tanto socialmente como para ser prácticamente inmunes al ataque
neoliberal. Incluso en Estados Unidos, Social Security y Medicare son
programas extremadamente populares y para las fuerzas de derecha son
casi imposibles de proscribir. Los thatcheristas en Gran Bretaña no
pudieron modificar la cobertura nacional de salud, salvo marginalmente.
La prestación social en los países escandinavos y la mayoría de Europa
occidental parece ser un lecho de roca inquebrantable del orden social.
El
comunismo, por el contrario, busca desplazar al capitalismo mediante la
creación de un modo de producción y distribución de bienes y servicios
totalmente diferente. En la historia del comunismo realmente existente,
el control social sobre la producción, el intercambio y la distribución
significaba el control estatal y la planificación estatal sistemática.
A
largo plazo, esto no resultó ser próspero, pero, curiosamente, su
conversión en China (y su implementación temprana en lugares como
Singapur) ha demostrado ser mucho más exitosa que el modelo neoliberal
puro en la generación de crecimiento capitalista, por razones que no
pueden ser proporcionadas aquí. Los intentos contemporáneos de revivir
la hipótesis comunista usualmente prescinden del control estatal y
buscan otras formas de organización social colectiva para desplazar a
las fuerzas del mercado y a la acumulación de capital como base para
organizar la producción y la distribución. Integrados horizontalmente en
red, a diferencia de los sistemas de mando jerárquico, la coordinación
de colectivos de productores y consumidores organizados ora de manera
autónoma, ora con gobierno propio, se vislumbra como el núcleo de una
nueva forma de comunismo.
Las tecnologías de
comunicación contemporáneas hacen que este sistema parezca factible. Se
pueden encontrar, en todo el mundo, toda clase de experiencias en
pequeña escala en la que tales formas económicas y políticas se están
construyendo. En esto hay una convergencia de algún tipo entre las
tradiciones marxista y anarquista que se remonta, en general, a la
situación de colaboración entre ellas de la década de 1860 en Europa.
Aunque
nada es seguro, podría ser que el año 2009 marque el inicio de un
cambio prolongado en el cual la cuestión de las alternativas al
capitalismo, amplias y de mayor alcance, saldrán paso a paso a la
superficie en una parte del mundo u otra. Cuanto más tiempo se prolongue
la incertidumbre y la miseria más se cuestionará la legitimidad de la
manera actual de hacer negocios y la demanda de construir algo diferente
se intensificará. Reformas radicales, en oposición a las reformas
estilo parches
band aid para el sistema financiero, pueden parecer más necesarias.
El
desarrollo desigual de las prácticas capitalistas en todo el mundo ha
producido, por otra parte, movimientos anticapitalistas en todos lados.
Las economías estadocéntricas de gran parte de Asia oriental generan
descontentos diferentes (como en Japón y China), comparadas con la
agitación de las luchas antineoliberales que ocurren en gran parte de
América Latina, donde el movimiento revolucionario bolivariano de poder
popular mantiene una relación particular con los intereses de clase
capitalista que aún tienen que ser verdaderamente enfrentados.
Las
diferencias sobre las tácticas y políticas en respuesta a la crisis
entre los Estados que conforman la Unión Europea están aumentando,
incluso cuando está en marcha un segundo intento de llegar a una
constitución europea unificada. Movimientos revolucionarios y
decididamente anticapitalistas también se encuentran en muchas de las
zonas marginales del capitalismo, aunque no todos ellos son de un tipo
progresivo.
Se han abierto espacios en los que puede prosperar
algo radicalmente diferente en términos de relaciones sociales
dominantes, de estilos de vida, de capacidades productivas y
concepciones mentales del mundo.
Esto se aplica tanto a los
talibanes y al régimen comunista en Nepal como a los zapatistas en
Chiapas, los movimientos indígenas en Bolivia y los movimientos maoístas
en la India rural, aun cuando ellos vivan en mundos separados en lo que
hace a objetivos, estrategias y tácticas.
El problema central es
que, en conjunto, no hay un movimiento anticapitalista decidida y
suficientemente unificado que adecuadamente pueda impugnar la
reproducción de la clase capitalista y la perpetuación de su poder en el
escenario mundial. Tampoco hay una forma obvia de atacar los bastiones
de privilegios de las élites capitalistas o de poner freno a su
desmesurado poderío financiero y militar. Si bien existen aperturas
hacia un posible orden social alternativo, en realidad, nadie sabe dónde
está ni qué es. Pero sólo porque no hay ninguna fuerza política capaz
de articular y mucho menos de construir su programa, ello no es razón
para claudicar en la proyección de alternativas.
La famosa pregunta de Lenin,
“¿qué hacer?”, no se puede responder, por cierto, sin una idea de
quiénes pueden hacerlo y dónde. Sin embargo, un movimiento
anticapitalista global es poco probable que surja sin cierta visión de
lo que hay que hacer y por qué. Existe un bloqueo doble: la falta de una
visión alternativa evita la formación de un movimiento de oposición,
mientras que la ausencia de tal movimiento se opone a la articulación de
una alternativa. ¿Cómo puede ser superado este bloqueo, entonces?
La
relación entre la visión de lo que está por hacerse y por qué y la
formación de un movimiento político en lugares específicos para hacerlo
tiene que convertirse en una espiral. Cada una tiene que reforzar a la
otra si hay algo realmente por hacer. De lo contrario, la oposición
potencial estará por siempre confinada a un círculo cerrado que
frustrará todas las perspectivas de un cambio constructivo, dejándonos
vulnerables a la perpetua crisis del futuro del capitalismo con
resultados cada vez más mortíferos. La pregunta de
Lenin exige una respuesta.
El
problema central que debe abordarse es suficientemente claro. El
crecimiento sostenido por siempre no es posible, y los problemas que han
afectado al mundo en estos últimos treinta años señalan que se avecina
el límite para la acumulación de capital y que no podrá ser superado sin
crear ficciones, poco o nada duraderas.
Añádase a esto el hecho
de que muchas personas en el mundo viven en condiciones de pobreza
extrema y que la degradación del medio ambiente, que está fuera de
control, ofende la dignidad humana por doquier; mientras que los ricos
acumulan más riqueza (el número de multimillonarios de la India se
duplicó el año pasado, de 27 a 52) y las palancas de poder político,
institucional, judicial, militar y de los medios de comunicación están
bajo su estricto control político, sino dogmático, siendo incapaces de
hacer mucho más que perpetuar el
statu quo y el descontento frustrante.
Una
política revolucionaria que enfrente la acumulación ilimitada de
capital compuesto y que finalmente la desactive como el principal motor
de la historia humana requiere una comprensión sofisticada de cómo se
produce el cambio social. El fracaso de esfuerzos anteriores para
construir un socialismo y comunismo duraderos debe ser evitado y las
lecciones de esa historia, enormemente complicada, deben ser aprendidas.
Sin embargo, también debe ser reconocida la necesidad absoluta de un
movimiento revolucionario anticapitalista coherente. El objetivo
fundamental de dicho movimiento social es asumir el mando tanto de la
producción como de la distribución de excedentes.
Necesitamos
urgentemente una teoría revolucionaria adecuada a nuestros tiempos.
Propongo una “teoría co-revolucionaria” derivada de la comprensión de lo
postulado por Marx acerca de cómo el capitalismo surgió del feudalismo.
El cambio social emerge mediante el despliegue dialéctico de las
relaciones entre los siete momentos del cuerpo político del capitalismo
visto como un conjunto, o como un conjunto de actividades y prácticas:
las formas tecnológicas y organizacionales de la producción, intercambio
y consumo; las relaciones con la naturaleza; las relaciones sociales
entre las personas; las concepciones mentales del mundo que abarcan
conocimientos, saberes culturales y creencias; los procesos específicos
de trabajo y producción de bienes, geografías, servicios o afectos;
convenios institucionales, legales y gubernamentales; y la conducta en
la vida cotidiana que sustenta la reproducción social.
Cada
uno de estos momentos es internamente dinámico y está intrínsecamente
marcado por tensiones y contradicciones (basta pensar en las
concepciones mentales del mundo), pero todos ellos son co-dependientes y
co-evolucionan interrelacionadamente. La transición al capitalismo
implica un movimiento de apoyo mutuo a través de los siete momentos. Las
nuevas tecnologías no pudieron ser identificadas y practicarse sin
nuevas concepciones mentales del mundo (incluidas aquellas en relación
con la naturaleza y las relaciones sociales). Los teóricos sociales
tienen la costumbre de tomar sólo uno de los momentos y vislumbrarlo
como la “bala de plata” que causa todo cambio.
Tenemos los deterministas tecnológicos (
Tom Friedman), deterministas ambientales (
Jarad Diamond), deterministas de la vida cotidiana (
Paul Hawkins),
deterministas de los procesos de trabajo (autonomistas), los
institucionalistas, y así sucesivamente. Todos están equivocados. Es el
movimiento dialéctico a través de todos estos momentos lo que realmente
cuenta, aun cuando haya un despliegue desigual en ese movimiento.
Cuando
el capitalismo se somete a una de sus fases de renovación lo hace
precisamente por la co-evolución de todos los momentos, obviamente, no
sin tensiones, luchas, peleas y contradicciones. Pero consideremos cómo
estos siete momentos se configuraban alrededor de 1970, antes de la
aparición neoliberal, y consideremos cómo se ven ahora y sabrán que
todos han cambiado de manera tal que redefinen las características
operativas del capitalismo visto como una totalidad no hegeliana.
Un
movimiento político anticapitalista puede empezar en cualquiera de
estos momentos (en los procesos de trabajo, alrededor de concepciones
mentales, en la relación con la naturaleza, en las relaciones sociales,
en el diseño de tecnologías y formas de organización revolucionarias, en
la vida cotidiana o por medio de intentos de reformar las estructuras
institucionales y administrativas, como así también la reconfiguración
de los poderes del Estado).
El truco es mantener el
movimiento político desplazándose de un momento a otro mediante el
refuerzo mutuo. Así fue como el capitalismo surgió del feudalismo y así
es como algo radicalmente diferente que se llama comunismo, socialismo o
lo que sea necesario, surgirá del capitalismo.
Los intentos
anteriores de crear una alternativa socialista o comunista, fatalmente,
no lograron mantener la dialéctica del movimiento entre los diferentes
momentos y no lograron distinguir imprevistos e incertidumbres en el
movimiento dialéctico entre ellos. El capitalismo ha sobrevivido
precisamente por mantener el movimiento dialéctico entre esos momentos y
zanjar de manera constructiva las tensiones inevitables, incluidas las
crisis que han resultado.
El cambio surge, por supuesto, de un
estado de cosas existente y tiene que aprovechar las posibilidades
inmanentes de una situación existente. Dado que la situación actual
varía enormemente de Nepal a las regiones del Pacífico, de Bolivia a las
ciudades desindustrializadas de Michigan y a las ciudades aún en auge
de Mumbai y Shangai y a los sacudidos, pero de ningún modo destruidos,
centros financieros de Nueva York y Londres, todo tipo de experimentos
de cambio social en diferentes lugares y en diferentes escalas
geográficas son probables y potencialmente reveladores como formas de
hacer (o no hacer) otro mundo posible. Y en cada instancia puede parecer
que uno u otro aspecto de la situación actual es la clave para un
futuro político diferente. Pero la primera regla para un movimiento
anticapitalista global debe ser nunca confiar en la dinámica del
despliegue de un momento sin calibrar, cuidadosamente, cómo se están
adaptando las relaciones con todos los otros y cómo reverberan.
Las
posibilidades futuras viables surgen del estado de relaciones existente
entre los diferentes momentos. Las intervenciones políticas
estratégicas dentro y a través de las esferas pueden gradualmente mover
el orden social hacia un camino de desarrollo diferente. Eso es lo que
los líderes sabios e instituciones de avanzada hacen todo el tiempo en
situaciones localizadas, así que no hay razón para pensar que existe
algo particularmente fantástico o utópico en cuanto a actuar de esta
forma.
La izquierda debe buscar construir alianzas
entre y a través de aquellos que trabajan en las diferentes esferas. Un
movimiento anticapitalista tiene que ser mucho más amplio que grupos
movilizándose en torno a las relaciones sociales o en torno a las
cuestiones de la vida cotidiana en sí mismas. Las hostilidades
tradicionales entre, por ejemplo, aquellos con pericia técnica,
científica y administrativa, y aquellos que animan a los movimientos
sociales en las bases, tienen que resolverse y superarse. Ahora tenemos a
mano, en el caso del movimiento en torno al cambio climático, un
ejemplo significativo sobre cómo tales alianzas pueden comenzar a
funcionar.
En esta instancia, la relación con la
naturaleza comienza a despuntar, pero todo el mundo piensa que algo
tiene que ceder en todos los demás momentos, y aunque hay un cierto tipo
de política fantasiosa que quisiera ver la solución como puramente
tecnológica, se hace más evidente cada día que la vida cotidiana, las
concepciones mentales, los arreglos institucionales, los procesos de
producción y las relaciones sociales tienen que estar involucradas. Y
todo esto personifica un movimiento que para reestructurar la sociedad
capitalista en su totalidad debe confrontar la lógica de crecimiento en
que subyace el problema, en primer lugar.
En cualquier movimiento
de transición, sin embargo, debe haber al menos algunos objetivos
comunes. Algunas normas generales pueden establecerse como guía.
Éstas
podrían incluir (y las menciono aquí meramente para ser discutidas)
respeto a la naturaleza, igualitarismo radical en las relaciones
sociales, arreglos institucionales basados, en algún sentido, en el
interés y la propiedad común, procedimientos administrativos
democráticos (contrarios a los esquemas monetizados fraudulentos que
existen hoy), procesos de trabajo organizados por procedimientos
directos, la vida cotidiana como libre exploración de nuevos tipos de
relaciones sociales y acuerdos de convivencia, concepciones mentales
enfocadas en la autorrealización en servicio a los demás e innovaciones
tecnológicas y organizativas orientadas hacia la búsqueda del bien común
en lugar del apoyo al poderío militar, la vigilancia y el egoísmo
corporativo. Estos serían puntos co-revolucionarios en torno a los
cuales la acción social podría converger y girar. ¡Por supuesto que es
utópico! ¡Y qué! No podemos darnos el lujo de no serlo.
Permítanme
detallarles un aspecto particular del problema que se plantea en el
lugar donde trabajo. Las ideas tienen consecuencias y las ideas falsas
pueden tener consecuencias devastadoras. Políticas fallidas basadas en
el pensamiento económico erróneo desempeñaron un papel crucial tanto en
el período previo a la debacle de la década del treinta como en la
aparente incapacidad de encontrar una salida adecuada. Aunque no hay
acuerdo entre los historiadores y los economistas en cuanto a cuáles
políticas fracasaron exactamente, se acordó que la estructura del
conocimiento mediante el cual la crisis se entendía necesitaba ser
revolucionada. Keynes y sus colegas llevaron a cabo esa tarea.
Pero
a mediados de la década del setenta se hizo evidente que las
herramientas de la política keynesiana ya no funcionaban, por lo menos
en la forma en que se estaban aplicando, y fue en este contexto que el
monetarismo, la teoría de la oferta y los (bellísimos) modelos
matemáticos de los comportamientos de mercados microeconómicos
suplantaron, a grandes rasgos, el pensamiento macroeconómico keynesiano.
El estrecho marco teorético monetarista y neoliberal, que dominó a
partir de 1980, hoy es cuestionado. De hecho, ha fracasado
estrepitosamente.
Necesitamos nuevas concepciones
mentales para entender el mundo. ¿Cuáles podrían ser esas y quién las
producirá, dado el malestar sociológico e intelectual que se cierne
sobre la producción de conocimiento y la difusión (igualmente
importante) más general? Las concepciones mentales profundamente
arraigadas asociadas a las teorías neoliberales, a la neoliberalización y
corporativización de las universidades y los medios de comunicación no
han jugado un papel menor en la producción de la crisis actual. Por
ejemplo, toda la cuestión de qué hacer con el sistema financiero, el
sector bancario, el nexo entre el Estado y la financiación y el poder de
los derechos de propiedad privada no puede ser abordada sin salir de
los marcos del pensamiento convencional.
Para que
esto suceda se necesita una revolución en el pensamiento, en lugares tan
diversos como las universidades, los medios de comunicación y el
gobierno, así como dentro de las propias instituciones financieras.
Karl Marx,
quien bajo ningún aspecto estuvo inclinado a abrazar el idealismo
filosófico, sostuvo que las ideas son una fuerza material en la
historia. Las concepciones mentales constituyen, después de todo, uno de
los siete momentos de su teoría general del cambio revolucionario. La
evolución autónoma y los conflictos internos sobre qué concepciones
mentales han de ser hegemónicas, por tanto, tienen un papel histórico
importante.
Es por esta razón que
Marx (junto con
Engels) escribió
El manifiesto comunista,
El capital y
otras innumerables obras. Estas obras ofrecen una crítica sistemática,
aunque incompleta, del capitalismo y su tendencia a las crisis. Pero
como
Marx insistió, sólo cuando estas ideas críticas fueran
trasladadas al campo de los arreglos institucionales, formas de
organización, sistemas de producción, la vida cotidiana, las relaciones
sociales, las tecnologías y relaciones con la naturaleza, el mundo
realmente cambiaría.
Dado que la meta de
Marx era cambiar
el mundo, y no meramente comprenderlo, las ideas tuvieron que ser
formuladas con una profunda intención revolucionaria. Esto condujo
inevitablemente a un conflicto con los modos de pensamiento más
atractivos y útiles para la clase dominante. El hecho de que las ideas
del conflicto en
Marx, especialmente en los últimos años, han sido objeto de represiones repetidas y exclusiones (por no hablar de
bowdlerizaciones y tergiversaciones en abundancia), sugiere que sus ideas pueden ser muy peligrosas de tolerar para las clases dominantes.
Aunque
Keynes declaró repetidamente que él nunca había leído a
Marx, estaba rodeado e influenciado en la década del treinta por mucha gente (al igual que su colega economista
Joan Robinson) que sí lo habían leído. Si bien muchos de ellos se opusieron ruidosamente a los conceptos fundacionales de
Marx
y su modo dialéctico de razonar, eran plenamente conscientes de, y
estaban profundamente afectados por, algunas de sus conclusiones más
esclarecidas. Es justo decir, creo, que la revolución de la teoría
keynesiana no se podría haber llevado a cabo sin la presencia subversiva
de
Marx al acecho.
El problema en esta época es que la mayoría de las personas no tiene idea de quién fue
Keynes y lo que realmente defendió, mientras que el conocimiento acerca de
Marx
es insignificante. La represión de las corrientes críticas y radicales
del pensamiento, o para ser más exactos, el acorralamiento del
pensamiento radical dentro de los límites del multiculturalismo y las
políticas de identidad y elección cultural crean una situación
lamentable en la academia y fuera de ella, que no difiere en principio
del hecho de tener que pedirles a los banqueros que hicieron el lío que
lo limpien con exactamente las mismas herramientas que usaron para
crearlo.
La adhesión generalizada a las ideas
posmodernas y posestructuralistas que celebran lo particular, a expensas
de un pensamiento amplio, no ayuda. Sin duda, lo local y lo particular
son de vital importancia y las teorías que no pueden abarcar, por
ejemplo, la diferencia geográfica, son más que inútiles. Pero cuando
este hecho se utiliza para excluir a todo aquello mayor que la política
parroquial, entonces es total la traición de los intelectuales y la
derogación de su papel tradicional.
La población
actual de académicos, intelectuales y expertos en ciencias sociales y
humanidades está por lo general mal equipada para realizar la tarea
colectiva de revolucionar nuestras estructuras de conocimiento. De
hecho, han estado profundamente implicados en la construcción de los
nuevos sistemas de la gobernabilidad neoliberal que evade preguntas
acerca de la legitimidad y la democracia e impulsa una política
tecnocrática autoritaria.
Pocos parecen predispuestos a participar en la reflexión autocrítica.
Las universidades siguen promoviendo los mismos cursos inútiles sobre
economía neoclásica o teoría política de elección racional como si nada
hubiera sucedido y las escuelas de negocios, tan presumidas, sólo tienen
que añadir un par de cursos sobre ética empresarial o de cómo hacer
dinero con las quiebras de otra gente. Después de todo, ¡la crisis
surgió de la codicia humana, y no hay nada que se pueda hacer acerca de
eso!.
La estructura actual de conocimientos es claramente
disfuncional y evidentemente ilegítima. La única esperanza es que una
nueva generación de estudiantes perceptivos (en el sentido amplio de
todos aquellos que buscan conocer el mundo) lo vea claramente e insista
en cambiarlo.
Esto sucedió en la década del sesenta. En varios
puntos críticos de la historia, los estudiantes inspiraron movimientos,
reconociendo la disyunción entre lo que sucede en el mundo y lo que se
les enseña y muestra desde los medios de comunicación, y estuvieron
dispuestos a hacer algo al respecto. Hay indicios de tal movimiento,
desde Teherán hasta Atenas y en muchas universidades europeas. Cómo
actuará la nueva generación de estudiantes en China, seguramente, debe
ser motivo de profunda preocupación en los pasillos del poder político
en Beijing.
Un movimiento liderado por estudiantes,
revolucionario y juvenil, con todas sus incertidumbres y problemas
evidentes, es condición necesaria pero no suficiente para producir esa
revolución en las concepciones mentales que nos pueda llevar a una
solución más racional de los problemas actuales del crecimiento
ilimitado.
En términos más amplios, ¿qué pasaría si un movimiento
anticapitalista fuese constituido a partir de una amplia alianza entre
los alienados, los descontentos, los marginados y los desposeídos? La
imagen de todas esas personas por todas partes, que se levantan, exigen y
alcanzan un lugar apropiado en la vida social, política y económica,
está sucediendo de hecho. También ayuda a concentrarse en la cuestión de
qué es lo que pueden demandar y qué es lo que hay que hacer.
Las
transformaciones revolucionarias no se pueden lograr sin un mínimo
cambio en nuestras ideas, sin abandonar las creencias apreciadas y
prejuicios, sin dejar diversas comodidades diarias y derechos, someterse
a algún nuevo régimen de vida cotidiana, cambiar nuestros roles
políticos y sociales, reasignar nuestros derechos, deberes y
responsabilidades y modificar comportamientos para ajustarse mejor a las
necesidades colectivas y de una voluntad común.
El mundo que nos
rodea –nuestras geografías– debe ser radicalmente reformado al igual
que nuestras relaciones sociales, la relación con la naturaleza y todos
los otros momentos del proceso co-revolucionario. Es comprensible, hasta
cierto punto, que muchos prefieran una política de negación a una
política de confrontación activa con todo esto.
También sería
reconfortante pensar que todo esto se podría lograr de manera pacífica y
voluntaria, que nos despojaríamos, nos desharíamos, por así decirlo, de
todo lo que poseemos ahora y que se interpone en el camino de la
creación de un mundo socialmente más justo, un orden social estable. Sin
embargo, sería ingenuo imaginar que esto podría ser así, que no habrá
una lucha activa, incluyendo un cierto grado de violencia.
El capitalismo vino al mundo, como Marx
dijo una vez, bañado en sangre y fuego. Aunque sería posible hacer un
trabajo mejor para salir de él que aquel que hiciéramos cuando entramos
en él, las probabilidades están fuertemente en contra de cualquier
pasaje puramente pacífico a la tierra prometida.
Hay tantas corrientes facciosas en el pensamiento de la izquierda como formas de abordar los problemas que ahora enfrentamos.
Tenemos,
en primer lugar, el sectarismo habitual derivado de la historia de la
acción radical y las articulaciones de la teoría política de izquierda.
Curiosamente, el único lugar donde la amnesia no es tan frecuente es
dentro de la izquierda (las divisiones entre los anarquistas y los
marxistas que ocurrieron hacia 1870; entre trotskistas, maoístas y
comunistas ortodoxos; entre los centralizadores que quieren el comando
del Estado y los autonomistas y anarquistas antiestatalistas). Los
argumentos son tan acerbos y facciosos como para hacernos pensar, a
veces, que más amnesia no vendría mal.
Pero más allá de estas
sectas revolucionarias tradicionales y facciones políticas, todo el
campo de la acción política ha sufrido una transformación radical desde
mediados de la década del setenta. El terreno de la lucha política y de
las posibilidades políticas ha cambiado, tanto geográfica como
organizacionalmente.
En la actualidad, hay un gran número de ONG
que juegan un papel político que apenas era visible antes de mediados de
la década del setenta. Financiadas tanto por el Estado como por los
intereses privados, pobladas a menudo por pensadores idealistas y
organizadores (lo que constituye, en sí, un vasto programa de empleo), y
en su mayor parte dedicadas a problemáticas individuales (medio
ambiente, pobreza, derechos de la mujer, lucha contra la esclavitud y
los trabajos de trata, etc.) se abstienen de políticas anticapitalistas
directas incluso cuando defienden ideas y causas progresistas.
En
algunos casos, sin embargo, son activamente neoliberales, participando
en la privatización de las funciones del Estado de Bienestar o
fomentando reformas institucionales para facilitar la integración de las
poblaciones marginadas en los mercados (sistemas de microcrédito y
microfinanciación para la población de bajos ingresos son un ejemplo
clásico de esto).
Mientras que hay muchos profesionales
radicales, y muy dedicados, en este mundo de las ONG, su trabajo es el
mejor de los paliativos. En conjunto, tienen un registro confuso de
logros progresivos, aunque en ciertas instancias, tales como los
derechos de la mujer, el cuidado de la salud y la preservación del medio
ambiente, pueden proclamar, razonablemente, que han hecho importantes
contribuciones al mejoramiento humano.
Pero el cambio
revolucionario por las ONG es imposible. Están demasiado ajustadas a la
política y a las posturas políticas de sus donantes. Por eso, aunque en
el apoyo a la promoción local ayudan a abrir espacios donde las
alternativas anticapitalistas son posibles e incluso apoyan la
experimentación con tales alternativas no hacen nada para prevenir la
absorción de estas alternativas por la práctica capitalista dominante:
incluso la fomentan.
El poder colectivo de las ONG en estos
momentos se refleja en el papel dominante que desempeñan en el Foro
Social Mundial, donde se han concentrado durante los últimos diez años
los intentos por forjar un movimiento de justicia global, una
alternativa global al neoliberalismo.
La segunda gran tendencia
de la oposición surge de los anarquistas, autonomistas y organizaciones
de base, que rechazan financiamiento externo, incluso cuando algunos de
ellos se basan en instituciones alternativas (tales como la Iglesia
Católica, con su iniciativa de “comunidad de base” en América Latina
para ampliar el patrocinio de la iglesia a la movilización política en
los centros urbanos de los Estados Unidos). Este grupo está lejos de ser
homogéneo (de hecho, hay fuertes disputas entre ellos, picas, por
ejemplo, la de los anarquistas sociales contra los que tildan
cáusticamente como de mero “estilo de vida” anarquista).
Hay, sin
embargo, una antipatía común de negociación con el poder del Estado y
un énfasis en la sociedad civil como la esfera donde el cambio se puede
lograr.
El poder de autoorganización de las personas
en las situaciones cotidianas que viven debe ser la base para cualquier
alternativa anticapitalista.La creación de redes horizontales es su
modelo de organización preferido. Las llamadas “economías solidarias”,
basadas en el trueque, sistemas de producción colectiva y local o
regional, son su forma político-económica preferida.
Normalmente
se oponen a la idea de que cualquier dirección central podría ser
necesaria y rechazan las relaciones sociales jerárquicas o las
estructuras jerárquicas de poder político, junto con los partidos
políticos convencionales. Organizaciones de este tipo se pueden
encontrar en todas partes y en algunos lugares han alcanzado un alto
grado de prominencia política.
Algunos de ellos son radicalmente
anticapitalistas en su postura y defienden objetivos revolucionarios y
en algunos casos están dispuestos a defender el sabotaje y otras formas
de disturbios (reflejos de las Brigadas Rojas en Italia, la
Baader Meinhoff en Alemania y el
Weather Underground en
los Estados Unidos, en la década del setenta). Pero la eficacia de
todos estos movimientos (dejando de lado sus franjas más violentas) está
limitada por su resistencia y su incapacidad de convertir su activismo
en formas de organización a gran escala capaces de enfrentar problemas
globales.
La presunción de que la acción local es el único nivel
de cambio significativo y que cualquier cosa que huela a jerarquía es
contrarrevolucionaria se torna autodestructiva cuando se trata de
cuestiones mayores. Sin embargo, estos movimientos proporcionan,
incuestionablemente, una base amplia para la experimentación con
políticas anticapitalistas.
La tercera posición o
tendencia general está dada por la transformación que viene ocurriendo
en la organización laboral tradicional y en los partidos políticos de
izquierda, que van desde las tradiciones sociales democráticas a formas
más radicales, trotskista y comunista, de organización de partidos
políticos. Esta tendencia no es hostil a la conquista del poder estatal o
a las formas jerárquicas de organización.
De hecho,
se refiere a este último como necesario para la integración de la
organización política mediante una variedad de escalas políticas. En los
años en que la socialdemocracia era hegemónica en Europa y aún
influyente en los Estados Unidos, el control estatal sobre la
distribución del excedente se convirtió en una herramienta crucial para
reducir las desigualdades.
El hecho de no tener el control social
sobre la producción de excedentes y, por lo tanto, impugnar realmente
el poder de la clase capitalista, era el talón de Aquiles de este
sistema político, pero aunque no debemos olvidar los avances que se
hicieron, ahora es claramente insuficiente volver a ese modelo político
con su asistencialismo social y la economía keynesiana. El movimiento
bolivariano en América Latina y el ascenso al poder estatal de los
gobiernos socialdemocráticos progresistas son uno de los signos más
esperanzadores de la reanimación de una nueva forma de estatismo de
izquierda.
Tanto los sindicatos como los partidos políticos de
izquierda han sufrido algunos golpes duros en el mundo capitalista
avanzado durante los últimos treinta años. Ambos han sido o bien
convencidos o bien forzados a un amplio apoyo al proceso neoliberal,
aunque con un rostro algo más humano.
Una forma de mirar al
neoliberalismo, como se ha señalado, es como a un movimiento muy
revolucionario y muy grande (encabezado por la autoproclamada figura
revolucionaria,
Margaret Thatcher) encargado de privatizar los excedentes o de al menos prevenir más su socialización.
Si
bien hay algunos signos de recuperación tanto de la organización
laboral como de las políticas de izquierda (a diferencia de “la tercera
vía”, celebrada por el nuevo laborismo en Gran Bretaña bajo la égida de
Tony Blair
y desastrosamente copiada por muchos partidos socialdemócratas en
Europa) junto con los signos de la aparición de los partidos políticos
más radicales en diferentes partes del mundo, depender exclusivamente de
una vanguardia de trabajadores está ahora en cuestión como lo está la
capacidad de los partidos izquierdistas que ganan un poco de acceso al
poder político para tener un impacto sustantivo en el desarrollo del
capitalismo y hacer frente a la dinámica problemática de la propensión a
la crisis de la acumulación.
La actuación del Partido Verde
Alemán en el poder ha sido poco estelar en relación con su postura
política fuera del poder, y los partidos socialdemócratas han perdido
completamente el camino de una verdadera fuerza política. Sin embargo,
los partidos políticos de izquierda y los sindicatos todavía son
importantes y su toma de posesión de aspectos del poder estatal, como el
Partido de los Trabajadores en Brasil o el movimiento bolivariano en
Venezuela, ha tenido un claro impacto en el pensamiento de izquierda, no
sólo en América Latina. El problema complicado de cómo interpretar el
papel del Partido Comunista Chino, con su control exclusivo sobre el
poder político, y cuáles podrían ser sus políticas futuras, no es fácil
de resolver tampoco.
La teoría co-revolucionaria descripta con
antelación sugiere que no hay forma de que un orden social
anticapitalista pueda construirse sin tomar el poder del Estado,
transformándolo radicalmente y reconstruyendo el marco constitucional e
institucional que actualmente consolida la propiedad privada, el sistema
de mercado y la acumulación ilimitada de capital.
La competencia
interestatal y las luchas neoeconómicas y geopolíticas por todo, desde
el comercio y el dinero hasta las preguntas sobre hegemonía, son
demasiado importantes como para dejarlas libradas a los movimientos
sociales locales o como para dejarlas de lado por ser demasiado grandes
para contemplar. Cómo será reelaborada la arquitectura de los vínculos
de la financiación estatal junto con la cuestión inevitable de la medida
del valor dado por el dinero son preguntas que no pueden ser ignoradas
en la búsqueda de construir alternativas a la economía política
capitalista. No tener en cuenta al Estado y a la dinámica del sistema
interestatal es, por lo tanto, una idea ridícula de aceptar para
cualquier movimiento anticapitalista revolucionario.
La
cuarta tendencia general está constituida por todos los movimientos
sociales que no estén guiados por alguna filosofía política en
particular o tendencias, sino por la necesidad pragmática de resistir el
desplazamiento y el despojo (mediante el aburguesamiento, el desarrollo
industrial, la construcción de represas, la privatización del agua, el
desmantelamiento de servicios sociales y las oportunidades de educación
pública, o lo que sea).
Esta instancia focaliza en
la vida cotidiana en la ciudad, pueblo, aldea o en lo que provea una
base material para la organización política contra las amenazas que las
políticas estatales y los intereses capitalistas invariablemente
plantean a las poblaciones vulnerables. Estas formas de protesta
política son masivas.
Una vez más, hay una amplia gama de
movimientos sociales de este tipo, algunos de los cuales pueden
radicalizarse con el tiempo a medida que sean cada vez más conscientes
de que los problemas son sistémicos y no particulares y locales.
La
puesta en común de esos movimientos sociales en alianzas por las
tierras –como la Vía Campesina, el Movimiento Sin Tierra (MST) de
campesinos de Brasil o los campesinos en la India que se movilizan
contra la apropiación de tierra y recursos por parte de las
corporaciones capitalistas– o en contextos urbanos –el derecho a la vida
digna en la ciudad y los movimientos de recuperación de tierras en
Brasil y ahora en los Estados Unidos– sugiere que el camino puede estar
abierto para crear alianzas más amplias, para debatir y confrontar a las
fuerzas sistémicas que sustentan las particularidades del
aburguesamiento, la construcción de represas, la privatización o lo que
sea. Más pragmáticos antes que impulsados por preconceptos ideológicos,
estos movimientos, sin embargo, pueden llegar a entendimientos
sistémicos desde su propia experiencia.
En la medida en que
muchos de ellos coexisten en el mismo espacio, como dentro de la
metrópoli, pueden (como supuestamente sucedió con los trabajadores de
las fábricas en las primeras etapas de la revolución industrial) hacer
causa común y empezar a forjar, sobre la base de su propia experiencia,
una conciencia de cómo funciona el capitalismo y qué es lo que
colectivamente se podría hacer. Este es el terreno donde tiene mucho que
decir la figura del “intelectual orgánico”, que es muy representativa y
parte fundamental en la obra de Antonio Gramsci, los autodidactas que
llegan a entender el mundo inmediato a través de experiencias difíciles
pero que forman su comprensión del capitalismo en general.
Escuchar
a los líderes campesinos del MST en Brasil o a los dirigentes del
movimiento anticorporativo de apropiación de tierras en la India es una
educación privilegiada. En este caso, la tarea de alienados y
descontentos educados es ampliar la voz subalterna de manera tal que se
pueda prestar atención a las circunstancias de explotación y represión y
a las respuestas que se pueden formar en un programa de lucha
anticapitalista.
El quinto epicentro para el cambio
social reside en los movimientos emancipatorios en torno a cuestiones de
identidad –mujeres, niños, homosexuales, razas y minorías étnicas y
religiosas demandan un mismo lugar bajo el sol– junto con la amplia gama
de movimientos medioambientales que no son explícitamente
anticapitalistas.
Los movimientos que reclaman
emancipación en cada uno de estos temas son geográficamente desiguales y
a menudo están espacialmente divididos en términos de necesidades y
aspiraciones, pero las conferencias mundiales sobre los derechos de la
mujer (Nairobi en 1985, que condujo a la declaración de Beijing de 1995)
y el anti-racismo (la conferencia más polémica fue la de Durban en
2009) están tratando de encontrar un terreno común, como es cierto
también de las conferencias del medio ambiente y no hay duda de que las
relaciones sociales están cambiando a lo largo de todas estas
dimensiones por lo menos en algunas partes del mundo.
Cuando son
enunciados en estrechos términos esencialistas, estos movimientos pueden
parecer antagónicos a la lucha de clases. Ciertamente, en gran parte de
la academia se arrogan un lugar de privilegio a expensas del análisis
de clase y la economía política, pero la feminización de la fuerza
laboral global, la feminización de la pobreza en casi todas partes y el
uso de las diferencias de género como medio de control laboral hacen que
la emancipación y la eventual liberación de la mujer de sus represiones
sea una condición necesaria para enfocar más definidamente la lucha de
clases. La misma observación se aplica a todas las otras formas de
identidad donde se encuentran la discriminación o la represión pura y
simple.
El racismo y la opresión de mujeres y niños fueron
fundacionales para el surgimiento del capitalismo, pero el capitalismo,
tal como en la actualidad se constituye, en principio, puede sobrevivir
sin estas formas de discriminación y opresión, aunque su capacidad
política para hacerlo se vería gravemente disminuida, si no herida de
muerte, frente a una fuerza de clase más unificada.
El abrazo
modesto del multiculturalismo y los derechos de la mujer dentro del
mundo corporativo, especialmente en los Estados Unidos, aporta algunas
pruebas del alojamiento del capitalismo en estas dimensiones del cambio
social (incluyendo el medio ambiente), aun cuando hace hincapié en la
relevancia de las divisiones de clase como principal dimensión de acción
política.
Estas cinco grandes tendencias no son mutuamente
excluyentes o exhaustivas de las plantillas de organización para la
acción política.
Algunas organizaciones combinan perfectamente
los aspectos de las cinco tendencias. Pero hay mucho trabajo por hacer
para unir a estas tendencias en torno a la cuestión subyacente: ¿puede
cambiar el mundo material, social, mental y políticamente, de tal manera
que sea enfrentado no sólo el mal estado de las relaciones sociales y
naturales en muchas partes del mundo sino también la persistencia del
crecimiento compuesto ilimitado? Esta es la pregunta que deben insistir
en preguntar los alienados y descontentos, una y otra vez, incluso
cuando aprenden de los que experimentan el dolor directo y por lo cual
son tan adeptos a organizar resistencias a las graves consecuencias del
crecimiento compuesto.
Los comunistas,
Marx y
Engels, afirmaban en su concepción original, expresada en
El manifiesto comunista, no
tener partido político. Simplemente se constituyen en todo momento y en
todo lugar como aquellos que comprenden los límites, fracasos y
tendencias destructivas del orden capitalista, así como las innumerables
máscaras ideológicas y legitimaciones falsas que los capitalistas y sus
apologetas (particularmente en los medios de comunicación) producen
para perpetuar su poder singular de clase.
Comunistas
son todos los que trabajan sin cesar para producir un futuro diferente
al que el capitalismo depara. Esta es una definición
interesante.Mientras que el comunismo tradicional institucionalizado
está muerto y enterrado, según esta definición hay millones de
comunistas de facto activos entre nosotros, dispuestos a actuar
según sus comprensiones, preparados para consumar de manera creativa los
imperativos anticapitalistas.
Si, como declaraba el movimiento
altermundista de finales de los noventa “otro mundo es posible”,
entonces por qué no decimos también “otro comunismo es posible”. Las
circunstancias actuales del desarrollo capitalista exigen algo así, si
es que queremos lograr un cambio fundamental.