Por Antonio Sanabria, Bibiana Medialdea, Luis Buendia, Miguel Montayà, Nacho Álvarez y Ricardo Molero.
La crisis por la que atraviesa actualmente la economía mundial tiene su origen en el modelo económico neoliberal surgido a partir de los años setenta. Dicho modelo se basaba en la puesta en marcha de un proceso de ajuste estructural de carácter permanente sobre el salario como base para la recuperación de la rentabilidad empresarial. Aunque este proceso, que devino en una progresiva pauperización de la clase trabajadora, permitió un relativo redespliegue del crecimiento económico mundial, presentaba, sin embargo, unos límites de carácter intrínseco. Así, la acumulación de importantes tensiones en el centro mismo de dicha economía ha hecho estallar ahora una burbuja financiero-especulativa que ha puesto en tela de juicio la viabilidad de dicho modelo neoliberal. Sin embargo, los indicios que empiezan a aparecer en forma de respuestas frente a la crisis hacen temer que la salida a esta crisis se haga sobre la base de una vuelta de tuerca más en el ajuste salarial.
La crisis por la que atraviesa actualmente la economía mundial tiene su origen en el modelo económico neoliberal surgido a partir de los años setenta. Dicho modelo se basaba en la puesta en marcha de un proceso de ajuste estructural de carácter permanente sobre el salario como base para la recuperación de la rentabilidad empresarial. Aunque este proceso, que devino en una progresiva pauperización de la clase trabajadora, permitió un relativo redespliegue del crecimiento económico mundial, presentaba, sin embargo, unos límites de carácter intrínseco. Así, la acumulación de importantes tensiones en el centro mismo de dicha economía ha hecho estallar ahora una burbuja financiero-especulativa que ha puesto en tela de juicio la viabilidad de dicho modelo neoliberal. Sin embargo, los indicios que empiezan a aparecer en forma de respuestas frente a la crisis hacen temer que la salida a esta crisis se haga sobre la base de una vuelta de tuerca más en el ajuste salarial.
Crisis de rentabilidad y ajuste salarial desde los años setenta: el modelo neoliberal
El
modelo de acumulación surgido tras la II Guerra Mundial, denominado en
ocasiones como “edad dorada” del capitalismo, mostraba síntomas de
agotamiento ya a finales de los años sesenta. Entre ellos los que se
hacían más evidentes eran la ralentización del crecimiento, la inflación
y el desempleo[1].
Sin embargo, más allá de factores puntuales, el agotamiento del modelo
venía determinado por una caída de la rentabilidad empresarial que
mostraba el definitivo colapso del patrón de acumulación posbélico[2].
Los beneficios disminuían mientras que la inflación, al situarse en
tasas superiores a las de los tipos de interés, erosionaban el valor de
los préstamos y otros activos financieros. La reducción que ello supuso
en términos de ingresos para el capital durante los años setenta, junto
con la incapacidad de las políticas keynesianas para dar la vuelta a
esta situación, terminaron por precipitar una crisis de enormes
magnitudes.
Aquella
crisis, lejos de constituir un episodio pasajero, se mostraba como un
fenómeno estructural y duradero que, de hecho, según muchos autores ha
llegado hasta nuestros días (Vidal Villa y Martínez Peinado,
2000:381-392). La escalada de reformas que, como respuesta a la crisis,
se puso en marcha en la década posterior (Álvarez, 2007:19), tomó la
forma de un ajuste permanente sobre el salario, como medida de
recomposición de las relaciones capital-trabajo, con el objetivo último
de recuperar la rentabilidad. Cinco son los ejes principales de esas
políticas de ajuste (Edwards, 1995) que, con un carácter universal y
bajo el conocido nombre de neoliberalismo, se impusieron a lo largo y
ancho del mundo durante las tres últimas décadas:
- Ajuste fiscal: de manera general se amplió la base imponible al tiempo que se reducían los tipos impositivos[3], favoreciéndose especialmente a las rentas del capital y a la población de altos ingresos.
- Liberalización comercial: bajo los auspicios de la OMC, y con el impulso de cada vez más proyectos de integración regional, se redujeron las barreras comerciales (especialmente las arancelarias) en detrimento de los sectores más sensibles a la competencia internacional.
- Reforma del sector financiero: esta categoría agrupa a una amplia variedad de medidas tendentes a desregular los flujos de capitales (especialmente los internacionales)[4]. Prácticamente todos los gobiernos abolieron las reglamentaciones sobre el crédito, liberalizaron los movimientos internacionales de capitales y desreglamentaron los mercados de acciones. Además, se impulsaron los mercados de deuda pública, divisas, obligaciones y derivados.
- Privatizaciones: consistió en la transferencia, primero de empresas y luego de otras funciones y servicios públicos, a manos privadas, insertándolas, por tanto, en la misma lógica de la rentabilidad.
- Desregulación laboral: supuso una progresiva pero profunda reforma del mercado de trabajo a fin de flexibilizar las formas de contratación, reduciendo las garantías legales y la capacidad negociadora de los trabajadores[5], así como los costes de contratación y despido.
Este
conjunto de políticas de ajuste, que también implicaron medidas de gran
relevancia tomadas por las empresas en el ámbito directamente
productivo, devinieron en un generalizado ajuste sobre el salario,
entendido éste en sus tres componentes principales: salario directo,
salario indirecto y salario diferido. De este modo justo antes del
estallido de la crisis financiera en EE.UU. se constaba, tanto en esta
economía como en el resto del continente americano, una caída del
salario directo en términos reales, un intenso deterioro de los salarios
indirecto y diferido y un generalizado empeoramiento de las condiciones
laborales. Así, por poner sólo un ejemplo, el salario medio en términos
reales de un trabajador estadounidense había pasado de ser 8,99
dólares/hora en 1972 a 8,24 dólares/hora en 2006. No es de extrañar que,
de este modo, se produjese, en los países tanto del centro como de la
periferia de la economía mundial, un marcado retroceso de la
participación de los salarios en la renta nacional, al mismo tiempo que
un incremento de la de los beneficios, dejando claro el carácter de
clase de las medidas neoliberales[6].
Lo
más paradójico es que a pesar de esto, es decir, a pesar del éxito a la
hora de recuperar la rentabilidad, sin embargo, con el proceso de
ajuste no se logró un redespliegue equivalente de las capacidades
productivas. Así se refleja, por ejemplo, en que según los datos de la
OCDE, el crecimiento económico anual de sus países miembros ha sido cada
vez más débil[7].
Una tendencia que, junto con la creciente inestabilidad de la economía
mundial, ha desincentivado la inversión productiva, dando lugar, como
característica del modelo de ajuste, a una baja proporción de la
inversión en relación con el PIB. De esta manera, según datos del Banco
Mundial, la tasa media anual de crecimiento de la inversión bruta entre
1990 y 1996 fue de 2,7%, mientras que la tasa media entre 1966 y 1973
había sido de un 7% anual (Crotty, 2000: 4-5).
Es
decir, si bien el proceso de ajuste fue capaz de recuperar los niveles
de rentabilidad, lo hizo sin lograr recomponer con ello el ritmo de
acumulación, llevando a una necesidad de políticas de ajuste cada vez
más profundas y desfavorables a los trabajadores. El ajuste ha devenido,
así, un proceso permanente, convertido en imprescindible para sostener
el crecimiento de la rentabilidad, pero que obstaculiza al mismo tiempo
las bases necesarias para sostener el crecimiento económico lo que, de
nuevo, hace necesario recurrir a él.
La
crisis actual tiene que ver con esa incapacidad de las políticas de
ajuste neoliberal para asegurar el sostenimiento de las tasas de
crecimiento, pero, no sólo eso, sino que, a su vez, los fundamentos de
dicho crecimiento han perdido solidez también como consecuencia del
sobredimensionamiento financiero que han originado.
La financiarización como detonante de la crisis mundial
Así
es, dada la creciente dificultad de valorización del capital en los
circuitos productivos, la reforma de los mercados financieros ha sido un
mecanismo clave para completar su rentabilidad en ese otro ámbito de la
economía. Tanto es así que podríamos hablar de un nuevo modelo de
crecimiento (o patrón de acumulación) en el que los beneficios se
realizan fundamentalmente en circuitos financieros, y no a través de la
producción y del comercio (Krippner, 2005:174). Este hecho se evidencia
al comparar la rentabilidad de las sociedades financieras con las no
financieras en EE UU. Si en 1981 la tasa de beneficio de las sociedades
no financieras rondaba el 5%, mientras que la de las sociedades
financieras era del 15%; en 2006, esas tasas habían evolucionado hasta
el 10% y el 35% respectivamente (Álvarez y Medialdea, 2009:24).
No
es de extrañar que desde los años ochenta se constate un crecimiento
desproporcionado de las finanzas, que se han ido desvinculando
progresivamente de la dinámica de la economía productiva. Como ya es
sabido, mientras que el PIB mundial a precios corrientes se ha duplicado
entre 1990 y 2005, el volumen de transacciones de los mercados de
divisas se ha multiplicado por 3,5, el de deuda pública y el de
derivados por 4, y el de acciones por 9 (op. cit.,,
2009:23). Para referirse a esta nueva y creciente importancia de las
finanzas dentro de la actividad económica algunos autores acuñan el
concepto de financiarización, que alude a un proceso según el cual las
finanzas pierden su tradicional función de nexo entre el ahorro y la
inversión productiva, para crecer exponencialmente en forma de masas de
capital líquido que es rentabilizado en el ámbito financiero. Se trata
de un capital ficticio que no financia la actividad productiva, de la
cual se halla totalmente desvinculado[8],
y se convierte en una fuente permanente de inestabilidad financiera que
alimenta la tendencia a la formación de burbujas especulativas, de un
carácter cada vez más frecuente y virulento[9].
No en vano, hay que recordar que el estallido de la crisis de las hipotecas subprime
de EE.UU. en el verano de 2007 tiene su origen último en el pinchazo
anterior de la burbuja tecnológica en 2000-2001. En efecto, con motivo
de éste se movieron ingentes masas de liquidez hacia su inversión en
inmuebles, considerados como valores refugio. Ese mismo exceso de
liquidez a la búsqueda de rentabilidad impulsó a los bancos a otorgar
créditos fáciles a hogares y empresas, alentados por tipos de interés
reducidos. Ello terminó por impulsar la dinámica especulativa y el
sobreendeudamiento en el mercado inmobiliario de hogares formados en su
gran mayoría por asalariados. Si entre 2002 y 2006 las economías crecían
al 3%-4%, los precios de la vivienda lo hacían al 15%-20% anual en EE
UU (Álvarez y Medialdea 2009:26), y a un promedio de 14% en España
(según datos oficiales del Ministerio de la Vivienda).
El
inicio de la caída de los precios de la vivienda, unida al alza de
tipos entre 2004 y 2007, determinó la quiebra de la lógica del
endeudamiento. El pinchazo causó una reacción en cadena favorecida,
precisamente, por el proceso de financiarización. Los bancos que
concedieron créditos hipotecarios en EE UU los habían vendido a
terceros: los bancos de inversión titularizaron esos créditos
(agrupándolos en paquetes que conjugaban diversos grados de riesgo),
creando los bonos CDO que fueron comprados por inversores que, a su vez,
crearon productos derivados (CDS) para diluir el riesgo (es decir, para
propagarlo). Cuando estalló la burbuja inmobiliaria y aumentó la tasa
de morosidad, la cadena se rompió por el eslabón más débil: los hogares
más pobres comenzaron a no poder pagar sus hipotecas. A pesar de que las
agencias internacionales de calificación (Moody’s, Standard &
Poor’s, Fitch) habían certificado con “seguridad máxima” los bonos CDO,
estos títulos se desvalorizan rápidamente.
Así,
la crisis no ha tardado en golpear con dureza a la economía real de las
potencias mundiales. El colapso del sector inmobiliario ya supone de
por sí un fuerte impacto en algunas economías, como la española. Pero a
eso se han unido los problemas de liquidez de las entidades financieras
y, especialmente, el hecho de que éstas desconozcan la magnitud de las
pérdidas en los balances del resto de entidades. Ello ha inducido una
drástica restricción del crédito: los bancos dedican su liquidez a
solucionar los agujeros en sus balances, antes que a prestar a otros. El
colapso crediticio bloquea el comercio, la inversión empresarial y el
consumo, interrumpiendo con ello la producción económica[10].
El
hecho es que en la situación actual es posible contrastar muy
claramente la incapacidad que han tenido las medidas del ajuste
neoliberal para permitir al capitalismo mundial superar su tendencia
recurrente a la crisis. El proceso de financiarización, permitido por la
desregulación que se ha producido del sector financiero, sólo es la
forma concreta que ha tomado el ajuste sobre el salario durante las tres
últimas décadas. Como consecuencia de ello, la caída de la
participación de los salarios en la renta nacional ha tenido como
contrapartida un incremento de la rentabilidad del capital que se ha
canalizado hacia el citado ámbito financiero.
En
último lugar, si a pesar de esa recuperación de la rentabilidad que se
ha propiciado, no ha sido posible sostener el proceso de acumulación y
crecimiento, lo que habría que plantearse, entonces, es cuáles serían
las políticas de respuesta frente a las crisis que sí lo permitirían. O,
más aún, si se tiene en cuenta que las alternativas principales que se
vislumbran en el horizonte, como la keynesiana, también se demostraron
ya insuficientes para asegurar ese proceso y fueron abandonadas,
entonces quizás habría que cuestionar la viabilidad de tales políticas.
Respuestas a la crisis: ¿soluciones o huída hacia delante?
En
este sentido, vemos que en el seno de los gestores del sistema no
existe actualmente un consenso lo bastante amplio sobre las causas y el
alcance de la crisis, y se aprecia división de opiniones y de intereses,
lo cual conduce a una toma de medidas a menudo tímida y contradictoria.
Así, por ejemplo, la patronal CEOE reconoce la “debilidad de la demanda
interna” como un elemento que lastra la recuperación de la economía,
pero no aboga por políticas de demanda activas, sino por medidas como el
abaratamiento del despido, la contención salarial, la reducción de las
cuotas patronales a la Seguridad Social y, en definitiva, por medidas
que la debilitarían aún más[11].
De esta manera, se aspira a una nueva oleada de políticas neoliberales.
Sin salir de España, también resulta elocuente el esfuerzo de
austeridad económica que están realizando muchos poderes públicos
autonómicos y locales (lo cual retroalimenta la crisis).
Mientras
tanto, otras voces del sistema apuntan su diagnóstico hacia una crisis
de demanda y a la necesidad de políticas fiscales activas para
enfrentarse a su drástica caída, acompañadas de políticas monetarias
expansivas. De esta manera, organismos como el Fondo Monetario
Internacional desempolva ciertas ideas de un keynesianismo
que había completamente denostado hasta finales de 2007, mientras que
las principales instituciones estatales, como el Departamento del Tesoro y
la Reserva Federal en el caso de EE.UU, o el Banco Central Europeo y
los diferentes gobiernos en el de la Unión Europea, centran
completamente sus políticas en la activación de la demanda.
Pero
basta detenerse en observar dos capítulos importantes de estas
políticas para encontrar elementos de acuerdo entre dos posturas
aparentemente divergentes. En el caso de España, desde ningún sector del
capital se formulan críticas sustanciales a las ingentes sumas de
dinero inyectadas para sostener el sistema bancario[12], ni los desembolsos destinados a apuntalar el sector de la construcción[13].
Aunque los acontecimientos evolucionan con rapidez, la apuesta que
parece subyacer a las políticas anticrisis consiste en apuntalar el
modelo económico actual sin cuestionar sus fundamentos, intentando
superar una crisis que todavía se concibe como un bache. Parece que, más
allá de la retórica oficial de la “búsqueda de un nuevo modelo” que no
termina de concretarse como propuesta coherente, se opta por una suerte
de huída hacia delante, consistente en extenuar las posibilidades
económicas del modelo actual.
Ante
esta situación es imprescindible formular dos preguntas: ¿Son
suficientes las medidas actuales para revertir la situación económica? Y
¿por cuánto tiempo podrán sostenerse? La cúpula del capital ha
impulsado la intervención del Estado para rescatar entidades
financieras, realizándose una tremenda transferencia de rentas desde las
arcas públicas hacia entidades financieras sin garantía de reposición y
sin que ello suponga un control efectivo de la banca por el Estado
(Álvarez y Medialdea, 2009:30). Las inyecciones de liquidez del BCE se
están realizando a cambio de activos no seguros, y todo el proceso
destaca por su opacidad. Se socializan pérdidas en favor del rentismo
financiero sin contrapartida alguna que proteja a los asalariados frente
a la crisis, al tiempo que estas medidas evidencian la existencia de
recursos suficientes para hacerlo si hubiese voluntad política. El
déficit público aumenta y la economía, que deberá generar recursos para
cerrar ese déficit en el futuro, no se recupera. Ante una crisis de
realización, el desfase entre oferta y demanda se ha cerrado
históricamente por dos mecanismos: las políticas de estímulo de la
demanda y la destrucción de fuerzas productivas (aumento del desempleo,
cierre de empresas, etc.). Mientras no surta efecto lo primero operará
lo segundo.
Además,
como se ha dicho antes, da la impresión de que las políticas anticrisis
no se cuestionan los fundamentos de un modelo económico que parecen
querer salvar. Pero ¿hasta qué punto es factible continuar con la
dinámica económica de largo plazo que ha originado la ofensiva
neoliberal contra el trabajo? ¿Hasta qué punto puede sostenerse la
lógica de las políticas de ajuste? Hemos visto que éstas dan pie a un
círculo vicioso que involucra elementos comprometen su propia
viabilidad:
1. Se
basa en un ajuste permanente sobre el trabajo, lo cual se traduce en un
deterioro constante de la posición relativa de los trabajadores en el
reparto de la renta, y de su progresiva exclusión del progreso
económico.
2. Aunque
ha recuperado los niveles de rentabilidad, no ha logrado recomponer el
ritmo de acumulación, por lo que se polariza la capacidad de ahorro
mientras se estrechan las posibilidades de inversión productiva.
3. Como
consecuencia de lo anterior, aumenta la presión para incorporar a la
lógica del beneficio espacios que todavía están a salvo de ella (y que
son finitos), por mecanismos como las privatizaciones[14] o la rapiña de los recursos naturales.
4. También
aumenta exponencialmente la masa de capital líquido, lo cual alimenta
una lógica de financiarización progresiva que, a su vez exige una
desreglamentación creciente. Ello provoca un descontrol que hace cada
vez más frecuentes y profundas las burbujas especulativas[15].
Este
modelo económico ha sido capaz de dar al traste con una premisa
irrenunciable del progreso de las sociedades: que una generación tenga
mejores condiciones de vida que la anterior. Esto ya no se cumple para
la inmensa mayoría de la población mundial: la clase trabajadora. Pero
por encima de esto (o, precisamente a causa de ello), ahora se ve
comprometida precisamente la propia viabilidad del modelo, y se hacen
patentes los cada vez mayores costes sociales del sistema capitalista,
que genera una brecha cada vez mayor entre la potencialidad económica de
la humanidad y la realidad de la crisis mundial. No nos queda sino
denunciar una vez más lo que tanto tiempo hace que quedó constatado: que
el capitalismo sólo se mantiene en pie a costa de ensanchar dicha
brecha. Si la historia nos demuestra que todos los modelos de política
económica que se han puesto en marcha para sostenerlo han fracasado, ¿no
será hora ya de dejar de intentarlo?
Bibliografía
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Duménil, Gérard, y Lévy, Dominique (2004), Capital resurgement. Roots of the Neoliberal Revolution, Harvard University Press Harvard, Mass.
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Krippner, G. R. (2005) “The Financialization of the American Economy”, Socio-Economic Review, (2005), Oxford.
Onaran,
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Torres, J. y Garzón, A. (2009): La crisis financiera. Guía para entenderla y explicarla. ATTAC, Madrid.
Vidal Villa, J.M.ª y Martínez Peinado, J. (2000). Economía mundial. McGraw-Hill, Madrid.
[1]
Los fuertes incrementos en el precio del petróleo, en 1973 y 1979 no
fueron sino un fenómeno más de aquella crisis entre otros muchos no
menos importantes: crecientes desequilibrios internacionales en las
balanzas por cuenta corriente, ralentización en los niveles de inversión
productiva, agotamiento del modelo fordista de relaciones
laborales, ralentización del sector industrial y del progreso
tecnológico, menores tasas de incremento en la productividad laboral,
convulsiones en las principales plazas financieras o la propia quiebra
del sistema monetario internacional dólar-oro, fijado en los acuerdos de
Bretton Woods de 1944.
[2]
En el análisis realizado por Duménil y Lévy (2004:23) acerca del papel
desempeñado por la tasa de beneficio en el desencadenamiento de la
crisis entre las principales economías, se observa cómo el factor
explicativo radica en la decreciente eficiencia que tienen las nuevas
inversiones a partir de finales de los años sesenta.
[3]
La argumentación de Laffer y otros teóricos sostenía que una reducción
impositiva permitiría incrementar la recaudación, al tiempo que
reduciría las distorsiones de precios en los mercados, contribuyendo así
a una mayor eficiencia y dinamismo económicos.
[4]
El objetivo declarado por los impulsores de las políticas era
contribuir a un entorno macroeconómico más estable y un sistema
financiero más desarrollado y solvente, lo cual supuestamente
facilitaría la canalización del ahorro hacia la inversión productiva.
[5]
Las reformas operadas en el mercado de trabajo, más que reducir los
índices de desempleo (Onaran, 2004:15), han permitido un aumento del
subempleo, de la temporalidad y la generalización de la precariedad como
característica del panorama laboral en todo el mundo.
[6]
No en vano, de esta generalizada evolución regresiva en la distribución
funcional de la renta entre salarios y beneficios se hacían eco en el
mismo año 2007 diversos organismos internacionales como la OCDE, en su
informe “Globalization, Jobs and Wages” (Policy Brief – OECD Observer) de junio de 2007, y el Fondo Monetario Internacional, en el capítulo 5 (“The Globalization of Labor”) del World Economic Outlook de abril de 2007. Para el caso de la Unión Europea destaca el artículo publicado en el Boletín Económico del Banco de España
en agosto de 2007 por Moral y Genre sobre “La evolución en la UEM de la
participación de los salarios en la renta”, y para España, el capítulo 3
de la Memoria sobre la Situación Socioeconómica y Laboral que publicó el Consejo Económico y Social, en junio de 2007.
[7]
Así, si en el periodo 1950–1973 la tasa de crecimiento promedio del PIB
era del 4,9%, entre 1974 y 1979 ésta bajó a 3,4%; pero en las tres
décadas siguientes el ritmo ha decaído sin pausa: 2,9, (1980–1990) 2,6
(1990–2000) y 2,0 (2000–2005).
[8]
El volumen de divisas negociado en un solo día en 2006 era muy superior
al valor diario de las principales variables de la economía real (15
veces superior al PIB mundial, 60 veces superior al comercio mundial y
800 veces por encima de la inversión extranjera directa internacional).
Por otro lado, las bolsas habían crecido entre el 15 y el 25% anual
entre 2008 y 2007, mientras el PIB crecía en torno al 3-4% (Álvarez y
Medialdea, 2009:24).
[9]
No hay sino que recordar los estallidos que se dieron en México en
1994, en el sudeste asiático en 1997, en Rusia en 1998, en Argentina en
2001 o el de la burbuja tecnológica de EE.UU. 2000-2001
[10]
Este mecanismo se ha cebado especialmente con ciertos sectores, como el
automóvil (elemento clave en la estructura económica española), que,
además de depender del crédito para su funcionamiento, también dependen
de él porque alimenta la demanda de sus productos.
[11]
Para la CEOE la década anterior a la crisis ha dado “importantes frutos
en términos de bienestar” (CEOE, 2008:11), y reconoce como factores de
la crisis actual “la caída de la demanda interna, por el menor poder
adquisitivo de las familias, la menor inversión empresarial y el
desempleo,” (op. cit., 16) y, desechando que la capacidad de
compra de las familias se pueda recuperar “a corto plazo”, propone un
nuevo patrón de crecimiento (a largo plazo, cabe suponer) centrado en
las exportaciones, para lo cual exige “mejorar la competitividad” de la
economía española.
[12]
Así, por ejemplo, en el documento citado la CEOE defiende el fomento de
la competitividad y la reducción de la intervención pública pero, en un
elocuente silencio, no entra a valorar las ayudas provistas por el
Gobierno a la banca.
[13]
Nuevamente, se incide en la necesidad abstracta de un nuevo modelo
productivo, pero se defiende al mismo tiempo que se apuntale con fondos
públicos al sector de la construcción como impulsor de la recuperación
de la economía (CEOE, 2008:17), con un especial énfasis en
infraestructuras como la alta velocidad o las autopistas, que sólo
pueden ser realizadas por grandes constructoras y corresponden a un
planteamiento económico cada vez más obsoleto.
[14]
Resulta elocuente que los Ayuntamientos no pueden gastar directamente
las ayudas que les otorgue el Fondo Estatal de Inversión Local
contratando empleados directamente, sino a través de empresas privadas
(ligadas a la construcción).
[15]
La última y colosal burbuja no ha tenido como objeto productos
financieros, sino un activo físico y bien de primera necesidad, como es
la vivienda. Este hecho puede interpretarse como un síntoma de
agotamiento de la lógica de financiarización.
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