Por Dani Rodrik *
En materia política, la teoría más aceptada es también la más sencilla: los poderosos siempre consiguen lo que pretenden. Los intereses de los bancos dictan las normas financieras; los intereses de las compañías de seguro dictan la política sanitaria; y los intereses de los ricos dictan la política impositiva. Quienes más puedan influir en el gobierno (por medio del control de los recursos, la información, el acceso o la mera amenaza de la violencia) tarde o temprano se saldrán con la suya.
En materia política, la teoría más aceptada es también la más sencilla: los poderosos siempre consiguen lo que pretenden. Los intereses de los bancos dictan las normas financieras; los intereses de las compañías de seguro dictan la política sanitaria; y los intereses de los ricos dictan la política impositiva. Quienes más puedan influir en el gobierno (por medio del control de los recursos, la información, el acceso o la mera amenaza de la violencia) tarde o temprano se saldrán con la suya.
A
escala global es lo mismo. Según se dice, la política exterior depende,
primero y principal, de los intereses nacionales, no de las afinidades
con otras naciones o de la preocupación por la comunidad mundial. Los
únicos acuerdos internacionales posibles son aquellos que están
alineados con los intereses de Estados Unidos (y, cada vez más, de otras
grandes potencias en ascenso). En los regímenes autoritarios, las
políticas son expresión directa de los intereses del gobernante y sus
secuaces.
Es una teoría
convincente con la que podemos explicar fácilmente por qué tan a menudo
la política genera resultados no deseados. Tanto en democracias como en
dictaduras o en el campo internacional, que se produzcan esos resultados
es reflejo de la capacidad que tienen ciertos pequeños grupos de
intereses especiales para alcanzar sus fines en detrimento de la
mayoría.
Pero esta
explicación, además de muy incompleta, suele ser engañosa. Los intereses
no son algo fijo ni predeterminado, sino que dependen de las ideas: lo
que creemos respecto de quiénes somos, qué pretendemos lograr y cómo
funciona el mundo. Lo que percibimos como interés propio siempre se ve a
través del cristal de las ideas.
Imaginemos
una empresa que lucha por mejorar su posición competitiva. Una
estrategia que puede usar es despedir a una parte de su plantilla y
tercerizar producción a otros lugares más baratos en Asia. Pero también
puede invertir en capacitación para crear una fuerza de trabajo más
productiva y más leal y, de ese modo, reducir el costo de rotación de
personal. Puede competir por el lado de los precios o por el de la
calidad.
El simple hecho
de que los propietarios de la empresa actúen movidos por el interés
propio nos dice poco respecto de cuál de estas estrategias seguirán. En
definitiva, lo que determina la elección de la empresa es una serie de
evaluaciones subjetivas respecto de la probabilidad de que se presenten
diferentes escenarios, sumadas a un cálculo de sus costos y beneficios.
Pongamos
otro ejemplo: imaginemos que usted es el gobernante despótico de un
país pobre. ¿Qué es lo mejor que puede hacer para conservar el poder y
evitar amenazas internas y extranjeras? ¿Crear una economía robusta
orientada a las exportaciones? ¿O encerrarse y otorgar beneficios a sus
amigos militares y a otros secuaces, en detrimento de casi todo el
resto? Los regímenes autoritarios de Extremo Oriente adoptaron la
primera estrategia, mientras que sus homólogos en Oriente Próximo
optaron por la segunda. Tenían diferentes ideas respecto de lo que les
convenía.
Pensemos en el
papel de China en la economía global. Conforme la República Popular se
convierta en una gran potencia, sus líderes tendrán que decidir qué
clase de sistema internacional desean. Tal vez elijan ampliar y reforzar
el régimen multilateral actual, que ya les fue útil en el pasado. O tal
vez prefieran un sistema de relaciones bilaterales ad hoc que les
permita obtener mayor provecho en sus transacciones con cada uno de los
diferentes países. No podemos predecir cómo será la futura economía
mundial por la mera observación de que China y sus intereses pesarán más
en ella.
Podríamos
multiplicar estos ejemplos al infinito. ¿Qué es mejor para las
perspectivas políticas internas de la canciller alemana Angela Merkel:
imponer a Grecia planes de austeridad, al costo de que tenga que volver a
refinanciar la deuda más adelante, o aliviar su situación para darle
una oportunidad de crecimiento que le permita liberarse del peso de la
deuda? ¿Qué es mejor para los intereses de Estados Unidos en el Banco
Mundial: designar directamente a un estadounidense para dirigirlo o
cooperar con otros países para elegir el mejor candidato, sea
estadounidense o no?
El
apasionamiento con que discutimos estas cuestiones indica que cada uno
de nosotros tiene diferentes ideas respecto de lo que le conviene. En la
práctica, nuestros intereses son prisioneros de nuestras ideas.
¿Y
de dónde salen esas ideas? Los políticos, igual que todos, son esclavos
de la moda. Sus miradas respecto de lo factible y lo deseable están
influidas por el Zeitgeist: las “ideas que están en el aire”.
Esto implica que los economistas y otros formadores de opinión pueden
ejercer mucha influencia, para bien o para mal.
Es
famosa la observación de John Maynard Keynes de que hasta el más
pragmático de los hombres suele ser esclavo de las ideas de algún
economista muerto. Creo que se quedó corto. Las ideas que produjeron,
por ejemplo, la liberalización desenfrenada y los excesos financieros de
las últimas décadas salieron de economistas que (en su mayoría) están
perfectamente vivos.
Tras
el desastre de la crisis financiera, se puso de moda entre los
economistas censurar el poder de los grandes bancos e indicar que si el
entorno regulatorio permitió a los intereses financieros cosechar
enormes beneficios con alto costo social, fue porque los políticos son
prisioneros de esos intereses. Pero hete aquí que este argumento se
olvida del papel legitimador que cumplieron los mismos economistas.
Fueron estos economistas y sus ideas los que llevaron a los políticos y
reguladores a creer que lo que es bueno para los financistas es bueno
para el común de la gente.
A
los economistas les encantan las teorías según las cuales en la raíz de
cualquier mal político hay grupos de intereses especiales organizados.
Pero en la realidad, no pueden esquivar tan fácilmente el bulto de las
ideas equivocadas que con tanta frecuencia han engendrado. Al que tiene
influencia le corresponde tener responsabilidad.
Dani Rodrik es profesor de la universidad de Harvard. *
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