Por Antón Costas
Por qué los Gobiernos conservadores-liberales de la zona euro, especialmente los de los países de influencia germánica, se han empecinado en imponer una sobredosis de austeridad como remedio a la crisis de deuda cuando era previsible que provocaría recesión económica, sufrimiento social y destrozos políticos en los países sometidos a ella? Esta cuestión es, en mi opinión, importante en la medida en que la continuidad de esa torpeza macroeconómica puede conducir a que esos destrozos políticos de la austeridad lleven finalmente al suicidio del euro.
Si eso llegase a ocurrir, y no es improbable, se habría pagado un precio demasiado alto por la obstinación en no utilizar los instrumentos de política fiscal y monetaria a disposición de los Gobiernos y de las autoridades de la eurozona.
Aunque eran previsibles, ahora, los resultados están a la vista y ya no se pueden negar. La austeridad aplicada de forma compulsiva y generalizada no es expansiva, como sostenían sus proponentes, sino todo lo contrario: ha conducido a la recaída en la recesión. El sufrimiento social se ve claramente en el aumento del paro, en la pobreza de los hogares sin ingreso alguno o en el incremento de la desigualdad. Y los quebrantos políticos están a la vista a través del creciente apoyo social y electoral a los partidos políticos populistas radicales y antieuropeístas en Grecia, Francia y otros países.
Los partidarios de la austeridad a machamartillo empiezan a darse cuenta de los riesgos políticos de esta sobredosis y hablan ahora de la necesidad de acompañarla con políticas de crecimiento. Pero, a la espera de lo que dé de sí el triunfo del socialista François Hollande y su capacidad para mover a los germanos en esa dirección, creo que se trata más de una retórica política oportunista sin voluntad de cambiar el fondo de las cosas.
Vean, si no, las palabras del comisario europeo de Economía, el finlandés Olli Rehn, cuando después de afirmar que “el Pacto de Estabilidad no es estúpido” y que tiene margen para flexibilizar las condiciones a ciertos países, pone la condición para hacerlo de que ese país “esté a las puertas de una recesión profunda y duradera”. ¿Hay mayor estupidez que esperar a estar en el borde del precipicio para cambiar la política que te ha llevado hasta ese punto?
El problema con este tipo de comportamiento es que cuando quieres retroceder ya no estás a tiempo, y los daños son irreparables. Eso es lo que le sucedió a la propia Alemania en 1932. El canciller Heinrich Brüning se negó a intervenir en la economía mediante políticas fiscales y monetarias y defendió a capa y espada la austeridad como remedio a la recesión y el paro. Finalmente, las consecuencias de la recesión le obligaron a dimitir, y la República de Weimar se vino abajo, dejando el paso libre y franco al III Reich de Adolf Hitler. Este aplicó de inmediato un intervencionismo corporativo basado en la planificación del gasto militar. Sin duda, el coste político de la austeridad fue demasiado alto tanto para Alemania como para toda Europa.
Vuelvo, por tanto, a la cuestión inicial: ¿por qué esa ceguera en ver los riesgos políticos de esa política macroeconómica tan rudimentaria como es la sobredosis de austeridad?
Durante un tiempo he creído encontrar la respuesta a esta cuestión en la existencia de un error analítico que está detrás de la visión germana de las causas de la crisis de los países sobreendeudados como el nuestro, así como en el uso de perjuicios y tópicos sobre los ciudadanos de esos países. Esa visión sostiene que la causa del déficit y la deuda pública fue la prodigalidad fiscal de los Gobiernos y la falta de espíritu de trabajo de los ciudadanos. Desde esa perspectiva, la medicina adecuada es la austeridad a rajatabla.
En artículos anteriores me he referido a esa visión como el error Merkel. Hoy existe un consenso amplio en que esa visión de las causas y remedios a la crisis está equivocada. Pero, sin embargo, la apuesta de los Gobiernos liberal-conservadores por la austeridad no ha cambiado. Hay que buscar, por tanto, razones más profundas para esta opción.
Cada vez estoy más convencido de que la razón para esta preferencia tiene sus raíces en la cultura política y económica que está detrás de las corrientes políticas del siglo XX. Los liberal-socialdemócratas tienen preferencia por la intervención pública a través de las palancas fiscales y monetarias, al estilo keynesiano. Sin embargo, los liberal-conservadores recelan de este tipo de intervención y prefieren la intervención corporativa que predomina en la Europa centroeuropea de influencia germánica.
De nuevo, los años treinta nos pueden dar una pista. En el debate económico entre el británico John M. Keynes y el austriaco Friedrich Hayek, el primero sostuvo que el intervencionismo fiscal y monetario podía sacar a las economías de la recesión. Sin negar que esa economía keynesiana pudiese funcionar, Hayek sostuvo que el intervencionismo era rechazable porque llevaba al totalitarismo del Estado. No fue capaz de ver que el peligro del totalitarismo estaba precisamente en esa no intervención y en la opción por el Estado corporativo.
En el terreno de las políticas, el Gobierno liberal-socialdemócrata de Franklin D. Roosevelt aplicó en EE UU el intervencionismo keynesiano para salir de la recesión y evitó así quebrantos para la democracia norteamericana. Los Gobiernos liberal-conservadores europeos optaron, por el contrario, por la austeridad, y la democracia quebró en Europa. La austeridad europea tuvo, por tanto, un alto coste político.
Hoy las cosas comienzan a tener similitudes alarmantes con los años treinta.
Por qué los Gobiernos conservadores-liberales de la zona euro, especialmente los de los países de influencia germánica, se han empecinado en imponer una sobredosis de austeridad como remedio a la crisis de deuda cuando era previsible que provocaría recesión económica, sufrimiento social y destrozos políticos en los países sometidos a ella? Esta cuestión es, en mi opinión, importante en la medida en que la continuidad de esa torpeza macroeconómica puede conducir a que esos destrozos políticos de la austeridad lleven finalmente al suicidio del euro.
Si eso llegase a ocurrir, y no es improbable, se habría pagado un precio demasiado alto por la obstinación en no utilizar los instrumentos de política fiscal y monetaria a disposición de los Gobiernos y de las autoridades de la eurozona.
Aunque eran previsibles, ahora, los resultados están a la vista y ya no se pueden negar. La austeridad aplicada de forma compulsiva y generalizada no es expansiva, como sostenían sus proponentes, sino todo lo contrario: ha conducido a la recaída en la recesión. El sufrimiento social se ve claramente en el aumento del paro, en la pobreza de los hogares sin ingreso alguno o en el incremento de la desigualdad. Y los quebrantos políticos están a la vista a través del creciente apoyo social y electoral a los partidos políticos populistas radicales y antieuropeístas en Grecia, Francia y otros países.
Los partidarios de la austeridad a machamartillo empiezan a darse cuenta de los riesgos políticos de esta sobredosis y hablan ahora de la necesidad de acompañarla con políticas de crecimiento. Pero, a la espera de lo que dé de sí el triunfo del socialista François Hollande y su capacidad para mover a los germanos en esa dirección, creo que se trata más de una retórica política oportunista sin voluntad de cambiar el fondo de las cosas.
Vean, si no, las palabras del comisario europeo de Economía, el finlandés Olli Rehn, cuando después de afirmar que “el Pacto de Estabilidad no es estúpido” y que tiene margen para flexibilizar las condiciones a ciertos países, pone la condición para hacerlo de que ese país “esté a las puertas de una recesión profunda y duradera”. ¿Hay mayor estupidez que esperar a estar en el borde del precipicio para cambiar la política que te ha llevado hasta ese punto?
El problema con este tipo de comportamiento es que cuando quieres retroceder ya no estás a tiempo, y los daños son irreparables. Eso es lo que le sucedió a la propia Alemania en 1932. El canciller Heinrich Brüning se negó a intervenir en la economía mediante políticas fiscales y monetarias y defendió a capa y espada la austeridad como remedio a la recesión y el paro. Finalmente, las consecuencias de la recesión le obligaron a dimitir, y la República de Weimar se vino abajo, dejando el paso libre y franco al III Reich de Adolf Hitler. Este aplicó de inmediato un intervencionismo corporativo basado en la planificación del gasto militar. Sin duda, el coste político de la austeridad fue demasiado alto tanto para Alemania como para toda Europa.
Vuelvo, por tanto, a la cuestión inicial: ¿por qué esa ceguera en ver los riesgos políticos de esa política macroeconómica tan rudimentaria como es la sobredosis de austeridad?
Durante un tiempo he creído encontrar la respuesta a esta cuestión en la existencia de un error analítico que está detrás de la visión germana de las causas de la crisis de los países sobreendeudados como el nuestro, así como en el uso de perjuicios y tópicos sobre los ciudadanos de esos países. Esa visión sostiene que la causa del déficit y la deuda pública fue la prodigalidad fiscal de los Gobiernos y la falta de espíritu de trabajo de los ciudadanos. Desde esa perspectiva, la medicina adecuada es la austeridad a rajatabla.
En artículos anteriores me he referido a esa visión como el error Merkel. Hoy existe un consenso amplio en que esa visión de las causas y remedios a la crisis está equivocada. Pero, sin embargo, la apuesta de los Gobiernos liberal-conservadores por la austeridad no ha cambiado. Hay que buscar, por tanto, razones más profundas para esta opción.
Cada vez estoy más convencido de que la razón para esta preferencia tiene sus raíces en la cultura política y económica que está detrás de las corrientes políticas del siglo XX. Los liberal-socialdemócratas tienen preferencia por la intervención pública a través de las palancas fiscales y monetarias, al estilo keynesiano. Sin embargo, los liberal-conservadores recelan de este tipo de intervención y prefieren la intervención corporativa que predomina en la Europa centroeuropea de influencia germánica.
De nuevo, los años treinta nos pueden dar una pista. En el debate económico entre el británico John M. Keynes y el austriaco Friedrich Hayek, el primero sostuvo que el intervencionismo fiscal y monetario podía sacar a las economías de la recesión. Sin negar que esa economía keynesiana pudiese funcionar, Hayek sostuvo que el intervencionismo era rechazable porque llevaba al totalitarismo del Estado. No fue capaz de ver que el peligro del totalitarismo estaba precisamente en esa no intervención y en la opción por el Estado corporativo.
En el terreno de las políticas, el Gobierno liberal-socialdemócrata de Franklin D. Roosevelt aplicó en EE UU el intervencionismo keynesiano para salir de la recesión y evitó así quebrantos para la democracia norteamericana. Los Gobiernos liberal-conservadores europeos optaron, por el contrario, por la austeridad, y la democracia quebró en Europa. La austeridad europea tuvo, por tanto, un alto coste político.
Hoy las cosas comienzan a tener similitudes alarmantes con los años treinta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario