Por Joseph Stiglitz *
A los estadounidenses les gusta pensar en su país como una tierra de oportunidades, opinión que otros en buena medida comparten. Pero aunque es fácil pensar ejemplos de estadounidenses que subieron a la cima por sus propios medios, lo que en verdad cuenta son las estadísticas: ¿hasta qué punto las oportunidades que tendrá una persona a lo largo de su vida dependen de los ingresos y la educación de sus padres?
A los estadounidenses les gusta pensar en su país como una tierra de oportunidades, opinión que otros en buena medida comparten. Pero aunque es fácil pensar ejemplos de estadounidenses que subieron a la cima por sus propios medios, lo que en verdad cuenta son las estadísticas: ¿hasta qué punto las oportunidades que tendrá una persona a lo largo de su vida dependen de los ingresos y la educación de sus padres?
En
la actualidad, estas cifras muestran que el sueño americano es un mito.
Hoy hay menos igualdad de oportunidades en Estados Unidos que en Europa
(y de hecho, menos que en cualquier país industrial avanzado del que
tengamos datos).
Esta es
una de las razones por las que Estados Unidos tiene el nivel de
desigualdad más alto de cualquiera de los países avanzados. Y la
distancia que lo separa de los demás no deja de crecer. Durante la
“recuperación” de 2009 y 2010, el 1% de los estadounidenses con mayores
ingresos se quedó con el 93% del aumento de la renta. Otros indicadores
de desigualdad (como la riqueza, la salud y la expectativa de vida) son
tan malos o incluso peores. Hay una clara tendencia a la concentración
de ingresos y riqueza en la cima, al vaciamiento de las capas medias y a
un aumento de la pobreza en el fondo.
Sería
distinto si los altos ingresos de los que están arriba se debieran a
que contribuyeron más a la sociedad. Pero la Gran Recesión demostró que
no es así: hasta los banqueros que dejaron a la economía mundial y a sus
propias empresas al borde de la ruina recibieron jugosas
bonificaciones.
Si
examinamos más de cerca la cima de la pirámide encontraremos allí
sobreabundancia de buscadores de rentas: hay quienes obtuvieron su
riqueza ejerciendo el monopolio del poder; otros son directores
ejecutivos que aprovecharon deficiencias de las estructuras de gobierno
corporativas para quedarse con una cuota excesiva de la ganancia de las
empresas; y hay todavía otros que usaron sus conexiones políticas para
sacar partido de la generosidad del Estado, ya sea cobrándole demasiado
por lo que compra (medicamentos) o pagándole demasiado poco por lo que
vende (permisos para explotación de minerales).
Asimismo,
parte de la riqueza de los financistas proviene de la explotación de
los pobres, por medio de préstamos predatorios y prácticas abusivas con
el uso de tarjetas de crédito. En estos casos, los que están arriba se
enriquecen directamente de los bolsillos de los que están abajo.
Tal
vez no sería tan malo si hubiera aunque sea un grano de verdad en la
teoría del derrame: la peculiar idea de que enriquecer a los de arriba
redunda en beneficio de todos. Pero hoy la mayoría de los
estadounidenses se encuentran peor (con menos ingresos reales ajustados
por la inflación) que una década y media atrás en 1997. Todos los
beneficios del crecimiento fluyeron hacia la cima.
Los
defensores de la desigualdad estadounidense argumentan que los pobres y
los que están en el medio no tienen por qué quejarse: puede ser que la
porción de torta con la que se están quedando sea menor que antes, pero
gracias a los aportes de los ricos y superricos, la torta está creciendo
tanto que en realidad el tamaño de la tajada es mayor. Pero una
vez más, los datos contradicen de plano este supuesto. De hecho, Estados
Unidos creció mucho más rápido durante las décadas que siguieron a la
Segunda Guerra Mundial, cuando el crecimiento era conjunto, que después
de 1980, cuando comenzó a ser divergente.
Esto
no debería sorprender a quien comprenda cuál es el origen de la
desigualdad. La búsqueda de rentas distorsiona la economía. Por supuesto
que las fuerzas del mercado también influyen, pero los mercados
dependen de la política; y en Estados Unidos, con su sistema
cuasicorrupto de financiación de campañas y el ir y venir de personas
que un día ocupan un cargo público y al otro están en una empresa
privada, y viceversa, la política depende del dinero.
Por
ejemplo, cuando la legislación de quiebra privilegia los derivados
financieros por encima de todo, pero no permite la extinción de las
deudas estudiantiles (por más deficiente que haya sido la educación
recibida por los deudores), es una legislación que enriquece a los
banqueros y empobrece a muchos de los que están abajo. Y en un país
donde el dinero puede más que la democracia, no es de extrañar la
frecuencia con que se aprueban esas leyes.
Pero
el aumento de la desigualdad no es inevitable. Hay economías de mercado
a las que les está yendo mejor, tanto en términos de crecimiento del
PIB como de elevación de los niveles de vida de la mayoría de sus
ciudadanos. Algunas incluso están reduciendo las desigualdades.
Estados
Unidos paga un alto precio por seguir yendo en la otra dirección. La
desigualdad reduce el crecimiento y la eficiencia. La falta de
oportunidades implica que el activo más valioso con que cuenta la
economía (su gente) no se emplea a pleno. Muchos de los que están en el
fondo, o incluso en el medio, no pueden concretar todo su potencial,
porque los ricos, que necesitan pocos servicios públicos y temen que un
gobierno fuerte redistribuya los ingresos, usan su influencia política
para reducir impuestos y recortar el gasto público. Esto lleva a una
subinversión en infraestructura, educación y tecnología, que frena los
motores del crecimiento.
La
Gran Recesión agravó la desigualdad, provocando recortes en gastos
sociales básicos y un alto nivel de desempleo que presiona sobre los
salarios a la baja. Por añadidura, tanto la Comisión de Expertos de las Naciones Unidas sobre las reformas del sistema monetario y financiero internacional,
que investiga las causas de la Gran Recesión, como el Fondo Monetario
han advertido que la desigualdad conduce a inestabilidad económica.
Pero,
lo que es más importante, la desigualdad en Estados Unidos está
corroyendo sus valores y su identidad. Cuando llega a semejantes
extremos, no es sorprendente que sus efectos se manifiesten en todas las
decisiones públicas, desde la política monetaria a la asignación del
presupuesto. Estados Unidos se ha convertido en un país que en vez de
“justicia para todos” ofrece favoritismo para los ricos y justicia para
los que puedan pagársela: esto quedó demostrado durante la crisis de las
ejecuciones hipotecarias, cuando los grandes bancos creyeron que además
de demasiado grandes para quebrar, eran demasiado grandes para hacerse
responsables.
Estados
Unidos ya no puede considerarse la tierra de oportunidades que alguna
vez fue. Pero no tenemos por qué resignarnos a esto: todavía no es
demasiado tarde para restaurar el sueño americano.
* Premio Nobel de Economia 2001
FUENTE : PROJECT SYNDICATE
VERSION INGLES : http://www.project-syndicate.org/commentary/the-price-of-inequality
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