Por Simon Johnson
El Partido Republicano cuenta con algunos temas potencialmente ganadores para las elecciones presidenciales y parlamentarias estadounidenses de noviembre. Desde hace mucho tiempo los estadounidenses mantienen su escepticismo respecto del gobierno. Tienen una tradición de resistencia a los excesos estatales que se remonta a la fundación de su país. Esta tradición legó a los estadounidenses de hoy un rechazo por los subsidios públicos y una aversión cultural ante la «dependencia» de la asistencia estatal.
El Partido Republicano cuenta con algunos temas potencialmente ganadores para las elecciones presidenciales y parlamentarias estadounidenses de noviembre. Desde hace mucho tiempo los estadounidenses mantienen su escepticismo respecto del gobierno. Tienen una tradición de resistencia a los excesos estatales que se remonta a la fundación de su país. Esta tradición legó a los estadounidenses de hoy un rechazo por los subsidios públicos y una aversión cultural ante la «dependencia» de la asistencia estatal.
Pero
el candidato presidencial Mitt Romney y otros miembros líderes de su
partido han jugado esas cartas de manera completamente equivocada en
este ciclo electoral. A Romney aparentemente lo entusiasmó la idea de
que muchos estadounidenses, los que forman parte del llamado 47%, no
pagan impuestos federales a la renta. Cree que se ven como «víctimas» y
son «dependientes» del gobierno.
Pero
esto deja de lado dos cuestiones obvias. En primer lugar, la mayor
parte del 47% paga una gran cantidad de impuestos sobre sus ingresos,
sus propiedades, y los bienes que compran. También trabajan duro para
ganarse la vida en un país donde el ingreso medio de los hogares ha
caído a un nivel inusitado desde mediados de la década de 1990.
En
segundo lugar, los subsidios realmente importantes actualmente en
EE. UU. fluyen hacia una parte de su elite financiera: los pocos
privilegiados a cargo de las mayores empresas en Wall Street.
Desde
una perspectiva histórica amplia, no se trata de una situación inusual.
En su reciente bestseller sobre historia económica, Why Nations Fail(Por qué fracasan las naciones),
Daro Acemoglu y James Robinson citan muchos casos actuales y del pasado
en que personas poderosas lograron controlar al estado y usar ese poder
para enriquecerse.
En
muchas sociedades preindustriales, por ejemplo, el control del estado
constituía la mejor forma de garantizar la riqueza. Y, en muchos países
en desarrollo con valiosos recursos naturales, luchar por el control del
estado ha demostrado ser una estrategia muy atractiva. (He trabajado
con Acemoglu y Robinson en temas relacionados, aunque no participé en la
producción de ese libro).
El
mecanismo tradicional de captura del estado en gran parte del mundo es
la violencia. Pero no es ese el caso en Estados Unidos. Tampoco es
habitual que los funcionarios gubernamentales en EE. UU. sean sobornados
en forma abierta (aunque han existido algunas excepciones destacadas).
En
lugar de ello, los intereses especiales compiten por influencias
mediante contribuciones de campaña y otras formas de donación política.
También utilizan grandes y sofisticadas campañas mediáticas para
persuadir a los responsables de políticas y al público de que lo bueno
para su interés especial también lo es para el país.
Nadie
ha logrado tanto éxito en el juego político estadounidense moderno como
los grandes bancos en Wall Street, que cabildearon en favor de la
desregulación durante las tres décadas previas a la crisis de 2008, y
luego resistieron eficazmente contra casi todas las dimensiones de la
reforma financiera.
Su
éxito les ha retribuido espléndidamente. Los máximos ejecutivos en 14
empresas financieras líderes recibieron compensaciones líquidas (como
salarios, bonificaciones y opciones de compra de acciones ejecutadas)
por aproximadamente $2,5 millardos entre 2000 y 2008. Tan solo 5
personas recibieron $2 millardos.
Pero
estos amos del universo no obtuvieron ese dinero sin una masiva
asistencia gubernamental. Por ser considerados «demasiado grandes para
caer», sus bancos se beneficiaron por una malla de protección o garantía
gubernamental contra inconvenientes. Pueden asumir más riesgo y
apalancar más sus empresas con menos capital de los inversores. Obtienen
mayores rendimientos cuando las cosas van bien y reciben apoyo estatal
cuando la fortuna se vuelve en su contra: cara, ellos ganan; cruz,
perdemos nosotros.
Y las pérdidas son colosales. Según un informe reciente
sobre el período subsiguiente a la crisis de 2008 preparado por Better
Markets, un grupo activista que promueve mayores reformas financieras,
el costo de la crisis financiera para la economía estadounidense
–causado por la imprudente toma de riesgos de las instituciones
financieras– es de al menos $12,8 billones. Una gran parte de este costo
se manifiesta en los puestos de trabajo perdidos y las arduas
dificultades que sufren en sus vidas quienes componen el 47% inferior de
la curva estadounidense de distribución de ingresos.
El
ex gobernador de Utah y candidato presidencial republicano, Jon
Huntsman, se ocupó del tema clara y reiteradamente mientras buscaba
–infructuosamente– ganar la nominación de su partido para desafiar al
presidente Barack Obama. Obliguen a los bancos a dividirse, propuso,
para reducir sus subsidios. Disminuyan el tamaño y la complejidad de
estas instituciones a dimensiones que les permitan fracasar, y dejen que
los mercados decidan cuáles deberían hundirse y cuáles nadar.
Ese
es un argumento que podrían utilizar todos los conservadores. Después
de todo, el surgimiento de los megabancos globales no fue resultado del
mercado; estos bancos son empresas patrocinadas y subsidiadas por el
gobierno, apuntaladas por los contribuyentes. (Actualmente, esto ocurre
tanto en Europa como en EE. UU.).
Romney
tiene razón cuando menciona los subsidios, pero se equivoca
terriblemente en cuanto a lo ocurrido en EE. UU. durante los últimos
cuatro años. Los grandes, opacos y peligrosos subsidios son pasivos
contingentes no reflejados en del presupuesto, generados por el apoyo
gubernamental a instituciones financieras demasiado grandes para caer.
Estos subsidios no aparecen en ninguna partida anual y no son
correctamente medidos por el gobierno (en parte por eso resultan tan
atractivos para los grandes bancos y tan perjudiciales para todos los
demás).
Si tan solo Romney
hubiese utilizado el desdén popular por los subsidios contra los
megabancos globales, ahora estaría deslizándose sin esfuerzos hacia la
Casa Blanca. En lugar de ello, al perseguir al vapuleado 47%
estadounidense –las mismas personas que más han sufrido por el
imprudente comportamiento de los bancos– su chance de obtener la
victoria en noviembre se ha visto duramente perjudicada.
Simon Johnson ex jefe economista del FMI, es co - fundador del blog economico: http://BaselineScenario.com
FUENTE: PROJECT SYNDICATE
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