jueves, 2 de marzo de 2017

LA GLOBALIZACIÓN HA MUERTO

Por Alvaro García Linera*
















El desenfreno por un inminente mundo sin fronteras, la algarabía por la constante jibarización de los estados-nacionales en nombre de la libertad de empresa y la cuasi religiosa certidumbre de que la sociedad mundial terminaría de cohesionarse como un único espacio económico, financiero y cultural integrado, acaban de derrumbarse ante el enmudecido estupor de las élites globalófilas del planeta.
La renuncia de Gran Bretaña a continuar en la Unión Europea –el proyecto más importante de unificación estatal de los cien años recientes– y la victoria electoral de Trump –que enarboló las banderas de un regreso al proteccionismo económico, anunció la renuncia a tratados de libre comercio y prometió la construcción de mesopotámicas murallas fronterizas–, han aniquilado la mayor y más exitosa ilusión liberal de nuestros tiempos.
Y que todo esto provenga de las dos naciones que hace 35 años atrás, enfundadas en sus corazas de guerra, anunciaran el advenimiento del libre comercio y la globalización como la inevitable redención de la humanidad, habla de un mundo que se ha invertido o, peor aún, que ha agotado las ilusiones que lo mantuvieron despierto durante un siglo.
La globalización como meta-relato, esto es, como horizonte político ideológico capaz de encauzar las esperanzas colectivas hacia un único destino que permitiera realizar todas las posibles expectativas de bienestar, ha estallado en mil pedazos.
Y hoy no existe en su lugar nada mundial que articule esas expectativas comunes.
Lo que se tiene es un repliegue atemorizado al interior de las fronteras y el retorno a un tipo de tribalismo político, alimentado por la ira xenofóbica, ante un mundo que ya no es el mundo de nadie.

La medida geopolítica del capitalismo

Quien inició el estudio de la dimensión geográfica del capitalismo fue Karl Marx.
Su debate con el economista Friedrich List sobre el capitalismo nacional, en 1847, y sus reflexiones sobre el impacto del descubrimiento de las minas de oro de California en el comercio transpacífico con Asia, lo ubican como el primero y más acucioso investigador de los procesos de globalización económica del régimen capitalista.
De hecho, su aporte no radica en la comprensión del carácter mundializado del comercio que comienza con la invasión europea a América, sino en la naturaleza planetariamente expansiva de la propia producción capitalista.
Las categorías de subsunción formal y subsunción real del proceso de trabajo al capital con las que Marx devela el automovimiento infinito del modo de producción capitalista, suponen la creciente subsunción de la fuerza de trabajo, el intelecto social y la tierra, a la lógica de la acumulación empresarial; es decir, la supeditación de las condiciones de existencia de todo el planeta a la valorización del capital.
De ahí que en los primeros 350 años de su existencia, la medida geopolítica del capitalismo haya avanzado de las ciudades-Estado a la dimensión continental y haya pasado, en los pasados 150 años, a la medida geopolítica planetaria.
La globalización económica (material) es pues inherente al capitalismo.
Su inicio se puede fechar 500 años atrás, a partir del cual habrá de tupirse, de manera fragmentada y contradictoria, aún mucho más.
Si seguimos los esquemas de Giovanni Arrighi, en su propuesta de ciclos sistémicos de acumulación capitalista a la cabeza de un Estado hegemónico: Génova (siglos XV-XVI), Países Bajos (siglo XVIII), Inglaterra (siglo XIX) y Estados Unidos (siglo XX), cada uno de estos hegemones vino acompañado de un nuevo tupimiento de la globalización (primero comercial, luego productiva, tecnológica, cognitiva y, finalmente, medio ambiental) y de una expansión territorial de las relaciones capitalistas.
Sin embargo, lo que sí constituye un acontecimiento reciente al interior de esta globalización económica es su construcción como proyecto político-ideológico, esperanza o sentido común; es decir, como horizonte de época capaz de unificar las creencias políticas y expectativas morales de hombres y mujeres pertenecientes a todas las naciones del mundo.

El fin de la historia

La globalización como relato o ideología de época no tiene más de 35 años.
Fue iniciada por los presidentes Ronald Reagan y Margaret Thatcher, liquidando el Estado de bienestar, privatizando las empresas estatales, anulando la fuerza sindical obrera y sustituyendo el proteccionismo del mercado interno por el libre mercado, elementos que habían caracterizado las relaciones económicas desde la crisis de 1929.
Cierto, fue un retorno amplificado a las reglas del liberalismo económico del siglo XIX, incluida la conexión en tiempo real de los mercados, el crecimiento del comercio en relación con el producto interno bruto (PIB) mundial y la importancia de los mercados financieros, que ya estuvieron presentes en ese entonces.
Sin embargo, lo que sí diferenció esta fase del ciclo sistémico de la que prevaleció en el siglo XIX fue la ilusión colectiva de la globalización, su función ideológica legitimadora y su encumbramiento como supuesto destino natural y final de la humanidad.
Y aquellos que se afiliaron emotivamente a esa creencia del libre mercado como salvación final no fueron simplemente los gobernantes y partidos políticos conservadores, sino también los medios de comunicación, los centros universitarios, comentaristas y líderes sociales.
El derrumbe de la Unión Soviética y el proceso de lo que Antonio Gramsci llamó transformismo ideológico de ex socialistas devenidos furibundos neoliberales, cerró el círculo de la victoria definitiva del neoliberalismo globalizador.
¡Claro!
Si ante los ojos del mundo la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), que era considerada hasta entonces el referente alternativo al capitalismo de libre empresa, abdica de la pelea y se rinde ante la furia del libre mercado –y encima los combatientes por un mundo distinto, públicamente y de hinojos, abjuran de sus anteriores convicciones para proclamar la superioridad de la globalización frente al socialismo de Estado–, nos encontramos ante la constitución de una narrativa perfecta del destino natural e irreversible del mundo: el triunfo planetario de la libre empresa.
El enunciado del fin de la historia hegeliano con el que Francis Fukuyama caracterizó el espíritu del mundo, tenía todos los ingredientes de una ideología de época, de una profecía bíblica: su formulación como proyecto universal, su enfrentamiento contra otro proyecto universal demonizado (el comunismo), la victoria heroica (fin de la guerra fría) y la reconversión de los infieles.
La historia había llegado a su meta: la globalización neoliberal.
Y, a partir de ese momento, sin adversarios antagónicos a enfrentar, la cuestión ya no era luchar por un mundo nuevo, sino simplemente ajustar, administrar y perfeccionar el mundo actual, pues no había alternativa frente a él.
Por ello, ninguna lucha valía la pena estratégicamente, pues todo lo que se intentara hacer por cambiar de mundo terminaría finalmente rendido ante el destino inamovible de la humanidad, que era la globalización.
Surgió entonces un conformismo pasivo que se apoderó de todas las sociedades, no sólo de las élites políticas y empresariales, sino también de amplios sectores sociales que se adhirieron moralmente a la narrativa dominante.

La historia sin fin ni destino

Hoy, cuando aún retumban los últimos petardos de la larga fiesta del fin de la historia, resulta que quien salió vencedor, la globalización neoliberal, ha fallecido dejando al mundo sin final ni horizonte victorioso; es decir, sin horizonte alguno.
Donald Trump no es el verdugo de la ideología triunfalista de la libre empresa, sino el forense al que le toca oficializar un deceso clandestino.
Los primeros traspiés de la ideología de la globalización se hacen sentir a inicios de siglo XXI en América Latina, cuando obreros, plebeyos urbanos y rebeldes indígenas desoyen el mandato del fin de la lucha de clases y se coligan para tomar el poder del Estado.
Combinan- do mayorías parlamentarias con acción de masas, los gobiernos progresistas y revolucionarios implementan una variedad de opciones posneoliberales, mostrando que el libre mercado es una perversión económica susceptible de ser remplazada por modos de gestión económica mucho más eficientes para reducir la pobreza, generar igualdad e impulsar crecimiento económico.
Con ello, el fin de la historia comienza a mostrarse como una singular estafa planetaria y de nuevo la rueda de la historia –con sus inagotables contradicciones y opciones abiertas– se pone en marcha.
Posteriormente, en 2009, en Estados Unidos, el hasta entonces vilipendiado Estado, que había sido objeto de escarnio por ser considerado una traba a la libre empresa, es jalado de la manga por Barack Obama para estatizar parcialmente la banca y sacar de la quiebra a los banqueros privados.
El eficienticismo empresarial, columna vertebral del desmantelamiento estatal neoliberal, queda así reducido a polvo frente a su incompetencia para administrar los ahorros de los ciudadanos.
Luego viene la ralentización de la economía mundial, pero en particular del comercio de exportaciones.
Durante los 20 años recientes, éste crece al doble del producto interno bruto (PIB) anual mundial, pero a partir de 2012 apenas alcanza a igualar el crecimiento de este último, y ya en 2015 es incluso menor, con lo que la liberalización de los mercados ya no se constituye más en el motor de la economía planetaria ni en la prueba de la irresistibilidad de la utopía neoliberal.
Por último, los votantes ingleses y estadunideneses inclinan la balanza electoral en favor de un repliegue a estados proteccionistas –si es posible amurallados–, además de visibilizar un malestar ya planetario contra la devastación de las economías obreras y de clase media, ocasionado por el libre mercado planetario.
Hoy, la globalización ya no representa más el paraíso deseado en el cual se depositan las esperanzas populares ni la realización del bienestar familiar anhelado.
Los mismos países y bases sociales que la enarbolaron décadas atrás, se han convertido en sus mayores detractores.
Nos encontramos ante la muerte de una de las mayores estafas ideológicas de los siglos recientes.
Sin embargo, ninguna frustración social queda impune.
Existe un costo moral que, en este momento, no alumbra alternativas inmediatas sino que –es el camino tortuoso de las cosas– las cierra, al menos temporalmente.
Y es que a la muerte de la globalización como ilusión colectiva no se le contrapone la emergencia de una opción capaz de cautivar y encauzar la voluntad deseante y la esperanza movilizadora de los pueblos golpeados.
La globalización, como ideología política, triunfó sobre la derrota de la alternativa del socialismo de Estado; esto es, de la estatización de los medios de producción, el partido único y la economía planificada desde arriba.
La caída del muro de Berlín, en 1989, escenifica esta capitulación.
Entonces, en el imaginario planetario quedó una sola ruta, un solo destino mundial.
Lo que ahora está pasando es que ese único destino triunfante también fallece.
Es decir, la humanidad se queda sin destino, sin rumbo, sin certidumbre.
Pero no es el fin de la historia –como pregonaban los neoliberales–, sino el fin del fin de la historia.
Es la nada de la historia.
Lo que hoy queda en los países capitalistas es una inercia sin convicción que no seduce, un manojo decrépito de ilusiones marchitas y, en la pluma de los escribanos fosilizados, la añoranza de una globalización fallida que no alumbra más los destinos.
Entonces, con el socialismo de Estado derrotado y el neoliberalismo fallecido por suicidio, el mundo se queda sin horizonte, sin futuro, sin esperanza movilizadora.
Es un tiempo de incertidumbre absoluta en el que, como bien intuía William Shakespeare, todo lo sólido se desvanece en el aire.
Pero también por ello es un tiempo más fértil, porque no se tienen certezas heredadas a las cuales asirse para ordenar el mundo.
Esas certezas hay que construirlas con las partículas caóticas de esta nube cósmica que deja tras suyo la muerte de las narrativas pasadas.
¿Cuál será el nuevo futuro movilizador de las pasiones sociales? Imposible saberlo.
Todos los futuros son posibles a partir de la nada heredada. Lo común, lo comunitario, lo comunista es una de esas posibilidades que está anidada en la acción concreta de los seres humanos y en su imprescindible relación metabólica con la naturaleza.
En cualquier caso, no existe sociedad humana capaz de desprenderse de la esperanza.
No existe ser humano que pueda prescindir de un horizonte, y hoy estamos compelidos a construir uno.
Eso es lo común de los humanos y ese común es el que puede llevarnos a diseñar un nuevo destino distinto de este emergente capitalismo errático que acaba de perder la fe en sí mismo.


*Alvaro García Linera es el actual vicepresidente de Bolivia.

FUENTE: PAGINA/12

viernes, 10 de febrero de 2017

El Origen del Neoliberalismo

A 60 años de la "invención" del Neoliberalismo





Por Marco Antonio Moreno


En abril de 1947 a las faldas del Mont Pèlerin, en los Alpes Suizos, Friedrich von Hayek y Milton Friedman reunieron a un nutrido grupo de intelectuales de derecha para expresar su repudio al New Deal y el keynesianismo que en ese momento dominaba el mundo económico.


El objetivo de Hayek, Friedman y la treintena de empresarios y políticos convocados, entre los que se contaba Karl Popper -quien acababa de publicar La Sociedad Abierta y sus Enemigos-, era sentar las bases ideológicas para una reducción del aparato estatal que con la revolución del economista británico John Maynard Keynes había cobrado un nuevo ímpetu en el liderazgo del desempeño económico.

A Hayek le molestaba la presencia del keynesianismo por su posibilidad de llegar a establecer y legitimizar al socialismo, lo que constituiría un verdadero camino de servidumbre para el mundo civilizado. Su crítica a la planificación del Estado era frontal: “no puede constituir una solución económica adecuada debido a la complejidad de los cálculos económicos”. Para Hayek la planificación del estado “solo puede conducir al caos o al estancamiento”. Esta vehemente reacción teórica y política contra el intervencionismo de Estado y contra el Estado de Bienestar Social, se conoce como el origen del Neoliberalismo, movimiento ideológico que crea y desarrolla –a través de los think tanks- modelos de ataque a toda limitación impuesta por el Estado a los mecanismos del mercado.

La "biblia" de Thatcher, Reagan y Pinochet




Son los años postreros de la Segunda Guerra Mundial y Winston Churchill levanta “la cortina de hierro” para dividir en dos a Europa. Hayek intuye que el decisorio protagonismo del Estado, validado por las ideas de Keynes, puede llevar a los países al mismo desastre que el nazismo germano. De ahí el libro que sirve de carta fundacional del Neoliberalismo: Camino de servidumbre (The road to Serfdom, 1944), que años más tarde, Margaret Thatcher (1979) tomaría como su “biblia” económica.

Richard Cockett, en su libro Pensando lo imposible, documenta en detalle cómo y por quienes fue ideada la contrarrevolución económica para contrarrestrar el impacto de las ideas keynesianas. La secta se creó en 1941 con el objetivo de derribar los argumentos de Keynes. Industriales, banqueros y la Fundación Rockefeller financiaron la operación cuyo fin era convertir a una importante generación de intelectuales al credo del liberalismo pregonado por Adam Smith. Cockett escribe con entusiasmo: “Hayek y la Sociedad del Monte Peregrino fueron al siglo XX lo que Karl Marx y la Primera Internacional fueron al siglo XIX".

Mark Hartwell, economista y miembro de la sociedad señaló que ésta “produjo en todo el mundo instituciones que propagaron el liberalismo económico contribuyendo al cambio de políticas en los gobiernos mediante el papel de sus miembros como asesores directos o creadores de políticas internas”.

Este grupo de fundamentalistas ideológicos se consagró a las divulgación de las tesis neoliberales para combatir el keynesianismo y toda forma de Estado Social y a preparar las bases teóricas de un capitalismo duro y un libre mercado exento de toda regla ética y social.

Con estos hechos reales, las advertencias de los neoliberales sobre los peligros que representa cualquier control del Estado sobre los mercados se vio muy poco creíble. Sin embargo los debates para encontrar mecanismos de regulación social tienen gran repercusión. Hayek y Friedman argumentan que este Estado “igualitario” es destructor de la libertad de los ciudadanos y de la vitalidad de la competencia, dos factores de los cuales depende la prosperidad general.
Cabe destacar que Hayek y Friedman ven en la desigualdad un valor positivo, del cual requiere la sociedad para avanzar y crecer. Esto no es otra cosa que la tesis del salvajismo y la selección natural de Spencer, en la cual sólo las especies más idóneas logran adaptarse y sobrevivir a los cambios.

Nixon y el colapso financiero de Vietnam



Tenía que pasar un cuarto de siglo para que las tesis de Hayek y Friedman pudieran saltar a la palestra. Y la relación causal fue el genocidio bélico de Vietnam. Tan grande fue el déficit fiscal del gobierno de Nixon por el costo de la guerra, y tanta la liquidez internacional de los países europeos en dólares, que cuando los banqueros centrales de Europa fueron a cambiar los billetes verdes a la Reserva Federal de los EE.UU. por el oro correspondiente (según el acuerdo de Bretton Woods, firmado al terminar la S.G.M.) se encontraron con la sorpresa de que la FED no tenía oro alguno que entregar.

Richard Nixon decretó la inconvertibilidad del dólar en oro el 15 de agosto de 1971, en un acto que tuvo consecuencias desastrosas para toda la humanidad. Y la crisis que devino a raíz de la decisión unilateral del gobierno estadounidense desestabilizó los mercados de todo el mundo. Y Chile no fue la excepción. El gobierno de Allende llevaba ocho meses…

Esta situación generó una crisis generalizada y en 1974 provocó una recesión mundial que reventó con la crisis del petróleo. La inflación y el desempleo se dispararon, situación que permitió meter la cuña de Hayek y Friedman al sistema: “los Estados están haciendo mal las cosas, hay que poner Orden”.
Milton Friedman vino en persona a Chile, en Abril de 1975, a iluminar el camino que debería tomar Pinochet para evitar la debacle. Y su tesis fue bien clara: “hay sólo una, y sólo una manera de detener la inflación: reducir la oferta monetaria, reducir el gasto, hacer una política de shock”

El Programa del Neoliberalismo



La espera de casi treinta años a la sociedad de Monte Peregrino de Hayek y Friedman valió la pena. En 1979 Margaret Thatcher, en Inglaterra, se compromete públicamente a poner en práctica el programa neoliberal. En 1980 le sigue Ronald Reagan, en Estados Unidos, y en 1982 el democratacristiano Helmuth Kohl en Alemania Federal. Japón, Argentina, México y otros países, adoptaron el modelo a mediados de los 80.

¿Cuáles fueron las realizaciones de los gobiernos neoliberales? Los diferentes modelos siguieron el pie de la letra las recetas para restringir la oferta monetaria, elevar las tasas de interés, reducir drásticamente los impuestos a los ingresos más altos, abolir los controles a los flujos financieros (entrada y salida de divisas), elevar fuertemente la tasa de desempleo (para así aplastar las huelgas y quitar poder a los sindicatos), imponer fuertes recortes a los gastos fiscales y, sobretodo, dieron inicio a un amplio programa de privatizaciones que se constituyó en el proyecto más sistemático y ambicioso de todos los experimentos económicos.

Los resultados de la aplicación irrestricta de estas medidas de la hegemonía neoliberal como ideología están llevando al mundo a una polarización en términos de exclusión social. La elevación de la tasa de desempleo, conocida como un mecanismo natural y necesario para el funcionamiento eficaz del modelo, constituye su victoria más contundente.

La demostración empírica de la trampa que ha impuesto el neoliberalismo está en la creciente y sistemática ampliación de la brecha entre ricos y pobres. La última encuesta para Chile arrojó que el decil más rico se lleva el 65% del producto, mientras el decil más pobre apenas el 2%.
La ideología de mercado puede arrojarse otro éxito: la globalización de la pobreza. Una quinta parte de la población mundial (1.200 millones de personas) sobreviven con un dólar diario y 2.800 millones de personas con poco más de dos dólares al día. Cada día mueren 30 mil niños de hambre y 800 millones de personas padecen subalimentación crónica. Durante los últimos 30 años la diferencia entre los 20 países más ricos y los 20 países más pobres se ha triplicado.
Los mandamientos del egoísmo individualista pregonado por Hayek en las faldas del Monte Peregrino, han rendido sus frutos para algunos, a costa de hambre, muerte y destrucción humana.


jueves, 26 de enero de 2017

Descomposición del neoliberalismo

Por Claudio Zulian*






“La sociedad no existe” dijo Margaret Thatcher a modo de resumen de un credo neoliberal que empezaba a manifestarse con poder y sin embozo. No era sólo un análisis, era también un proyecto: había que barrer todo aquello que pudiera sustentar una “sociedad” – del latín “socius”: compañero, aliado -, en aras de un individualismo radical que supuestamente habría liberado toda las energías y las capacidades de la gente. Como tal proyecto no era nuevo: se trataba más bien de la adaptación de las ideas liberales clásicas, al contexto social, político y tecnológico actual. Cuarenta años después, las políticas neoliberales han efectivamente cuarteado la “sociedad”, arruinando bienes comunes – cuya capacidad de aglutinación social no es fruto sólo de las necesidades que cubren, sino también del sentimiento de pertenencia a lo común que generan (por la contribución de todos a su creación y a su sustento). Han mermado así la sanidad, el paro y las ayudas a los más pobres, entre otros. En cuanto a la enseñanza pública, la razón de su intento de desmantelamiento ha sido doble: por ser un bien común y por ser el lugar donde se transmiten aquellas enseñanzas humanísticas que han constituido, hasta ahora, la base de la cultura ciudadana: reflexión y sentido crítico.


El neoliberalismo no habría podido aplicar sus políticas con tanto éxito, si estas no correspondieran de manera precisa a una forma de vida que ya había ido transformando la sociedad: el consumismo. El individuo consumista y el neoliberal son el mismo individuo: edonista y calculador, sabe, en teoría, escoger racionalmente lo que en cada momento le conviene. Sólo él existe de verdad, no la sociedad – que no es más que la suma de todas las decisiones individuales. Con sus cálculos, este individuo haría el bien para sí mismo y, por eso mismo, para todos. Desde un punto de vista filosófico y científico, se trata, obviamente, de una abstracción y, en cuanto a la política, de una utopía. Incluso Hayek – una de las referencias más importantes del neoliberalismo -, consciente de que un conjunto de individuos estrictamente egoístas y calculadores no sólo no existe en la realidad, sino que además, no podrían hallar una forma de gobierno – de hecho, el liberalismo clásico tiene versiones anarquistas – propuso algunos guardarrailes para su propia teoría: “prefiero un dictador liberal a un gobierno democrático que no sea liberal”. Por si cabían dudas, lo dijo, además, refiriéndose a Pinochet. De hecho, el neoliberalismo ha mostrado siempre estas dos caras: por una parte, el fomento de la libertad del mercado, entendida como máxima expresión de la libertad humana y del progreso; por otra, el despliegue de políticas autoritarias, incluso limitadoras de la libertad de expresión, para imponer tal libertad de mercado. Por esta razón, los gobiernos neoliberales han sido siempre conservadores en lo social y en lo político. La contradicción de un discurso económicamente liberal y socialmente autoritario es, en parte, fruto de la raíz decimonónica del pensamiento (neo)liberal: como otras utopías del siglo XIX y XX, al identificar una idea política con la verdad – del espíritu o de la historia -, ha tendido a imponer su orden de manera coercitiva – para proteger al pueblo de sus propios “errores”. En este sentido, el neoliberalismo ha sido la última de las utopías de la modernidad de la que nos hemos tenido que hacer cargo. Mal que les pese a Hayek y sus sucesores, su modo de pensar revela su pertenencia a la misma cultura del comunismo y del socialismo “real” al que con tanto ahínco se opusieron. Y hasta podría parecer una síntesis legítima que China, con su gobierno autoritario, antes comunista, y su política de desarrollo capitalista a ultranza, pueda ser ahora el país más próximo a la utopía neoliberal.


Nuestro problema, sin embargo, no es la imposición de un orden neoliberal, sino los efectos de su descomposición. Las quiebras de 2008 rasgaron el velo que cubría las disfuncionalidades y las contradicciones de unos discursos y unas políticas que, como toda utopía, habían prometido una libertad y un bienestar que, cuatro decenios después, sólo pertenecía a unos pocos mientras el desorden y el malestar se extendían para el resto. La crisis de 2008 mostró además de manera meridiana que se trataba de un discurso instrumental de grupos que luchaban por la hegemonía económica y social: las élites de la banca y la industria abandonaron súbitamente todos los discursos neoliberales y pidieron a gritos la intervención estatal – el pecado más grave según la vulgata neoliberal – para socializar las pérdidas de las empresas y bancos afectados. La supuesta libertad de mercado reveló su carácter de coartada para el expolio y la rapiña cometidos al amparo de la “globalización”. El discurso neoliberal se empezó a cuartear, para ser finalmente abandonado y criticado por los mismos grupos que lo habían defendido – y que ahora consideraban que ya no servía sus intereses. El giro de los conservadores británicos – ¡el partido de Margaret Thatcher! -, ha sido espectacular en este sentido: del neoliberalismo globalizador al proteccionismo nacionalista. Un giro que ha encontrado en el autoritarismo conservador consustancial al neoliberalismo el puente por el que han transitado sin demasiado esfuerzo las élites neoliberales. La práctica de políticas autoritarias ha dejado, además, un conocimiento de cómo forzar y debilitar las instituciones democráticas. Ahora, cínicamente, la debilidad de esas instituciones es esgrimida para justificar otro autoritarismo que, supuestamente, quiere remediar los desastres del neoliberalismo.


Aunque ahora se abandonen, las políticas neoliberales han afectado profundamente todas las sociedades del planeta, desarticulando modos de vidas y prácticas sociales, de modo que su desaparición no supone volver a un estado anterior – por ejemplo a una sociedad genéricamente socialdemocrática -, sino encontrarnos con una sociedad herida y desorientada. Lo que el derrumbe del neoliberalismo trae a la luz, no es una sociedad pretérita, con todos sus elementos orgánicamente funcionantes – si es que eso existió alguna vez – sino restos dislocados de formas sociales “anteriores”. Pongo anteriores entre comillas, porque siguiendo el símil arqueológico, no hay realmente tal anterioridad: los restos son siempre contemporáneos, conviven con las construcciones actuales como una construcción más. Están sin embargo des-funcionalizados y su descubrimiento los re-funcionaliza. El racismo que infecta a muchos europeos es un buen ejemplo. Amin Ash, en su lúcido análisis de nuestra sociedad en “Europe, land of strangers” dedica todo un capítulo a la “resistencia de la ideas de raza”, llegando a la pesimística conclusión que habrá que contar con ellas e intentar tratarlas, más que pensar que se puedan erradicar. El neoliberalismo ha roto el equilibrio socialdemocrático que fue dominante en la Europa de la postguerra, atrayendo hacia sí las élites socialdemocráticas y erosionando su legado. Sin embargo, no ha sido capaz de fundar una nueva sociedad “neoliberal”: demasiados excluidos, demasiada angustia en los no excluidos – siempre al borde la exclusión, o siempre confrontados al cálculo de su propio placer y de su goce-, demasiado desorden en el mundo debido a la propia cultura neoliberal de las élites, ellas también presa de cálculos cortamente egoísticos: el cálculo y el interés personal no producen ningún “estadista”, ni siquiera un simple “hombre público”.

Vivimos pues, en el paisaje después de la batalla de la última utopía de la modernidad – y del último proyecto de dominio: el neoliberalismo. Algunos “generales” neoliberales todavía intentan dictar órdenes: mantener a toda costa la austeridad, subir los impuestos indirectos, atacar a los movimientos sociales. Pero sus propias tropas empiezan a desobedecer, desanimadas. Y los generales más avispados ya cambian completamente de estrategia – Trump, por ejemplo -, pensando ya en el después y, a la vez, anticipándolo.


Para quien vive un momento de descomposición de un proyecto de poder como el actual, la historia es un libro abierto – como dijo Hannah Arendt a propósito de los refugiados. La abrupta discontinuidad del discurso de las élites y el rápido aflorar de los síntomas de malestar en la sociedad, nos permiten tener una consciencia clara de las razones de estos cambios – de las fuerzas en campo, de sus puntos de tensión, de sus tendencias. Este conocimiento puede ayudarnos a imaginar nuevas formas políticas. Intentar substituir una utopía que se resquebraja con otra – aunque tenga las mejores intenciones -, sería simplemente empezar un nuevo ciclo de imposición, opresión, dislocación. Quizá ha llegado el momento de que miremos de cara el campo de restos que tenemos ante nosotros y tengamos en cuenta, de una vez, la historia. No como un lastre, sino como el territorio preciso en el que tenemos que operar. Cada crisis, como la que vivimos, nos muestra que las ruinas de las crisis anteriores están allí, siempre disponibles a resignificaciones y actualizaciones. Una de nuestras tareas es, sin duda, que la resignificación sea benigna y fértil – incluso en lo que atañe a los restos del neoliberalismo. Pero, para ello es fundamental que interpretemos correctamente estas ruinas: en su composición podemos detectar las ideas e intereses que constituyeron, durante un tiempo, los discursos dominantes; en sus bordes y sus grietas, podemos hallar restos de aquello que acabó con ellos y su intento de imponer un orden total a la sociedad; y también de aquello que ningún proyecto de dominio ha conseguido domar: el núcleo indecible que nos habita – llámese pulsión, deseo, goce o pasión. Una nueva política debería tener en cuenta, de una vez, la historia de eso y de su inacabable vitalidad.


* Cineasta

FUENTE: PUBLICO